Un gran premio de turf lleva mucha preparación, pero la carrera dura muy poco. Puede ir de un minuto a dos y medio, dependiendo de los metros a recorrer. La gente solo ve la imagen de los ganadores, pero son carreras a las que llegan muy pocos ejemplares. Solo los mejores purasangre, cuya aparición es casi un misterio. Se trata de un proceso de tres años, que únicamente los burreros pueden explicar bien —incluye el estudio minucioso del árbol genealógico de los caballos (pedigrí)—, y las chances de dar con un animal ganador suelen ser más intentos que éxitos.
En el interior del Hipódromo Nacional de Maroñas, en el barrio Ituzaingó en Montevideo, hay más de 1.100 caballos alojados y, en sus inmediaciones, unos 2.500. Al caminar cualquier mañana por José María Guerra, la calle de la entrada principal, el ruido de los cascos de los caballos es la banda de sonido de fondo. Sobre todo, al llegar al portón 8, casi en la esquina con José Shaw, el ala donde se ubican las caballerizas del hipódromo.
Cada purasangre tiene un propietario, un jockey, un entrenador, un veterinario, un capataz, un peón y un sereno que piensa en él. José Miguel Rodríguez (49) está en contacto con caballos desde su infancia en San Jacinto, Canelones. Es uno de los más de 200 peones que trabajan en Maroñas. Lo hace para el Stud y Haras San Pedro. Todos los días a las cinco de la mañana -haga frío, calor, haya viento o llueva- él repite exactamente la misma rutina: “Venís, atás los caballos, los limpiás, los sacás a varear, los lavás, los entrás, les das de comer”, cuenta con una mezcla de sonrisa y timidez.
“Hay gente que trabaja porque necesita, pero hay otra que lo hace porque le gusta”, agrega su compañero Carlos Chávez (41). “Y trabajás de otra manera, porque esto te tiene que gustar. Si no, es complicado; el sacrificio del peón es el peor de todos”. Ambos tienen a cargo cuatro caballos. Trabajan bajo las directivas del capataz Fabián Vidal, quien se encarga de las raciones de comida de los caballos, de ver si están lastimados, de los remedios que hay que darles y de cómo llegan de la cancha de entrenamiento.
Ellos son los que están en contacto con los animales todo el año. Y tienen experiencia para saber enseguida cuándo un caballo se destaca. “Cuando ves un potrillo que hace todo bien, ya te das cuenta de que es distinto a los otros”, repiten Chávez y sus compañeros. Pero también saben que, para que eso suceda, hay que tener mucha suerte. De hecho, para los clásicos de la típica fiesta de Reyes del 6 de enero, el Gran Premio José Pedro Ramírez, esta vez no tienen ningún caballo en competencia, por aquello de que son muy pocos los que llegan.
Sin embargo, Chávez recuerda con emoción su ida a Buenos Aires, a principios de octubre, para correr un clásico de los importantes: el Gran Premio Jockey Club de San Isidro. Fue con Master of Puppets (los nombres de los caballos son una atracción aparte). Él es nacido en la zona y, además de la dedicación que tiene por su oficio, remarca que “viven muchas familias de esto”. Acá “la mayoría de la gente del barrio trabaja en el hipódromo”, explica el peón. Son parte de las 45.000 personas que dependen directa o indirectamente del turf.
La vida del jockey.
Al borde de la cancha de entrenamiento, con el palco oficial y las tribunas del hipódromo de fondo, se ve pasar a los jockeys vareando a sus caballos alazanes, zainos y algún tordillo, el pelaje menos común. Se hacen bromas entre ellos y con los que se acercan a mirarlos pegados a la baranda. Entre las tantas personas que transitan, está Raúl Font (67), quien mantiene un trabajo de tradición familiar. “Nosotros hacemos todo lo que sea para el jockey y para el caballo: las chaquetillas (de seda, que identifican los colores de cada stud), las mantas, los bozales. Es una empresa muy antigua porque era de mi abuelo. Después pasó a manos de mi padre y mi tío, y ahora recaló en nosotros”, explica. Junto a él trabajan seis personas, además de la gente de los talleres en los que tercerizan la finalización de su tarea.
La hora de entrenamiento termina. El jockey Luis Cáceres tiene 39 años y llegó de Salto hace poco más de 20. Mide 1,70 metros y pesa 54 kilos. Al ser alto para su oficio tiene que cuidar mucho su peso, podría asegurarse que más que un boxeador. Su sacrificio empieza temprano: “La rutina de un jockey arranca en la mañana con el vareo matinal del entrenamiento de los caballos, que es de 6:30 a 10:30. Después a la tarde siempre toca trotar o caminar. La alimentación es siempre sana, porque a mí en general me cuesta el peso”, cuenta sin por eso perder el buen humor.
Los últimos cuatro o cinco días antes de correr ya tiene que medirse. A veces sus últimas comidas constan solo de una fruta, y hasta puede que deba privarse de tomar agua para dar con el peso. Claro que siempre bajo la supervisión nutricional y de los médicos, quienes los revisan en el hipódromo antes de competir. Sin embargo, estos esfuerzos los supera porque le gusta mucho lo que hace. “Yo amo esto y lo hago con todo gusto”, dice.
Cáceres tiene más de 1.000 carreras ganadas solo en Maroñas, lo que es el equivalente al número que se corren en un año en el hipódromo. Es el primer jockey en alcanzar esa cantidad de triunfos desde la reapertura del hipódromo en 2003. Entre sus victorias más renombradas, están la del Gran Premio José Pedro Ramírez de 2016 con Fletcher, o los seis triunfos en la Triple Corona (que consta de las tres carreras más importantes de cada generación: Polla de Potrillos y Potrancas, Jockey Club y Gran Premio Nacional).
Por eso, es uno de los jockeys más solicitados. Trabaja para el Stud y Haras Phillipson, el que más caballos tiene en Maroñas, y tendrá el privilegio de correr los cuatro grandes premios del 6 de enero: el Maroñas, montando a Raw Demo; el Pedro Piñeyrúa con Querido Benja; el Ciudad de Montevideo, Dr. Jorge Batlle, con Queen Leca; y el Ramírez, con Pluto.
Pero esa responsabilidad no le hace perder la tranquilidad al montar. Dice que no le pesa competir por un gran premio, aunque siempre está la “adrenalina de correr”. Pero después de que monta el caballo, amén de alguna broma con colegas antes de entrar en gateras, se concentra en la carrera, porque las decisiones a tomar encima de un purasangre son cruciales: “A veces vos decidís tirarte para un lado y después te das cuenta de que el otro lado hubiese sido mejor, pero son fracciones de segundo en que uno tiene que decidir”, relata.
El ritmo de la carrera es otro punto importante en el turf. A veces, arranca de forma vertiginosa y otras, más contenida, porque los caballos corren de forma diferente: “Hay algunos que corren adelante, otros atrás. A veces vos le modificás esa forma para mejorar el rendimiento, se la vas cambiando en carrera o enseñándolo cada mañana para sacarle más provecho a la hora de definir”, explica Cáceres.
Además, el jockey tiene que estar atento a la cantidad de fustazos que da al caballo. Como contó hace un tiempo a la revista Domingo de El País el presidente del Comisariato de los hipódromos de Maroñas y Las Piedras, Pablo Máspoli, los jinetes no pueden dar más de ocho fustazos al caballo, ni tres seguidos. Tampoco pueden hacerlo cuando ya no tienen chances de meterse entre los primeros cuatro puestos. El exceso es castigado con multas y suspensiones por esta autoridad máxima de las carreras.
El control de esas y otras instancias irregulares se hace desde una sala de control ubicada en uno de los edificios altos de Maroñas, por medio de potentes cámaras que están dispuestas por toda la pista.
Sentimiento por las carreras.
La mayoría de los comercios que circundan el hipódromo viven en gran parte de él. Y sus dueños o empleados, sean o no del barrio, tienen un sentimiento por las carreras y el lugar.
Hernán Giménez es empleado de la veterinaria y clínica La Caballada, ubicada frente al palco principal del hipódromo. “La veterinaria vive de las carreras y de lo que se mueve. El 90% de los medicamentos son para los caballos de allí”, explica Giménez, oriundo de Sarandí Grande, Florida. Y cuenta que se siente la pasión que la gente del barrio tiene por las carreras. Algo similar ocurre cerca de allí, en Anderson Levanti, donde venden “herraduras y todo para el cuidado de los cascos de los caballos”, cuenta Gastón, un empleado. La mayoría de sus ingresos son gracias a Maroñas, si bien también venden para veterinarias e hipódromos del interior del país. Gastón es burrero por herencia: su abuelo y su padre siempre tuvieron caballo.
En José María Guerra y Mariano Estapé, está Raciones Los Pingos. Detrás del mostrador recibe al visitante su dueño, el simpático y verborrágico Fabián García. Es oriundo de Fray Bentos y siempre estuvo vinculado a los caballos por su familia. Hace 12 o 13 años que instaló su local frente al hipódromo. Allí vende alfalfa, avena, maíz, espartillo, viruta y cáscara de arroz para diferentes studs, y también para gente del barrio que tiene “un caballito” para correr en Maroñas o en el interior del país.
García demuestra su sentimiento por los caballos y describe todo el cuidado y el proceso que hay detrás de cada pingo que va a correr: “Mamamos desde las raíces, desde cuando arranca un potrillo de dos años, hasta que empieza a hacer sus primeras armas para correr. Por eso es que lo vivimos con otra intensidad. No es solo venir un 6 de enero y apostar a x caballo en x carrera. Nosotros lo vivimos distinto. Es un sentimiento que tenés con el caballo, con las carreras”, grafica.
Los orígenes en el “Circo de Maroñas” en 1874
“Pueblo Ituzaingó” fue el nombre del primer hipódromo, fundado por la comunidad inglesa en 1874. Pero se lo conocía popularmente como “Circo de Maroñas” porque los terrenos habían pertenecido al acaudalado pulpero Juan Maroñas. El gobierno dictó el primer Reglamento de Carreras el 14 de agosto de 1877. Diez años después, José Pedro Ramírez asumió como presidente de la Comisión de Organización de las Carreras Nacionales y se convirtió en propietario del hipódromo junto a Gonzalo Ramírez y Juan y Alejandro Victorica. Ramírez fue también el primer vicepresidente del Jockey Club, fundado en noviembre de 1888, y cuyo presidente era Pedro Piñeyrúa. El 1° de enero de 1889 se corrió la primera edición del premio Ramírez, aunque bajo el nombre de Gran Premio Internacional.
Apuestas, premios, repartos.
Sobre las apuestas también había reflexionado Carlos Gardel, el amigo más famoso de Irineo Leguisamo, gloria del turf uruguayo y de América, cuyo nombre lleva la plaza que está frente a la entrada de Maroñas. El filósofo, escritor y burrero español Fernando Savater (“no hay perfume más estimulante que el de las deposiciones equinas”, escribió) lo cita en su libro de crónicas A caballo entre milenios. Imaginen la voz de El Mago diciendo lo siguiente: “Lo importante no es ganar, sino palpitar, jugar, emocionarse, cuando el tuyo viene peleando la punta. El resto es pura cháchara. El que juega solamente para ganar es un comerciante, no un jugador. Claro que es mejor ganar, porque disfrutás el doble. Pero ese no es el propósito”.
No obstante, en "Por una cabeza", el himno del turf, Gardel canta en palabras de su exquisito coequiper Alfredo Le Pera: “Pero si algún pingo llega a ser fija el domingo, yo me juego entero, ¡qué le voy a hacer!”. Porque tener una fija, mirar la cartilla, ver quiénes son los favoritos y quién puede ser la sorpresa es parte del folclore de este deporte.
Y hoy las apuestas se han diversificado; se pueden hacer online desde cualquier lugar. El hipódromo tiene servicio de televisión, cómputos, apuestas, atención al cliente y más de 25 agencias simulcasting de carreras en todo el país. Esto permite que las carreras se vean desde cualquier parte del mundo, en general, por streaming. Asimismo, las emisiones llegan a los cables de todo el país; en América, a países como Brasil, México, Panamá y Estados Unidos; así como a Europa y Australia. Las apuestas desde el exterior representan entre un 10% y un 12%.
En cuanto al reparto de dividendos, del monto total de apuestas de un día, un 28% queda para Hípica Rioplatense Uruguay y el resto se devuelve a los apostadores. De ese 28%, dos terceras partes son para la empresa y una tercera parte va al Premio Hípico, que se distribuye entre los competidores que reciben: 60% el primer puesto, 21% el segundo, 13% el tercero y 6% el cuarto. A su vez, el 70% del premio de cada puesto es para el propietario, el 10% para el jockey, el 10% para el entrenador y el último 10% se lo reparten entre el veterinario, el capataz, el peón y el sereno.
Los cuidadores, jockeys y peones que participan de las carreras y quedan fuera del podio reciben un premio menor por participar de las carreras. Todos cobran cada jueves a través de Redpagos. Son unas 560 cuentas personales las que reciben dinero cada semana, según detalla el gerente de Hípica, Horacio Ramos.
Esto se modifica en cuanto a las bolsas que ofrecen los clásicos que se correrán el próximo 6 de enero, que se reparten enteramente entre los competidores. Este año, el Ramírez “tiene el aditivo de que se transforma en la carrera con el mejor premio de Sudamérica”, asegura Ramos. Su bolsa es de 200.000 dólares. La del Ciudad de Montevideo, en tanto, es de 100.000; el Piñeyrúa ofrece 47.000 y el Maroñas unos 32.000 dólares.
La diferencia en los premios se debe a los distintos grados de las carreras y a las distancias a recorrer. La Federación Internacional de Autoridades Hípicas (IFHA, por su sigla en inglés), la “FIFA del fútbol”, como ejemplifica el periodista de El País Héctor “Puchi” García, clasifica a los hipódromos en Tomo I, II y III. Uruguay pertenece al Tomo II, pero gracias a grandes esfuerzos deportivos y políticos, tiene 24 clásicos que pertenecen al Tomo I. El José Pedro Ramírez está catalogado como las mejores carreras de Estados Unidos (Breeder’s Cup), Inglaterra (Derby de Epsom) y Francia (Arco del Triunfo).
El transformarse en la carrera mejor paga de Sudamérica, hace que se acerquen competidores extranjeros de primer nivel: “Para nosotros es un orgullo, porque es la mayor inscripción de caballos internacionales que hemos tenido en la historia”, dice Ramos.
Así las cosas, está todo dado para que el próximo fin de semana los cascos de los caballos hagan temblar la pista y los corazones, al doblar el último codo, para tomar la recta final y vibrar con un remate cabeza a cabeza al cruzar el disco.
Todo pronto para el Ramírez
A los 325 trabajadores del hipódromo se sumarán el sábado 6 de enero unos 170 más, para el Gran Premio Ramírez, además de otros 150 que estarán al frente de servicios tercerizados. El gerente de Hípica, Horacio Ramos, plantea la riqueza de un espectáculo que dura nueve horas, y donde conviven profesiones y oficios tan disímiles como camarógrafos, veterinarios, tractoristas, operadores de gatera, traileros, médicos, entrenadores, mozos, cajeros, servicios de urgencia, entre otros, que lo hacen diferente a cualquier otro deporte.
Con relación a esto, otro punto interesante para Ramos está en la mezcla de clases sociales, que se da en las carreras de caballos. Y lo ejemplifica recordando los orígenes de este deporte surgido en el siglo XVII: “Supongamos que yo tengo mucha plata, elijo el mejor padrillo, la mejor yegua y compro el mejor potrillo. Otro compra una yegua del medio con un padrillo del medio y tienen un potrillo. Ese potrillo puede ser mejor que el mío. Eso es una realidad. Las carreras nacen en Inglaterra por querer ganarle a la reina. El pueblo ponía su caballo y la reina ponía el de ella. El que ganaba se llevaba los laureles, ¿por qué? Porque no siempre la plata acompaña al éxito. En otros deportes, sí; en este, no. Por eso hay gente de todas las clases sociales”.
El año pasado las apuestas alcanzaron los 47 millones de pesos y el anhelo del gerente, para el que este será su décimo Ramírez, es que esa cifra se incremente un 10% en la edición 2024.
Vayamos a la historia. Luego de un siglo de actividad, el Jockey Club de Montevideo quebró y el Hipódromo de Maroñas cerró el 14 de diciembre de 1997. Logró reabrir luego de cinco años, el 29 de junio de 2003, momento en el que, bajo el gobierno del presidente Jorge Batlle, el Estado le dio su concesión a Hípica Rioplatense Uruguay.
La pista principal de Maroñas tiene 2.065 metros de largo por 24 de ancho, y cuenta con una pista auxiliar de 2.000 metros. Tiene una capacidad de 2.426 personas sentadas y unas 5.500 de pie. Su estacionamiento cuenta con lugar para 697 autos. En el mismo predio funciona también un CAIF y una policlínica.