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Por Alejandro Seselovsky
La motito, si se escucha, allá en el embudo de su lontananza, es porque ahora, en este domingo de febrero, a la una de la tarde, todo es sol, grillo y silencio aplastado sobre el pavimento de Dolores.
Me bajo en la terminal de micros que me anticipa, apenas pongo un pie en la dársena, como si les dijera: de un bife, la siesta del pueblo. Tengo 18 cuadras hasta el Plaza Hotel. Las camino. Nadie. Nada. Alfajores sueños del alba, cerrado. Heladería Resistiré, cerrada. Van 15 cuando, de golpe.
Unas vallas de hierro recién pintadas de azul me paran en seco. Nada las prometía, la verdad. Son súbitas, inmediatas. Las vallas tienen carteles. Los carteles piden justicia. Les paso por un costado. Ni policía hay. Cien metros después, más vallas. Un perro duerme delante de ellas. Entre ambas cierran el perímetro de la calle. Y en el centro de Belgrano al 100, los tribunales del verano argentino, el sitio donde se juzgan los crímenes de la vacación nacional. Matan a un fotógrafo en la Pinamar de los noventas: todo al Poder Judicial de Dolores. Matan a un pibe en la Villa Gesell actual, también se juzga acá. Y Dolores, como haciéndose cargo de lo que le toca, se llama como se tiene que llamar.
Hace tres años, entre ocho mataron a uno. Literalmente, lo molieron a patadas. Los ocho, de los que ya todos hemos escuchado hartamente sus nombres en ristra, serán sentenciados mañana por el delito presunto de haber asesinado al uno, que se hace justo volver a nombrar: Fernando Báez Sosa, el hijo de un matrimonio paraguayo al que, mientras le quitaban la vida, le gritaban: negro de mierda.
Pero eso, mañana. Ahora, el pueblo, las veinticinco mil personas que viven en este damero de treinta cuadras de largo por otras treinta de ancho, se guardan del calor y su yugo. Para esta noche, está anunciada una vigilia.
Después de un mes de juicio oral, un mes de testigos, peritos, familiares, litigantes, abogados de la querella, abogados de la defensa, acusados, diciendo cada uno lo que tenía para decir, alcanzaremos el final del crescendo. Después de un mes de móviles encendiendo la mecha de la ofuscación pública, echando nafta sobre el fuego de la indignación popular. Un mes de doctores letrados explicando perspectivas, estrategias, maniobras. Un mes de convulsiones frente al espectáculo de lo real, finalmente, como en las grandes tramas, sabremos cómo termina esto.
Hay, me entero cuando llego al Plaza Hotel, productores de la televisión paraguaya, boliviana, yo mismo estoy acá para contarle el desenlace de este espanto a todo Uruguay. El crimen se volvió una serie dramáticamente cierta que convocó la atención de un país y sus vecinos. Entre la absolución y la perpetua, es ancha la autopista de las posibilidades. Y en este día previo, nadie se anima a pronosticar.
Será terrible.
El Plaza es un hotel de pueblo, vamos a llamarlo austero, pero está frente a la plaza que está frente a la parroquia que está frente a la municipalidad. Para las cinco de la tarde, con Dolores ahí afuera en el primer desperezo, la recepción se llena de camarógrafos, sonidistas, tiracables, microfonistas. Se arreglan entre siete en habitaciones de cinco. Se arreglan entre cinco en habitaciones de tres. La mujer al otro lado del escritorio pide paciencia y, desacostumbrada, ordena llaves con sus llaveros y sus números.
¿Qué es lo que ha colmado las cosas? ¿Por qué le sobran técnicos de televisión a las camas disponibles? Si todos los días matan a un pibe.
Están los hechos y está lo que el cuerpo social que los consume hace con ellos. El crimen de Fernando organizó (tal vez habría que decir que con el crimen de Fernando nos organizamos) un permiso para hacer algo que venimos haciendo fuerte en el devenir diario de las multipantallas: de pronto quedamos habilitados para odiar. La escena de ocho matando a uno produjo un festival de la ira colectiva. Ni el hating ni el hater necesitan razones para que se les llene la boca de espuma, así que imaginen cuando esas razones, además, aparecen.
Salgo a caminar por Dolores. En los postes de luz, en los árboles de la plaza, en las paredes que rodean los tribunales, en las vallas azules, un cartelito breve, pero contundente establece: Justicia es perpetua. Cientos de veces lo dijeron y cientos de veces lo pegaron por ahí. Es lo que se lee pero no es necesariamente lo que se escucha. En el bar Mingo’s, en la confitería La Ley, me robo las conversaciones de las mesas, las orejeo con carpa. “Cárcel común así los violan a estas lacras” es una línea que se repite. Hay menos pedidos de justicia que de venganza.
A la noche, en el Bar Unión, una mesa con todos los periodistas de los diarios argentinos va comenzando su última cena. La mayoría está acá desde el 2 de enero, el día que comenzó el proceso. Son, también, ellos, sus largas presencias, una verificación: quisimos leerlo todo.
El futuro de los rugbistas: ¿a dónde irán?
Inmediatamente después de escuchar sus condenas, los ocho rugbistas regresaron al lugar donde estuvieron estos últimos años, la Alcaidía de Melchor Romero. Sin embargo, ese es un sitio inviable para permanecer. El Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) enfrenta ahora el desafío de alojar a los asesinos de Fernando Báez Sosa sin que eso suponga poner en riesgo la integridad física de ninguno de ellos. El penal de Campana es una posibilidad en evaluación, que ya entrega cercanía con Zárate, la ciudad de sus familias, pero en Campana -como en el resto de las cárceles argentinas- el problema es el hacinamiento. Haber sido tratados con cuidados especiales y separados de la población común, generó un malestar en la población carcelaria. Hay reclusos que ya subieron fotos y mensajes a sus redes preguntándose por qué tanto privilegio para “los rugbi”, como se los ha bautizado en los penales argentinos. En las oficinas del SPB, cuando no están los micrófonos y pueden permitirse la informalidad, se están preguntando: ¿y nosotros ahora dónde los guardamos?
Si hay -como hay- un mercado para la noticia que es capaz de volverla mercancía, mañana a las 13 en punto, cuando los jueces lean el veredicto, esa mercancía alcanzará su valor incendiario de transferencia. Estamos todos acá porque mañana se transmite en vivo el último capítulo de la primera temporada del espanto y del dolor que este crimen fue capaz de componer para las enardecidas audiencias que somos.
Lo que en el comienzo del día fue una motito allá lejos y entre los grillos, ahora son los redoblantes sordos del corso que ocurre en los bordes de Dolores, ahí donde el pueblo se hace campo y la comparsa baila su carnaval. Nos vamos a dormir con ese arrullo. Mañana habrá un país frente a las pantallas esperando un fallo.
Aspiraciones.
Los jóvenes de las clases altas argentinas no veranean en Villa Gesell, pero eso no tiene importancia. Vamos otra vez, están los hechos y está lo que el cuerpo social que los consume hace con ellos. Está el crimen. Y está el imaginario del crimen.
Deporte y clase es un cruce que entrega, en algunos casos, resultados limpios, fáciles de leer. El polo es un deporte de clase. El pato lo es. El caballo argentino fue un utilitario de masas y el turf fue nuestra primera pasión de multitudes durante la primera mitad del siglo XX, hasta la industrialización y los planes quinquenales que lo sacaron del mercado y lo convirtieron, al pingo nacional, en un bien suntuario, en la cima de la pirámide social; o bien en el extremo opuesto, un bicho que tira del carro desgraciado del cartonero, aunque este uso ya casi no se corrobora.
El box es un deporte de clase. En general, el primer rival que los pibes enfrentan en el ring es el hambre.
El caso del rugby es más confuso, menos decretado, como suele ocurrir con las pertenencias culturales de las clases medias, que es donde se expande el mosaico de la diferencia y la diversidad. Podés ser gorra o fumón. LGTB o conservador antiderechos. De izquierda o liberal capitalista. Estar a favor de la legalización de aborto, estar en contra. Y todos estos arquetipos quedan dentro del vasto, inmensurable paisaje de las clases medias. Hay un rugby popular. Hay rugby gay. Hubo un rugby revolucionario (de los 220 deportistas detenidos desaparecidos por la última dictadura cívico militar argentina, 150 son rugbistas. Durante los años del terrorismo de Estado, ningún otro deporte puso los muertos que puso en rugby). Ernesto Guevara de la Serna fue rugbista.
Entonces lo que tenemos es una disciplina deportiva que, desde el prisma de los usos sociales, expresa más un apetito que una coronación. Una aspiración antes que una realidad. Y solo en la cabecita aspiracional de las plateas constituyentes puede enhebrarse la idea de que ocho jóvenes que juegan al rugby en unos clubes de Zárate y veranean en Gesell son chetos, ricos, de familias bien, con cuna, blancos del centro, privilegiados del sistema.
Pero para consumir este relato con la voracidad que lo hicimos, fue necesario que un poco lo fueran, y entonces un poco nos creímos que lo eran. Un grupo de chicos ricos matando entre todos a un solo chico pobre. Por digeribles, porque son un colchón de plumas donde dejarse caer, amamos las reducciones, no importa cuánto se alejen de lo real.
Para consumir este relato necesitábamos un abogado héroe, una Saul Goodman del bien, y entonces tampoco nos costó nada desmantelar el recuerdo del doctor Fernando Burlando llevando adelante la defensa de los asesinos de José Luis Cabezas, en este mismo edificio de la calle Belgrano, solo que hace 25 años atrás. Necesitábamos unos padres humildes y dignísimos a los que les hubieran matado su único hijo y eso no tuvimos que construirlo porque Silvino Báez y Graciela Sosa fueron exactamente eso. Y si alguien no cayó jamás en la rabia de pedir ojo por ojo, diente por diente, fue esa madre, esa mujer.
La única a la que le hubiera cabido la comprensión de pedir venganza fue la que pidió justicia.
En estos últimos tres años, por momentos, los olvidamos. La pandemia y los muertos del covid se llevaron las tapas de los diarios y los zócalos de los noticieros, y de los rugbistas asesinos supimos circunstancialmente. De su celda compartida y sus cuchetas. De sus horitas de recreo en el patio de Melchor Romero, de que compartían entre ocho el mismo celular. De su estricta separación de la población tumbera. Pero ahora, en este mes que pasó, nos volvimos a encontrar con las ocho caritas que las mayorías quisieran ver tras las rejas. Y los encontramos en vivo, en directo, saliendo al aire para la alegría de nuestra rabia.
Primero con los barbijos. Después, a cara lavada. Los escuchamos hablar, por primera vez. A uno de ellos, por primera vez, lo vimos llorar. Y entonces nos entregamos en alma y vida al goce triunfante de los consensos: son ocho miserables, queremos verlos caer. Frente a este veredicto de la calle, los dueños de las noticias solo hicieron dos cosas: o no lo enfrentaron, o soplaron las brasas. Algunos, como Crónica TV, manijeando su propio aquelarre de las emociones, entrevistaron presos para saber cómo pensaban recibirlos.
Respiraciones.
Lunes 6, nueve de la mañana. No puede decirse que el desayuno del Plaza sea memorable. Afuera, el hormigueo gana impulso. Un pie de cámara. Dos pies de cámara. Tres. Cuatro. En una hora y media el ancho de la calle está cruzado por el ojo de los canales de la nación. La chica del ABC de Asunción ensaya sus copetes, cada uno arma su juego. Nadie se mira con nadie pero todos tienen en el rabillo secreto de sus lentes lo que está haciendo el otro canal.
Las vallas azules, de golpe, parecen más firmes, como si hubieran despertado del sueño del domingo porque hoy acá se pica y hay que trabajar.
La chica de TN da las órdenes hacia el interior de su comando. El chico de Crónica TV salió del hotel con la remera de “Justicia por Fernando” en el pecho. El equipo de Telefé noticias, que se sabe el informativo ganador de la pantalla abierta argentina, se mueve solo, en la suya. Para las once de la mañana todos están en posición. Ya pueden ir llegando los protagonistas.
Fernando Burlando se mueve en yunta. La última vez que lo vi fue en un show de Gustavo Cordera. Yo estaba ahí escribiendo la historia de un cancelado, buscándole su sobrevida, cuando en la boletería de Vorterix alguien dijo: “en un rato llega Burlando con invitados”. La chica de los tickets puso cara de qué o de quién. “Burlando, el abogado, vienen con invitados, que pasen todos”, le retrucaron. Y así ocurrió. Ahí estaba el doctor Burlando con su rancho, yendo a ver a Cordera.
Y así hace ahora su aparición en el Hotel Plaza, que no es su hotel. Su hotel, el de su equipo y el de sus defendidos es un exclusivo complejo termal en las afueras de Dolores. Acá, al Plaza, viene para ocupar el fondo del bar y hacer base antes de caminar los 200 metros que tenemos hasta el Palacio de los Tribunales. Nadie puede entrar al sector donde hace la espera. Un cordón policial lo separa de la muchedumbre que se afincó en las calles. Estoy solo, sin cámaras, así que muestro mis llaves que dicen Plaza Hotel y el cordón se abre para el pasajero que soy.
A las doce del mediodía, tras un largo cortinado beige, Fernando Burlando charla con Graciela. Parecen en calma. Los padres de la víctima, unos minutos después, pasan por delante de mí. No llevan el desgarro en la cara y saludan amablemente a quien los abraza. Van hacia lo que tienen que ir, y van tranquilos.
Solo los periodistas acreditados desde el primer día pueden ingresar a la sala del juzgado donde los ocho rugbista, sus defensores, los padres del chico al que mataron, sus abogados, la fiscalía y un puñado de policías respiran el mismo aire.
Una sala de treinta metros por otro tanto de la que van a salir todos juntos, cada uno con un nuevo destino a cuestas, y con lo que les quede por vivir.
En la esquina, al bar La Ley, que se autopercibe confitería, se le llenan las mesas. El Gallego Llorente, de C5N; y Sandra Borghi, de TN, quedan a pocas sillas de distancia. Hacen sus salidas al aire respectivas hasta que los jueces se sientan en la sala y, vemos y escuchamos en el televisor del bar, que van a leer la sentencia.
El volumen de la tele no tiene mucho alcance así que todos piden silencio extremo, y de paso que apaguen ese ventilador porque las aspas nos ensordecen.
Aquí podríamos detener el tiempo. Congelar las cosas, mirar y mirarnos. Vernos frente a una pantalla, a los que estamos en este bar y a los que estamos en el resto de este país, haciendo equilibrio sobre la inminencia del instante. ¿Sabemos lo que queremos escuchar? Sí, lo sabemos. ¿Queremos justicia? Queremos algo más que eso. También lo sabemos. Ya podemos soltar la pausa. Y a ver qué sucede.
La jueza María Claudia Castro, entonces, ordena que por secretaría se dé lectura del veredicto. En las mesitas de La Ley, se grita como un gol lacerante en una final de la atrocidad la cadena perpetua.
Y se lamenta, pero con menos fuerza, como entendiendo que ojo, no está tan mal, que tres de los acusados reciban penas de 15 años.
Dos días más tarde, el abogado Burlando anunciará su candidatura a gobernador de la provincia de Buenos Aires.
Cuando todo terminó y salimos de ahí la encuentro a Victoria De Masi, periodista de elDiarioAR, cuya cobertura fue ordenada y potente desde el primer día. Le pregunto por el aire dentro de la sala, por esa comunión procesal del espacio, cómo se respiró. Le pega seco y fuerte, Vicky, como asegurando una verdad. Y me dice:
-Ahí adentro no había aire para nadie.
Ganó la sed de venganza en las mesas del Bar "La Ley".
Unos segundos después de que escucháramos el veredicto del jurado en Dolores, y del júbilo que supuso comprobar la cadena perpetua para cinco de los ocho acusados, las personas que estaban en el bar La Ley comenzaron a levantar temperatura. “¡Cárcel común!”, fue el grito de un hombre que sirvió para abrir el grifo de la rabia. El murmullo corrió entre las mesas, la gente se sintió habilitada y cada vez se escucharon más voces. Se oyó, también, a una mujer hablar de “el show de Thomsen”, cuando vimos a Máximo Thomsen caer desmayado sobre su banquillo ya no de acusado sino de flamante condenado. Finalmente, con toda claridad, una mujer dejó salir de su boca la línea que puso las cosas en claro, la que desnudó lo que de verdad sentían y deseaban las personas del bar: “Los esperan con la tanguitaaa”, dijo, casi que lo cantó. El apetito de venganza, y no de justicia, mostró entonces su rostro con toda claridad. Detrás de esta mujer, hubo otra que, buscando la rúbrica de un sentimiento compartido, como poniéndole el sello oficial a la sed de ajuste, desquite y vendetta, gritó: “les mando vaselina”.