Por Pamela Aguirre, en La Paloma
Las escenas suceden suaves, como si una música se derramara sobre las personas y las cosas y acompañara los ritmos naturales de sus cuerpos. Una niña se acerca a una mesa de carpintería que está en un patio, bajo la sombra inquieta de las hojas de un eucalipto que la mira de frente. La niña se agacha, agarra cinco maderas de un canasto, las mira e intenta armar un cajón sin tapa. Prueba. Una madera es muy larga, otra muy corta. Las deja. Toma otras. Busca clavos y un martillo. Clava. Se aleja, apenas, para mirar. Así uno, dos, veinticinco minutos. Hasta que arma eso que ella quería armar.
Seis niños están sentados a una mesa. Dos colocan banderitas en un mapamundi de madera. Otros arman rompecabezas de América: cada pieza, grande y de color, es un país. El aula es amplia. Son las dos de la tarde y el sol entra por las ventanas como un río limpio y caudaloso. Un niño mira hacia afuera: quizá los árboles, quizá los pájaros, quizá las sierras que se extienden como pliegues infinitos alrededor.
La mesa es baja y arriba hay pocas cosas. Una caja en la que están guardadas las letras del alfabeto —en rojo, las vocales; en azul, las consonantes—. Una hoja sin renglones. Lápices. Un zapallo. Sentadas a la mesa hay dos niñas. Una observa. La otra toca el zapallo, agarra las letras y forma una palabra: zapallo. Después, con un marcador, escribe, en imprenta mayúscula: z a p a l l o.
Es la mañana transparente de un día de primavera. Una mujer que lleva puesto un delantal azul sale de un aula y detrás van seis niños. Sigan a la luz, dice la mujer, y caminan hacia un rincón del patio en el que el sol se filtra, tenue, entre las copas de los árboles. Allí arman una ronda y aplauden. Estiran las piernas hacia un lado, hacia el otro; las manos, hacia un lado, hacia el otro. Dejan una pierna en el aire. La apoyan. Levantan la otra. Hacen equilibrio. Se caen al piso. Ríen a carcajadas. Las escenas suceden suaves. Pero para verlas hay que mirar. Y para mirar hay que llegar a los lugares en los que suceden.
Hay que estar, por ejemplo, un lunes a la tarde en la Escuela Viva del Bosque de La Paloma, escuchar el toc toc del martillo y ver los ojos de la niña. Hay que recorrer el centro educativo La Colmena, en las sierras de Rocha, como quien recorre un jardín: deteniéndose en los detalles. Hay que ir a la escuela Caballito de Mar de Punta del Diablo, mirar a las niñas tocar las verduras y escribir sus nombres. Hay que estar un día a las nueve de la mañana en la escuela Puente Azul de La Pedrera, mirar a los niños hacer una ronda, decir un verso, sostenerse en una pierna, dejarse caer, reírse fuerte.

Hay que estar para ver que esas escuelas son diferentes unas de otras pero comparten algo. La diferencia está en las formas: la Escuela del Bosque sigue una pedagogía viva y consciente, no directiva; el centro educativo La Colmena y la escuela Caballito de Mar son de inspiración Montessori, un método creado en 1907 por María Montessori dondeel niño es el centro del aprendizaje en función de sus períodos sensitivos y aprende a su ritmo. Y Puente Azul es de inspiración Waldorf, una pedagogía que es parte de la antroposofía desarrollada por Rudolf Steinera principios del siglo XX que sostiene que el ser humano se transforma cada siete años. El ritmo, la naturaleza y lo sencillo son pilares.
Lo que comparten las escuelas es una cadencia, algo que fluye tibio como una tarde de sol al final del invierno, algo que no puede dejar de mirarse, como un brote intrépido en un árbol todavía desnudo.
Diferentes experiencias.
El 85,8% de los niños y adolescentes en edad de escolarización obligatoria (3 a 17 años) concurre a escuelas públicas en Uruguay mientras que el 14,2% asiste a instituciones privadas, según un informe de 2021 de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP). Eso significa que la educación pública alberga a más de 700.000 alumnos. El Estado. La garantía del derecho a la educación.
Pero hay algo más. Algo que esos datos no muestran. Algo que tiene que ver con cómo, con quién, con la mirada y la voz. ¿Se reconoce al niño como sujeto de derecho en la educación? Algunas escuelas públicas se hicieron esa pregunta en Uruguay. Y cambiaron.
Dos ejemplos —que no son todos los que existen en el país—. La escuela 63 de Malvín aplica desde 2016 la pedagogía de la expresión y la metodología ludocreativa, del pedagogo uruguayo Raimundo Dinello. La directora, Claudia Lonchar, dijo en una entrevista en el programa En Perspectiva de Radiomundo que se combatió así el ausentismo y se redujo la repetición a la mitad. Mientras, las escuelas 178 y 321 del barrio de Casavalle trabajan desde 2010 con multigrados. En el libro La Experimentación Pedagógica de una Escuela en Movimiento sus docentes dicen: “No etiquetamos el desempeño como bajo, medio o alto. Los alumnos avanzan en su aprendizaje sin los límites de la anualidad ni de la edad”.
Hay, también, escuelas públicas en las que algunos docentes desarrollan microprácticas alternativas que, de a poco, modifican el formato escolar. Y hay otra cosa. Hay escuelas que nacieron del impulso de docentes y familias que quieren una educación diferente para los niños de sus comunidades. Una educación transformadora, así la llaman.
No existe un registro exhaustivo de esas escuelas, aunque hay una Red de Educación Transformadora de Uruguay, integrada por 17 centros y 20 proyectos en formación. Hay, además, una Federación de Escuelas Waldorf a la que pertenecen los centros educativos Waldorf del país. Con matices distintos dicen compartir una búsqueda: educar niños en libertad.
De todos esos centros, cuatro están en Rocha, al este de Uruguay: La Colmena, Caballito de Mar, Puente Azul, y la Escuela Viva del Bosque. Los cuatro, además de compartir geografía, tienen otra cosa en común: son autogestivos y no tienen fines de lucro —algunos becan a más del 50% de los alumnos y funcionan con padrinazgos, todos cobran cuotas bajas y ofrecen sistemas de intercambio de tareas para quienes no pueden pagar—.
“Somos autogestionados. Creo que es el nombre que mejor nos define”, dice Luciana Andrada. “Buscamos la forma para que venga todo el que quiera venir. No tenemos ánimo de lucro. Eso iría en contra del concepto de educación transformadora. La educación no es un negocio”. Ella es licenciada en educación con postítulo en educación media rural, profesora de música y guía Montessori. En 2012 fundó en Punta del Diablo la escuela Caballito de Mar, un centro educativo de inspiración Montessori con énfasis en artes que comenzó con siete alumnos y hoy alberga 40 entre jardín y primaria.
No hay lujos en estas escuelas de Rocha. No hay juegos extravagantes. No hay pasillos pulcros en silencio opaco. No hay filas de niños ni de pupitres. Hay construcciones simples, árboles, huertas, y vuelo de pájaros. Hay aulas con mesas grandes. Hay acuarelas. Hay lanas y fieltros. Hay bibliotecas al ras del piso. Hay cocinas. Hay tableros de matemáticas. Hay alfabetos móviles. Hay colchonetas. Hay cuadernos sin renglones. Hay papel de origami. Hay máquinas de coser. Hay rondas. Hay una mesa de carpintería. Hay agujas de tejer. Hay niños y adultos que ocupan los espacios como si fueran eternos. Hay, en esa forma de estar en el mundo, una sencillez que se parece a la belleza.
¿Otra forma de escuela o marketing?
Ariel Milstein es licenciado en Ciencias de la Educación y desde hace diez años estudia las propuestas pedagógicas no tradicionales de Uruguay. La voz llega desde la pantalla de zoom- “Lo que observé cuando visité algunas de estas escuelas es que hay tensiones y que no se puede plantear el tema en términos de binomios: todo transformador o todo tradicional; a veces conviven prácticas de una y otra forma de enseñar", dice. "En educación los cambios tienen ese ir y venir entre lo instalado y lo diferente y está bien porque son procesos complejos que buscan humanizar la educación. Lo que vi en mi recorrido es que hay centros con docentes comprometidos que proponen una transformación desde adentro y generan otra forma de hacer escuela; hay otros en los que el concepto es solo un caballito de marketing, y en algunas escuelas públicas hay pequeños mojones con docentes que apuestan en su aula por otra cosa”.
Y luego habla de historia: “Hay que mirar al pasado para no repetir errores, rescatar lo bueno, y no enamorarse de una pedagogía porque sí. Saber, por ejemplo, que hubo un movimiento en 1900 que se llamó Escuela Nueva que surgió como crítica a la escuela burguesa tradicional. Saber que en Uruguay existieron escuelas experimentales en ese momento y los directores fueron emblemas de la pedagogía uruguaya. Conocer lo que hicieron en nuestro país Reina Reyes, Enriqueta Compte y Riqué, Jesualdo Sosa, entre otros”.
La Pedrera.
Son las nueve de la mañana de un día de noviembre y el sol se alza flojo entre algunas nubes lácteas. La tranquera que separa la escuela Puente Azul de la callecita de arena que está enfrente se abre y se cierra. Entra un niño, va al tobogán. Entra una niña, va a un trapecio. En pocos minutos el patio —un lugar angosto a la sombra espesa de árboles verdes— está lleno de niños.
—Bienvenida —dice Claudia Paolillo, maestra del primer grado de primaria (7 y 8 años) y fundadora de la escuela. Y presenta a las referentes del colegio en el turno mañana: Florencia y Chola, de jardín (2 a 6 años); y Amalia, de los niños de 9 a 12 años. Si bien la pedagogía Waldorf propone una primaria por niveles, dada la cantidad de alumnos de la escuela, Puente Azul optó por multigrados.

En el fondo del patio tres niños juegan a cocinar con barro. Uno canta: “Agua, agua fresquita, tengo un manantial”. En otro lugar, dos niños se pelean y uno llora, una referente se acerca, se agacha e interviene. Después Florencia dice, cantando: “Amigos, en un ratito chiquitito entramos”. De un momento a otro, el patio está vacío y solo se escuchan los árboles como un murmullo blando. Adentro de un aula, los niños más grandes se sientan a una mesa grupal. “Actividad de hoy, cuento dibujado”, dice Amalia. “¡Bien, bien!”, gritan todos. Y empiezan a dibujar mientras la referente, sentada a su lado, les lee un cuento en voz alta.
Dos días antes, en un bar de La Pedrera, Denisse Arrarte y Analía Chabeldín, madres que se encargan de la gestión administrativa de la escuela, habían contado los inicios de Puente Azul:
—Surgió hace siete años a partir del impulso de Claudia, la referente pedagógica, que es docente y quería formar un centro Waldorf al que pudieran asistir sus hijas, y convocó a familias de la zona con el mismo interés. En un comienzo eran 11 niños. Hoy transitamos nuestro séptimo año, logramos conformar una asociación civil y estamos encontrando, entre todos, cuál es la forma fraterna de sostener la escuela que ha crecido y a la que hoy asisten unos 50 niños.
Ahora son las diez de la mañana de un viernes que empieza a clarear y Claudia acompaña a los niños de su clase al parque que está frente a la escuela donde van a practicar gimnasia Bothmer: ejercicios corporales que trabajan el sentido de la orientación espacial. Mientras mira a los niños, Claudia dice:
—El movimiento, el ritmo y la respiración son esenciales en la escuela. Empezamos con una ronda que invita a pensar, sentir y hacer. Después pasamos a la clase principal, tenemos un recreo, comemos y al final hacemos labores, como tejido, acuarela, fieltro. Los días que hay talleres (gimnasia, inglés, coro) no hay labores. Además tenemos épocas: dedicamos un mes a cada materia. Y los conocimientos siempre llegan a través del arte, del movimiento, de parábolas, acuarelas, cuentos. Antes de aprender a leer y a escribir, las letras se relacionan con imágenes de la naturaleza, con movimientos del cuerpo y luego con sonidos. Después se pasa a la abstracción. Los niños descubren los conocimientos con otros ritmos, pero también de otra forma.
—¿Por qué la pedagogía Waldorf?
—Mi búsqueda empezó desde la antroposofía, cuando todavía trabajaba en el sistema educativo convencional. Fue un proceso interior que después me llevó a la necesidad de educar siguiendo el conocimiento del ser humano que plantea Steiner. Guiar el aprendizaje teniendo en cuenta el estudio de los septenios. Saber que cada siete años el ser humano tiene una transformación. Reconocer en qué momento de la vida está el niño para saber qué necesita.
Saber, por ejemplo, que de cero a siete años las necesidades del niño pasan por el cuerpo físico. Saber que necesita, en esa etapa, espacio para moverse y cosas agradables al tacto. Saber, entonces, por qué ese niño de cuatro años corre ahora en el patio, por qué ese otro acaricia una hoja. Entender, quizá, por qué sonríen.
En las sierras.
Cuando Natascha Spangenberg tuvo su primer hijo pensó cosas: que quería resguardar la pureza del niño, que mudarse a las sierras era una forma de empezar a hacerlo, que una vez allí debería fundar una escuela que le diera a su hijo la posibilidad de elegir y ser autónomo. Entonces fue. Y lo hizo.
La escuela, de inspiración Montessori, se llamó —se llama— La Colmena y abrió en 2015 en las sierras de Rocha. Primero en una casa comunal. Después, en 2016, en el terreno que ahora ocupa, donde se alza en una construcción de barro, sobre la ruta 109, que en realidad es un camino de tierra. El primer año asistieron diez niños. Hoy son unos 60 de entre tres y 15 años distribuidos en multigrados: inicial, primaria uno, primaria dos, y ciclo básico de liceo —están construyendo, además, tres aulas para sumar los tres años de bachillerato—. Esos niños vienen de campos y chacras cercanas, pero también desde la ciudad de Rocha y desde La Paloma.

—¿Por qué querías una educación diferente a la tradicional para tus hijos?
—Para mí la base es algo que dijeron hace más de cien años personas como Pestalozzi, Rousseau, Steiner y Montessori: repetir un conocimiento que te da otro no enseña, el foco tiene que estar en el niño y no en el adulto. Si hace más de cien años dijeron eso y hace más de cien años seguimos haciendo eso y no funciona, porque muchas veces la escuela es el lugar en el que el niño se desconecta de sí mismo, algo hay que cambiar. Creo que el camino es buscar que el niño participe del aprendizaje y tratarlo con respeto. Por eso construimos esta escuela.
—¿Cómo llegan al método Montessori?
—En un comienzo trabajamos con talleres, pero enseguida nos dimos cuenta de que los niños nos pedían más oportunidades de elegir. Estudiamos en profundidad la metodología Montessori y pensamos que podía funcionar. Buscando descubrimos que en Punta el Diablo había una escuela Montessori y así conocimos a Luciana Andrada, que empezó a formarnos y desde ese momento trabaja también con nosotros. Hoy aplicamos la metodología Montessori en toda la escuela y a partir de cuarto grado trabajamos también con aprendizaje basado en proyectos.
Cuando habla de educación, Luciana Andrada se entusiasma y el cuerpo le baila aunque esté sentada:
—Para mí una educación transformadora tiene una visión integral del ser humano y busca transformar a las personas participantes: adultos y niños. Creo que esa transformación tiene que darse a través del cuerpo, el sentir y el hacer. Me parece que la metodología Montessori es interesante en ese sentido, con los materiales sensoriales permite que ocurra algo en el sentir a través del hacer y así descubrir algo nuevo que consolide el conocimiento.
También dice esto:
—Tampoco podemos caer en el extremismo del todo bien o todo mal. Hay cosas del modelo tradicional que no funcionan, pero hay otras que sí. Quiero decir, las docentes y familias que llevamos adelante proyectos autogestionados de educación transformadora tenemos la posibilidad sociocultural y económica de elegir algo distinto. Más allá de que trabajamos horas voluntarias y de que cobramos sueldos más bajos que otros maestros porque apostamos a estas escuelas; más allá de todo eso, estamos eligiendo. La escuela pública tradicional muchas veces llega a lugares en donde las familias no pueden elegir, ni tienen el privilegio sociocultural que nosotros tenemos.
La experiencia de Pando
En 2017, Noelia Campos, Evangélina Méndez, Tania Presa y Verónica Habiaga —docentes e investigadoras— hicieron un trabajo de campo y vieron que en Pando, la jurisdicción que entonces tenía más casos de repetición en alumnos de primer año, había cuatro escuelas públicas que habían logrado mejorar esos índices. Quisieron saber qué estaban haciendo. Y fueron. Lo que vieron fue esto: docentes que habían buscado metodologías y recursos para mejorar el aprendizaje y que luego de esa búsqueda habían implementado en las aulas alteraciones del formato y la didáctica escolar tradicional: quiebre de grupos, desestructuración del aula, trabajo en talleres y en pequeños grupos, aprendizaje basado en proyectos, actividades experienciales, mediación a través de lo lúdico y del trabajo por estaciones, integración de disciplinas como danzas, plástica y yoga.
La Paloma.
Es el mediodía de un lunes de octubre y el sol cae como un rayo sobre todas las cosas. Pero en la Escuela Viva del Bosque hay eso: bosque; y el sol se siente liviano.
—Bienvenida, disfrute —dice una de las referentes. Lo que sigue son cuatro horas de imágenes aleatorias que mutan y se deslizan como el agua que corre buscando su cauce.

Una niña lee una receta. Cuando termina, va a la cocina, comparte la receta con otros niños y buscan los ingredientes para hacer galletas. En la sala de al lado, las sombras de los árboles se estiran en las paredes y en los cuerpos de dos niños que están sentados a una mesa redonda. Uno escribe. El otro hace grullas de origami. Un niño pasa caminando y los mira. Afuera, un grupo de niños y niñas juegan al elástico. Arriba, en un desván, tres niños y una niña conversan sobre el chocolate. Cuanto más amargo; más saludable, dicen.
Las tres referentes del espacio —que se llama Arco Iris y agrupa a niños de entre 6 y 8 años— van y vienen por el lugar. Observan. Intervienen poco. En los otros dos espacios de la escuela —Colibrí, de 2 a 5 años; y Sala verde, de 9 a 12— las escenas son distintas pero circulan así, también, como si levitaran.
La Escuela Viva del Bosque, a la que hoy asisten 67 niños, nació hace diez años y sigue una pedagogía viva y consciente basada en la idea de que educar es sacar de adentro hacia afuera y que el rol del adulto es la observación y la guía respetuosa, no directiva. En la práctica eso significa que hasta los ocho años los niños no tienen ninguna materia obligatoria. La dinámica, para los grupos de dos a seis años y de seis a ocho, es la siguiente: además de la observación constante de las referentes, hay ambientes preparados con materiales acordes, y talleres: música, huerta, natación en el primer espacio; lengua, matemática, conocimiento del mundo, cocina, costura, alemán, portugués, inglés, tallado, arte, huerta, teatro en el segundo espacio. Los niños pueden observar todos los talleres para elegir en cuáles quieren participar. Pero ninguno es obligatorio. Solo algunos lo son para los niños más grandes del último espacio —de 9 a 12 años—.

—La no directividad puede confundirse con: “Acá los niños no aprenden”.
—Creemos que el aprendizaje es real cuando hay entusiasmo, y cuando impones quitas ese entusiasmo. En la escuela se aprende todo pero de otra forma y al ritmo de cada niño. Lo importante es que las familias confíen y que haya un buen vínculo con la escuela. Pero más allá de eso, nuestro gran valor es que los niños aprenden a reconocerse a sí mismos. Las referentes intervenimos sin juicio, sin comparación, sin proyectar expectativas en los niños y eso permite que ellos aprendan a saber quiénes son y qué quieren, a respetar y ser respetados. La experiencia nos ha demostrado que se puede educar de esta forma. Las autoridades de educación nos valoran; se han sorprendido por el modo en que los niños se desenvuelven en los exámenes de egreso, y por la forma en la que comprenden y resuelven esos desafíos —dice Ángela Gini, fundadora de la escuela.
Son casi las cuatro de la tarde. En la Sala Verde siete niñas hacen manualidades. Mientras dibujan, escuchan música. Antes de cambiar de canción, se preguntan entre todas qué quieren escuchar.
—Este y el de biología son mis talleres favoritos —dice una niña mientras pinta.
—Chicas, en diez minutos es el taller de letras, vayamos juntando —dice una referente. Guardan las cosas. Algunas se preparan para quedarse al taller que sigue. Otras van al patio. Cuando termina de ordenar, una de ellas abre los brazos, se despereza, suspira, y dice —con una sonrisa que traspasa el contorno de su cara y reverbera alrededor—:
—Es un liiindo día.
Y es verdad. Es un lindo día de sol.
De trabajar en un colegio en Montevideo a integrar red alternativa
Alicia Montes de Oca y Miguel Domínguez se recibieron de maestros en 1977 y trabajaron 17 años en un colegio tradicional de Montevideo. Allí eran, dicen, queridos pero eran los raros; los que tenían una visión diferente sobre la tarea de educar. En 1994 transformaron esa visión en un proyecto, Incre, una escuela basada en la idea de que educar es sacar desde adentro, que los niños no están fraccionados en pedazos, y que lo cognitivo no es más importante que lo demás, que es mucho: las emociones, el cuerpo, el ser. En 2016, después de 39 años de docencia, se jubilaron. En setiembre de ese año un grupo de personas organizó el primer encuentro de lo que después se llamó Red de Educación Transformadora de Uruguay. Ellos fueron invitados. Desde entonces son miembros activos de la red.
—¿Cuál es el objetivo de la red?
—Tender lazos y nutrirnos unos de otros. Pero también ayudar a los nuevos proyectos, y visibilizar la labor de estas escuelas para que su realidad sea tenida en cuenta en el mapa educativo uruguayo actual.
—¿Qué es para la red una educación transformadora?
—Una educación en la que ser, saber y sentir sean igualmente importantes; que integre todas las capacidades humanas; que promueva la realización del individuo respetando su singularidad y libertad; que favorezca la colaboración y no la competencia; que inspire las ganas de vivir y no la necesidad de tener.