UNIDAD N° 1
El boxeo cambió el día a día de un grupo de reclusos de la unidad N°1. La organización que los impulsa busca cooperar en la rehabilitación y desestigmatizar el deporte.
Para llegar al ring hay que atravesar un puesto policial, un control de identidad, una barrera y un escáner. Al entrar al predio, la estructura se impone: los bloques de hormigón pintados de celeste y rosa pálidos dicen lo mismo que el pasto corto y los canteros cuidados: cada milímetro parece calculado. En el camino, un operador penitenciario hace de guía: allá están los estafadores —señala un pabellón— y, del otro lado, el resto de las personas privadas de libertad que a esta hora de la mañana no se ven. “En las cárceles a veces ingresan celulares. Los que están presos por estafa, por obvias razones, no pueden tener contacto con uno”, explica. Pasamos la cancha de voleibol y la de fútbol. Están desiertas. A lo lejos se ve la de fútbol 11 y la de rugby. A la vera del camino de cemento, un hombre de gorra bordó arregla unas plantas.
Estamos en la unidad N°1 de la cárcel Punta de Rieles, primer proyecto uruguayo construido bajo la modalidad de Participación Público Privada (PPP), inaugurada oficialmente en 2019 bajo el emblema de “cárcel modelo” por el exministro de Interior Eduardo Bonomi. Es contigua a la unidad N°6, que también ha sido presentada como “cárcel modelo” a nivel internacional, pero por razones opuestas: su régimen es abierto y los reclusos gestionan diversos emprendimientos. Más que una cárcel, la unidad N°6 se parece a una microciudad.
Pero acá, de este lado, la vida es distinta. Y una velada de boxeo en plena mañana quiebra, por un día, la estructura.
Entramos al salón de visitas. El ring está en el medio. De un lado hay sillas para los familiares; enfrente están los que hoy van a pelear y, a un costado, varios espectadores que vienen de la unidad N°6. Todos los reclusos llevan el mismo uniforme: short o pantalón bordó, remera bordó, buzo bordó, gorra bordó. Los que no, son los boxeadores del centro juvenil y deportivo Quebracho, la organización que lleva adelante esta iniciativa en la cárcel.
En una esquina hay dos bolsas de boxeo que nunca están quietas. Hasta que empiezan las peleas, los boxeadores van uno por uno a calentar. En una pared lateral, detrás de una reja, funciona un kiosco. Ofrece lo mismo que cualquier kiosco. Detrás de la reja hay un hombre de bordó que trabaja ocho horas, cobra el sueldo mínimo y tiene aguinaldo. De la misma forma, Etarey —la empresa que se encarga de administrar la limpieza, alimentación, lavandería y mantenimiento de la infraestructura de la unidad— contrata reclusos en otras áreas que trabajan y reciben su remuneración como si estuviesen afuera, solo que, por ahora, no disponen del sueldo de forma directa.
Inquietos, varios presos esperan a sus familiares, pero las sillas van a sobrar: son las 11 de la mañana de un miércoles, a 40 minutos del centro de Montevideo. La mayoría trabaja. Sí pudieron venir una esposa y un hijo, una madre y un padre, una abuela, una madre y una hermana. Esta visita es distinta: con una banda de música al fondo, una mesa de comida en la otra punta y el entusiasmo permanente de los reclusos, se siente como si alguien cumpliera cumpleaños.
Programas.
Hace tres años el Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) autorizó al centro Quebracho a impartir clases de boxeo en esta unidad. Quebracho fue inaugurado en Colonia Nicolich en mayo de 2015, con un objetivo claro: promover la educación y el trabajo mediante el boxeo. Trabajan con adolescentes de 12 a 18 años de familias de bajos recursos y, desde hace tres años, con personas privadas de libertad.
Cuando llega al salón, Andrés Supervielle, uno de sus fundadores, es recibido por los 50 reclusos que participan de la velada. Viene acompañado de voluntarios del centro, que también llegan a la unidad a entrenar con los presos. Hoy son los rivales.
Lo que llevó a Supervielle, abogado de profesión, a fundar Quebracho, “no viene de un estudio, no tiene una fundamentación técnica”, dice a El País. Él lo vivió: “Hace años empecé a entrenar boxeo en un barrio de contexto crítico. Vi operar el boxeo ahí, vi la disciplina, el llegar en hora, respetar normas en chicos que de repente en sus casas no tenían referentes positivos”, cuenta. Y después agrega: “En el gimnasio al que iba tenían esos lineamientos, esos valores. A partir de ahí, se generaba un cambio positivo en la persona. Me tocó verlo y vivirlo”. Francisco Méndez, el otro fundador, tuvo una experiencia similar. Se conocían, se juntaron y fundaron Quebracho.
Con el tiempo se diversificaron. Además de entrenadores profesionales, el centro se dotó de psicólogos y profesores que brindan apoyo liceal.
En Punta de Rieles el esquema es el mismo que afuera. Primero, empezar con el boxeo; después, tratar de “conocer más” a los alumnos. “No se trata solo de pasar un buen momento. La intención es conocerlos, ver si tienen voluntad de salir adelante para generar oportunidades para quienes las necesitan”, dice Supervielle. En ese sentido, buscan conectar empresas con reclusos que estén por egresar.
Este tipo de actividad dentro de una cárcel está enmarcada en los programas de trato del INR. En todas las unidades del país existen los programas de educación y cultura, el programa laboral y el programa de deporte y recreación. Dentro de los programas de trato existen otros más específicos, que son los de atención a personas migrantes y extranjeras, atención a personas con discapacidad y atención a mujeres que viven con sus hijos en privación de libertad. “Cada uno de esos programas tiene un coordinador nacional que lo lleva adelante y coordina con diferentes instituciones relacionadas con la temática en el territorio dentro de las unidades”, explica Lourdes Salinas, subdirectora técnica nacional del INR.
Por otro lado están los programas de tratamiento. Estos están más relacionados “al cambio de conducta de la persona”, dice Salinas. Engloba la salud, el tratamiento de adicciones, talleres que trabajan la resolución de conflictos, las habilidades sociales, el control de la agresión sexual. “Son más específicos y son de tipo cognitivo-conductual”, explica.
“El INR no cuenta con recursos como para pagar docentes o instituciones”, dice. La educación en cárceles, por ejemplo, es brindada por la educación pública: participan la ANEP y la Universidad de la República. En este contexto, el INR “sale” a la comunidad a pedir apoyo, y también reciben organizaciones e instituciones que se ofrecen a intervenir de forma voluntaria. “Este tipo de organizaciones son las que brindan los diferentes talleres y las diferentes intervenciones que hay, apoyando y fortaleciendo la intervención que nosotros ya estamos haciendo en las unidades”, dice Salinas.
Por otro lado, el INR mantiene convenios. Tiene uno con Inefop, por ejemplo, que paga las horas docentes para que se desarrollen talleres de capacitación en las unidades. Este mes se firmó uno con la Escuela de Capacitación ECA del Centro de Estudios Técnicos del Programa de Vivienda Sindical para desarrollar cursos de carpintería de aluminio. Los convenios se tratan de “tener un ida y vuelta con la comunidad”, dice la jerarca, de “reponer” el daño hecho por los privados de libertad. Por ejemplo, la unidad N°10, Juan Soler, mantiene un convenio con la intendencia de San José, que les da semillas para la chacra. Un porcentaje de lo que siembran va para comedores de la ciudad.
Pero con las organizaciones chicas, como Quebracho, no se realiza este tipo de convenios. “Lo que presentan las organizaciones es lo que nosotros llamamos una ‘pauta de presentación de proyecto’”, explica Salinas. El proceso es así: “Puede pasar que haya un grupo, una organización chica, que quiere enseñar danza en alguna unidad. Esa organización presenta una pauta de proyecto que pasa por la Subdirección Nacional Técnica, nosotros damos el visto bueno y autorizamos a que ingrese a desarrollar esa actividad”, dice. Siempre y cuando tenga “ciertos requisitos o ciertos parámetros acordes con los lineamientos de la intervención técnica o de la Subdirección Nacional Técnica”, agrega.
En todo el país hay 110 instituciones y organizaciones que ingresan a las unidades. Van desde iglesias católicas y evangelistas hasta el Mides, las intendencias o los sindicatos.
¿Violencia?
La pregunta que muchos se hacen es: ¿por qué boxeo? ¿Por qué boxeo en las cárceles?
Responde José Flores, uno de los boxeadores privados de libertad:
—Cuando te subís al ring no existe el odio, la bronca. Solo existe el orgullo de ser buena persona y ser bueno con el otro, como el otro lo es contigo. No se trata de pelear. El boxeo es autocontrol: saber que a veces no podés usar todo lo que tenés contra otra persona. Tenés que medirte. Se trata de controlar las emociones.
José entrenaba afuera. Empezó de chico, “en la calle”, y terminó en el club de boxeo Continental. Dice que le gusta desde que nació; como a otros les gusta el fútbol, a él le gusta el boxeo. Tener clases adentro es como un faro.
—Quebracho llega un lunes. El domingo ya estás con ansias, esperando que llegue la hora. Cuando llega, abrazás al psicólogo y al entrenador y te sentís protegido. Libre. Termina y estás deseando que empiece de vuelta.
Franco Casella, psicólogo, es consciente del “estigma” del boxeo asociado a la violencia. Pero niega que sea un deporte violento. “El boxeo ayuda a inhibir los impulsos agresivos de una manera estructurada, con una normativa clara que regula de forma precisa la manifestación de la conducta violenta”, explica el profesional. “La persona que hace boxeo acá, cuando tiene un impulso agresivo —que son impulsos que tenemos todas las personas—, en vez de descargarlo con un familiar o con un compañero de módulo, lo hace a través del deporte. De alguna manera inhibe esa respuesta agresiva”, sostiene.
Logan Iglesias, operador penitenciario a cargo del área de boxeo, reconoce que se enseña una técnica para pelear. “Pero no es solo eso”, dice. “Se trabaja la conducta y el comportamiento, el pensar antes de actuar. Se enseña a controlar la frustración y la ira”, agrega. Además, en el espacio “no solo se enseña la actividad”, sino que hay instancias de diálogo en las que se intercambian problemáticas que los reclusos experimentan en el módulo, comenta Iglesias.
Para dar comienzo a la velada, Mariana, la profesora de música, presenta a la banda: hay unos 10 músicos en escena que tocan trompeta, guitarras, bajo, batería, tamboriles y órgano, además de tres cantantes y una suerte de director de orquesta. Mariana es una cazatalentos: para impartir el taller de música, recorre la unidad buscando músicos o cantantes o aspirantes a una de las dos.
Suenan los primeros acordes, el público se arrima y el cantante se mueve en el escenario como si tuviera años en esto. Puede ser su carisma o puede ser que efectivamente tenga años en esto. Muchos de los reclusos estudiaron música o saben tocar instrumentos. La canción, una plena, sale perfecta.
Desde las sillas donde se ubica la visita, la abuela de Maikel Rivas aplaude con una bandeja de masitas en la falda.
—A mí me da una cosa verlo pelear. Ya peleaba afuera, pero igual, me sigue poniendo nerviosa.
Maikel también peleaba desde antes de entrar. Tiene 28 años, empezó a los 17. Igual que José, su escuela fue la calle y después se profesionalizó. Orgullosa, mientras lo ve calentar antes de subir al ring, la abuela cuenta que su nieto peleó en otros países.
Empiezan los combates: uno a uno pelean los de Quebracho por un lado y los del penal por otro. Más que una competencia es una muestra del camino recorrido. No hay ganadores.
Uno de los reclusos se frustra porque el otro le sacó una clara ventaja en el primer round. Da un golpe al piso con fuerza y balbucea algo que no se entiende. Desde abajo, el equipo lo alienta. La pelea termina y los rivales se saludan.
—El boxeo no es pelear —dice Maikel. Es compañerismo, es perfeccionar los errores. Nosotros no peleamos acá adentro. Llevamos esta conducta al módulo para que vean que el boxeo no es así, no es pelea. El boxeo es disciplina: la conducta que tenemos acá hay que tenerla siempre.
En el parlante se escucha su nombre. Le toca subir. Como antes de cada pelea, la banda entona los primeros acordes de la emblemática canción de Rocky, “Gonna Fly Now”. Maikel corre al ring, sube y hace lo suyo. Es uno de los enfrentamientos más ovacionados. Maikel conoce al árbitro, se enfrentó a él en un ring antes de entrar a la cárcel. “Y ahora se encuentran de nuevo, pero él acá adentro”, se lamenta la abuela. Lo alienta, protesta y festeja. Termina la pelea y Maikel vuelve a ella.
—Me sentí como la primera vez —cuenta él después de un rato. Tenía muchos nervios por subir a un ring de vuelta.
Maikel habla rápido, sonríe y los ojos le quedan chiquitos. Los nervios no se le fueron del todo.
—¿Por qué empezaste a boxear?
—Me gustaban las películas de Rocky. Miraba y me daba ganas de hacer. Siempre quise hacer boxeo.
Anuncian la próxima pelea y de fondo suena, otra vez, la canción.
—Cuando salga voy a ser entrenador. Voy a entrenar boxeo y poner un gimnasio. La vida no es para estar acá. Es para estar en la calle, bien tranquilo. No estar encerrado. Pero de los errores se aprende, dijera uno.
Ninguno cuenta su “error”. Por hoy, el error no importa.