Por Mariángel Solomita
El sol radiante de la mañana llena de esplendor los paisajes de Aguas Dulces, pero Marta Baladón desconfía de esa buena señal; sale de la casa en la que vivió toda su vida, se adentra en un pasaje que conduce hacia el agua y a cada paso que da repite, “por favor que haya playa, por favor que haya playa”. La prensa montevideana viene en camino y a ella, hija de este mar rebelde, el resultado del encuentro le da cierto temor. “Los periodistas a nosotros siempre nos tratan mal. Vienen cuando hay destrozos, no para decir lo lindo”, había advertido anteriormente, cuando aceptó reunir a un grupo de vecinos y turistas asiduos para contar la encrucijada que afecta a los pobladores del balneario.
A primera vista, este rincón de Rocha parece recién pulido para recibir el verano. Pequeños jardines coloridos decoran los entornos de las casas más modernas y más antiguas, que susurran al visitante que aquí hay historia. La calle principal, apodada “Gorlerito”, tiene de todo: distintas propuestas gastronómicas, maquinitas, jugueterías, inmobiliarias, un centro de artesanías. Pequeño y tranquilo, el corazón del balneario se ramifica hacia el agua a través de pasillos. A primera vista, este pedazo de océano encimado a las viviendas parece una postal paradisíaca, pero la sensación se transforma si se afina la mirada y se observan los rastros que los pobladores dejan para contener su avance. Muros, piedras, escaleras, muellecitos: barricadas improvisadas para frenar —tal vez— lo inevitable.
El asunto es que el mar no cede. Cuatro décadas atrás, Marta bajaba a la playa de la mano de su padre a ver las crecientes como quien asiste a un espectáculo pacífico. Pero ahora, que las crecientes son más repetidas, el agua encrudecida come arena, traga casas y pide más. A lo largo del tiempo, Marta lo vio devorar cuatro filas de ranchos. Su madre, siete. Lo recuerda así:
—Si tú me preguntas, ¿cómo ibas Marta a la playa en tu niñez? Había siete hileras de ranchos, íbamos por el caminito saludando y después pasábamos un médano, que nos quemaba los pies con la arena reseca, para llegar a la playa.
Cuatro décadas atrás, esta costa tenía 93 veces más arena, explica el biólogo Luis Orlando, doctorado en ecología de playas urbanas. Pero el impacto de la urbanización, de la forestación y el cambio climático alteró el comportamiento del mar. La playa era tan amplia que se corría rally, se andaba en moto, se hacían carreras de caballos, se jugaba al fútbol y al vóleibol. Ya no. Ahora, cuando sube la marea, las casillas de los guardavidas quedan suspendidas sobre el agua. Quienes tienen una casa frente al mar contratan camiones que transportan seis piedras como rocas por un valor de 18.000 pesos. Las apilan a lo loco, porque técnicamente está prohibido. Y cruzan los dedos para que resistan.
En invierno, los días de tormenta el agua sube hasta el centro del balneario. Los teléfonos de Marta y de su hermana Cecilia empiezan a sonar con llamadas desde Montevideo, Maldonado, San José…turistas de todos lados les preguntan cómo están las casas. Si el panorama está bravo, las hermanas no lo piensan dos veces y aunque no saben nadar le hacen frente a las olas, abren las puertas de las viviendas y empiezan a salvar las pertenencias de sus amigos.
Se convirtió en un ser insaciable, el mar.
—Amo este lugar, cada casa que se lleva es parte de mí, por eso quiero que se arregle esa zona que me dio la oportunidad de vivir acá, que es mi identidad —dice Cecilia.
Sin embargo, los pobladores y vecinos de Aguas Dulces lidian con la voracidad del mar como si fuera un secreto a voces. Tienen un problema, lo saben; deben comunicarlo para exigir soluciones a las autoridades, pero temen que “la manija” ahuyente a los turistas, sumerja los negocios y les ponga a sus 600 habitantes permanentes una fecha de caducidad. Por eso, en el albor de una nueva temporada, en la que esperan unos 10.000 visitantes, se esfuerzan por extender la movida hacia los márgenes más amplios de la playa y le piden una tregua al mar, que por favor les conceda algún metro más de su añorada arena.
El nacimiento.
La vida en Aguas Dulces empezó sobre la playa, en la falda del mar. Las arenas eran parte de un terreno de 14.000 hectáreas que, en tiempos coloniales, la Corona Española entregó a Manuel Álvarez de Olivera. La estrategia era poblar la frontera como una forma de defensa contra las invasiones portuguesas e inglesas. Manuel legó su patrimonio a sus hijos, entre los que se destacó Leonardo Olivera, un héroe de la revolución que recuperó no una sino dos veces la Fortaleza de Santa Teresa y fue nombrado comandante de la frontera.
Después, la mayor parte del bien pasó a manos de su hermano Isidoro y su esposa Serafina. Esa rama de la familia desarrolló distintos negocios ganaderos y agrícolas en la zona que sus herederos mantienen hasta el día de hoy, pero ninguno explotó nunca las 1.525 hectáreas que solían ser arenas y de las cuales actualmente le reclaman al Estado que les devuelva 900 que piensan venderles a unos jeques árabes. El juicio comenzó cinco años atrás con más de 1.000 demandantes: esta historia viene después.
La leyenda dice que los primeros pobladores de Aguas Dulces eran enfermos de tuberculosis que buscaban curarse con aire marino. A fines del siglo XIX, Serafina les permitía montar en la playa un rancho de paja que luego, cuando el paciente fallecía o se recuperaba, se prendía fuego. Pero muerta Serafina los ranchos se multiplicaron y, aunque sus hijos intentaron detener las ocupaciones, no pudieron. En su mayoría eran habitantes de Castillos que iban allí a pasar el verano. Pronto un pueblo de paja erigió sobre las dunas.
—Hoy para tener una casa en la playa necesitás unos cuantos dólares, pero antes ibas con cuatro palos decías este es mi terreno y ahí levantabas tu rancho —resume el alcalde Juan Manuel Olivera, que también es parte del grupo de herederos en juicio.
Antes de que forestaran la zona, cuando todo era arena, a Aguas Dulces se entraba a pie o en un carro conducido por bueyes que atravesaba los médanos. Los veraneantes llegaban al rancho con todas sus pertenencias, incluidos los animales. Se preparaban para vivir allí durante un mes. Ponían a las gallinas debajo de los pilotes.
Nativas de esta playa, las hermanas Baladón —Marta, explosiva; Cecilia, pura calma— son algo así como la sal del balneario. Primero tuvieron un negocio de venta de pollos y luego, ocho años atrás, lo convirtieron en un coqueto café que heredó el nombre de El Gallinero. La vajilla, las sillas, las mesas, la decoración, las cafeteras son regalos que los visitantes de Aguas Dulces les llevan: cada uno deja una muestra de afecto en este cálido hogar en el que permanentemente se juntan vecinos. Ahora más, porque la pandemia y la imposibilidad de viajar trajo a viejos conocidos al balneario. El verano es, más que nunca, tiempo de reencuentro.
Reunidos en El Gallinero, un grupo de vecinos tienen dos, tres, cuatro conversaciones que se muerden entre sí, como siempre pasa cuando la nostalgia se pone sobre la mesa. Eduardo Torres y su esposa Olga Spontón pisan los 80 años, esta playa ha sido su segunda casa desde que eran niños. Eduardo tenía apenas cuatro años cuando su padre abrió el primer bar, La terraza. Sin electricidad, los bailes se organizaban en torno a una vitrola a la que él le deba cuerda. Lo paraban sobre un banco, para que llegara a la altura.
—Había timba y se jugaba a la lotería. Los fines de semana era como una feria, venían las personas con cosas de campaña, un músico tocaba el acordeón y se hacían carreras de caballo en la playa —recuerda.
Después el bar se convirtió en un alojamiento y así se mantuvo unos años hasta que en la década de 1960 el mar se lo tragó. Más tarde, en el mismo sitio se levantó un nuevo boliche (La boca del lobo) y posteriormente otro, que en homenaje se bautizó La terraza y fue el punto icónico del balneario, el más importante de los nueve boliches de los que hoy no queda ninguno. Predestinado al mismo destino que su antecesor, una creciente lo dejó maltrecho y, a pesar de la resistencia que opusieron los pobladores, el gobierno del frenteamplista Aníbal Pereyra, decidió tirarlo.
Hacía allí vamos.
Quedó una explanada vacía desde la que los pobladores van midiendo el crecimiento del mar. “Es un sentimiento que tenemos acá”, dice Cecilia, con amargura.
La época dorada.
El álbum de fotos indica: 1992. Ariel Mosteiro usaba bigote, tenía rulos y, a falta de agua corriente en el rancho, se bañaba dentro de una palangana. Su pareja, Teresa Crosa, cuenta que llegaron por primera vez en 1989, desde Maldonado, y que fue un flechazo: “Yo me enamoré porque bajamos a la playa y era un pueblo de paja, en una costa enorme y larga, de mucha arena, y había como una bruma que envolvía todo: era una playa salvaje”.
De acuerdo al relato de estos vecinos, hacia 1970 el Estado puso los pies en el balneario. Primero dividió el poblado en cuatro zonas y luego les puso numeración a los ranchos. En 1980, la intendencia empezó a vender propiedades, aunque según Olga Olivera, la heredera que encabeza el juicio, nunca concretó una expropiación y no poseía, ni posee, los títulos. Como sea, la regularización no se completó, al igual que en otros balnearios.
Por esa época empezaron a llegar los primeros veraneantes extranjeros. Con el desarrollo del turismo, el balneario mejoró sus servicios. Empezó a crecer, pero siempre manteniendo “un espíritu familiar”.
—Si tú me preguntas Marta, ¿cuántos chiquilines eran en sexto de escuela?, éramos cinco, ahora hay 50 niños. Se ha ido poblando más. Si tú me dices Marta, ¿con quién jugabas a los 8 años?, con los niños de Montevideo, de Maldonado, de San José. Y la amistad siguió: de por vida. Si me preguntas Marta, ¿tu primer año en el liceo como era?, mi padre no tenía para pagarnos el boleto, nos teníamos que coser los championes porque se nos salían los dedos para afuera, nos vestían los turistas, lo hacen hasta ahora. He ido a casamientos que es como estar en los de la revista Caras, y son de aquellos niños de la infancia, porque la gente de los ‘80 nunca hizo diferencia con nosotros, era todo muy integrado.
El momento de gloria de Aguas Dulces fue protagonizado por los argentinos, “que consumían sin fijarse en los precios”, cuenta Fabiana Machado, tercera generación al frente del restaurante Doña Tota. Y así brilló el balneario hasta pasado 2010. Después se mantuvo sobre todo a base del turismo interno, posicionándose como un balneario económico con tranquilidad para toda la familia.
Hasta ese momento, el problema del mar estaba en segundo plano. Fue en 2016, cuando la embestida de una creciente feroz derrumbó 49 casas, que el escenario empezó a cambiar y los pobladores comenzaron a enredarse en una contradicción.
Tras el desastre, a punto de comenzar la temporada, la intendencia había colocado carteles que decían “zona de riesgo”. Los pobladores y comerciantes, asustados por el impacto turístico, los quitaron. Aquella temporada fue estupenda, pero desde entonces, cada vez más seguido, entre las consultas de los veraneantes antes de reservar alojamiento se repite la misma pregunta: ¿hay playa?
El juicio inesperado.
El municipio de Castillos —que incluye a Aguas Dulces— se distingue del resto de las casas por su encendida fachada celeste. Adentro, el despacho del alcalde Olivera se impone con una advertencia; en la puerta se lee: “La gente inteligente habla de ideas, la gente común habla de cosas, la gente mediocre habla de gente”. En su escritorio, guarda otro alegato a la paciencia: “Si los comentarios vienen de gente que no es un ejemplo a seguir, no cuentan”. Olivera lee en voz alta y sonríe; él no es político, justifica, estaba por jubilarse y “cayó de rebote” en el cargo y a veces, cuando la exigencia del trabajo lo abruma, recurre a estos mensajes.
En Aguas Dulces a Olivera lo consideran una especie de salvador cuya fama trasciende su pertenencia política (Partido Nacional). El alcalde, por ejemplo, no comparte la posición de “derrumbar” las casas sobre la playa a no ser que representen un peligro. Y, aunque no debería, permite que los vecinos coloquen sus “defensas” contra el mar, porque si no, ¿qué otra opción tendrían?
“Una cosa es el discurso político y otra es el sentido común cuando hemos tenido 30 años de desidia. Este es un tema que casi a ningún gobierno le gusta, porque combatir la erosión costera es caro, pero no tenemos mucho tiempo. Les dijimos a las autoridades que hay que trabajar en serio y más cuando existen dineros internacionales disponibles, para eso hay que involucrar a este gobierno y al próximo”, dice.
Hace dos meses, recién, que la situación límite de Aguas Dulces está realmente sobre la mesa de la intendencia, cuenta Olivera. Y aunque hay una idea de proyecto en camino, el asunto del juicio podría llegar a representar un freno. “Eso está trancando el desarrollo de Aguas Dulces y de Valizas, porque si quisieras vender tu casa, la obligación es indicar que hay un juicio y que ni la intendencia, ni el municipio, ni la junta departamental se hacen responsables”, plantea. No se entregan títulos, aseguran los vecinos.
En el balneario, de hecho, varias propiedades están a la venta. Algunos dicen que sus dueños se están anticipando al resultado del juicio y otros al avance del agua.
Según el intendente de Rocha, Alejo Umpiérrez, cuando se realizaban las herencias, a esa fracción de campo que eran arenas se les ponía el rótulo de arenas inservibles, “entonces no se las repartía nadie y quedaba en una espacie de condominio sin explotar y ahí empezó lenta y paulatinamente la población”. Olga Olivera, la voz cantante del proceso judicial, no coincide pero asegura que está comprometida a que sean cedidas las 350 hectáreas que constituyen los poblados de Valizas y Aguas Dulces, donde ella tiene dos casas.
El interés de los herederos son 900 hectáreas ubicadas en el medio, que estarían en mayor medida vacías, y que según dice han sido pasadas de mano en mano entre la Intendencia de Rocha, el Ministerio de Defensa y el Instituto de Colonización, que habría vendido chacras en miles de dólares.
Esa franja costera, habría sido tasada por el empresario argentino Eduardo Constantini en 300 millones de dólares pero los herederos piden 60 “para venderlo rápido”. Los árabes interesados ya enviaron delegados que, en 2019, sobrevolaron la zona.
La heredera que representa al grupo está convencida de que el juicio, con más de 1.000 involucrados en las sucesiones, le costó la intendencia al Frente, que desoyó su reclamo. Y ahora, advierte que podría repetirse la historia con el Partido Nacional, por eso mientras avanza el juicio, insiste llamando al presidente Luis Lacalle Pou en busca de “una voluntad política que acelere el asunto”. Tal y como ella lo ve, todos saldrían ganando con un resultado favorable, porque ese espacio no está siendo aprovechado para ampliar el turismo.
Plan de rescate.
El problema del juicio va en paralelo pero, a su vez, complejiza la situación del ordenamiento territorial de Aguas Dulces y por eso, en parte, aleja la posibilidad de que allí se realice un proyecto como el que “salvó” la playa de Costa Azul, que estaba en una situación extrema.
Rodrigo García, director de Ambiente y Cambio Climático del Gobierno de Rocha, describe que en esa costa ahora hay unos médanos nuevos, “que son las piedras tapadas, enterradas en el sustrato de las playas, pero lo importante está abajo, es un tipo de piedras especifico colocado de una manera en particular en forma de talud con un ángulo determinado a la pendiente de la playa, a la distancia de la marea alta. Esto hace que el océano disperse su energía y no la refracte como estaba pasando al tirar piedras sobre la playa, eso aumentaba la erosión”, explica.
Cómo se llega a la erosión costera y a una nueva playa
“Una playa no es solo lo que vemos”, explica el biólogo Luis Orlando, doctorado en ecología de playas urbanas. “Una playa son distintos compartimentos conectados por donde pasa la arena; uno de esos compartimentos es la playa, otro está en las dunas y otro abajo del agua. Al nosotros ir actuando sobre cualquiera de esos compartimentos, lo que hacemos es alterar el flujo de la arena, así se corta el flujo, se pierde arena y cada vez se erosiona más la costa”, dice el experto. La forestación es un factor clave en la situación de Aguas Dulces pero también la urbanización sobre la playa y el efecto del cambio climático. “El mar va erosionando la costa, y lo que va a hacer eventualmente es generar una nueva playa mucho más arriba”, dice.
La obra en Costa Azul tuvo un costo de 800.000 dólares que pagó la comuna pero después les trasladó a los propietarios, financiado en 30 años en la contribución inmobiliaria. “Este caso es distinto porque está hecho para la defensa de una franja de fraccionamiento legal, o sea no es ocupación clandestina de gente que ocupa un espacio público. Estos son predios privados de fraccionamiento, adquiridos con titulación correspondiente, mientras que en Aguas Dulces, los vecinos no pagan contribución inmobiliaria ahí, pagan un tributo de edificación inapropiada que es una forma indirecta de tratar de recaudar algo de aquellos que están ocupando la franja pública costera”, matiza Umpiérrez.
Replicar una obra del estilo en Aguas Dulces, con un arco de playa mucho más amplio, implicaría un costo de unos 5 o 6 millones de dólares que la intendencia “no puede pagar de su bolsillo”. Descarta una negociación entre el gobierno y los particulares, sin embargo hay un plan b. El jerarca adelanta que la idea es incluir al balneario en el marco de un programa que desembarcaría a través de Naciones Unidas, con un préstamo de 50 millones de dólares, para toda la franja costera nacional, desde Colonia hasta el Chuy. “Pero es un tema lento, por la burocracia internacional. No es en un horizonte de corto plazo, ojalá dentro de cinco años podamos tener las cartas arriba de la mesa”, dice.
Geólogo lo advirtió 30 años atrás
El alcalde de Aguas Dulces, Juan Manuel Olivera, cuenta que 30 años atrás, cuando empezaron las primeras crecidas y los vecinos sospecharon que aquello no era lo normal, llevaron a un técnico. Por entonces él era edil departamental. El geólogo Danilo Antón estudió el lugar, se paró donde estaba el boliche La terraza y desde esa punta les dijo que si no actuaban rápido, el mar se les vendría arriba, pero no lo tomaron en serio, “pensábamos que exageraba”.
El proyecto se estaría desarrollando con el Ministerio de Ambiente, pero aunque se intentó confirmar esta información y precisar qué medidas específicas se aplicarían en la zona dentro del Plan Nacional de Adaptación al Cambio y la Variabilidad Climática para la Zona Costera, El País no obtuvo respuesta.
García, desde la comuna, desliza que Aguas Dulces no está solo. Se conversa con una agencia ambiental portuguesa experta en erosión costera y que ha rescatado varias playas de Europa, como la de Mónaco. “Tenemos que adelantarnos a minimizar lo que el cambio climático está provocando, porque esto tiene que ver con la subida del nivel del mar y con la intensidad y cantidad de tormentas ciclónicas por año. El sistema no resiste como antes, es como un muro que se va debilitando. Queremos tomar la iniciativa de hacer una obra que recupere estas playas porque, si no, nos vamos a pasar juntando escombros durante los próximos 50 años”.
De vuelta en El Gallinero, las hermanas Baladón no quieren pensar en ese futuro. Antes de la despedida, llega otro vecino, Pierino Calandrelli. Este año, el mar se llevó dos casas frente a la suya, dejando 22 metros de costa rasa. El paisaje al que estaba habituado ya no existe. Desapareció una playa, en la que crecieron jugando sus hijas. Con la voz hecha un hilo, habla del mar como si fuera un viejo amigo que lo traiciona.
—No sé qué es lo que le pasa. Nos va empujando para el fondo. Es como si hubiera crecido y no piensa ceder, ya no nos quiere abandonar.