SU EXPERIENCIA CON EL VIRUS
Carlos Enciso estuvo cerca de morir: fueron cuatro días de angustia e incertidumbre, intubado en Buenos Aires. En esta charla íntima, cuenta que lo ayudó su formación jesuita.
El jueves 4 de febrero Carlos Enciso sintió una leve tos. Podía tratarse de algo totalmente lógico para alguien que fumó cigarrillos comunes entre los 20 y los 30 años, y que desde entonces se pasó a los habanos, a razón de unos seis o siete por semana. Hoy tiene 53.
Instalado en la residencia de Buenos Aires desde el 3 de julio de 2020, cuando presentó sus credenciales diplomáticas y asumió sus funciones, el viernes 5 el embajador uruguayo en Argentina siguió adelante con su agenda: un nuevo puente bilateral que lo llevaría a la provincia de Corrientes; los 200 años de la muerte de Martín Miguel de Güemes, que lo llevaría a la de Salta. Pero la tos no cedía y el sábado, en un encuentro con José Luis Curbelo, su cónsul general, prefirió saludar con el codo, dejarse el barbijo puesto y mantener la distancia. Por las dudas.
Ya entrada la tarde del domingo, a la tos se le sumó la fiebre: 37,5. No era gran cosa, pero dos síntomas asustan más que uno así que el lunes temprano se hizo hisopar.
Están los que entran en pánico al primer estornudo, los que se dejan correr por la circunstancia de la época; y están los que desestiman la suerte de una enfermedad porque tienen la cabeza tomada por asuntos mayores, de otra gravedad, asuntos de la política y de los países y de la historia, y una tos y una febrícula solo vienen a romperles la paciencia. Enciso esperó el resultado con toda calma y se tomó un paracetamol.
—¿Qué escozor te corrió por la espalda cuando te dijeron que tenías COVID-19?
—Ninguno. Nunca pensé que me podía morir.
Ese mismo lunes le entregaron los resultados y le hicieron una tomografía. Las cosas tomaron otro vértigo cuando se supo el diagnóstico: neumonía. Esa noche quedó internado en el instituto Mater Dei.
Cinco días después, Carlos “Pájaro” Enciso, dos veces intendente de Florida y cuadro duro del Partido Nacional, el sujeto político al que el presidente Luis Lacalle Pou encargó las relaciones con la Argentina, estaba inconsciente, intubado, sin posibilidad de respirar por sus propios medios y con una crisis renal que le impedía filtrar toxinas.
Soy argentino y, preparando esta entrevista, leí que Enciso era un caudillo del interior blanco uruguayo. El lenguaje tiene sus grumos y caudillo me sonó como una voz a contraépoca, una rémora. Imaginé, por reflejo, un hombre arriba de un caballo con grandes patillas y al que le cuelga un sable curvo.
Después me pregunté: ¿de qué se trata ser un caudillo en el siglo XXI? ¿Y cómo enfrenta, en el siglo XXI, su posible muerte?
—¿Tuviste miedo?
—-A ver… cuando no podés respirar, la cabeza se te llena de preguntas.
El abuelo Enciso, un productor agropecuario de Florida con simpatía por el Partido Colorado, casado con una mujer del Partido Nacional que le fue blanquizando la prole, esperaba que su hijo recibiera el legado y siguiera adelante con el campo y las vaquitas.
Pero Walter Enciso, padre de Carlos, rompió el modelo familiar y se fue a Montevideo, donde entró a trabajar en el Correo. El contrapunto entre padre e hijo replicó hacia adentro de la familia las tensiones entre campo y ciudad, interior y capital, centro y periferias, pampa y urbe con puerto. Y sobre ese justo cruce se crio el niño Carlos.
En 1973, su padre fue enviado a Buenos Aires a una capacitación. Fue un buen año para la familia postal. Carlos, hijo único, cada quince días se tomaba con su madre el Vapor de la Carrera y se venían a visitarlo. Sé perfectamente de qué se trata tener siete años, que te compren un chocolatín Jack, escuchar el crepitar del celofán mientras lo desenvolvés, desinteresarte del chocolate porque viene con un muñequito sorpresa, encontrarte con ese muñequito sorpresa, abrir los ojos como platos frente a un réplica en miniatura de La Momia o de Martín Karadagian, pasarte la tarde jugando a los Titanes en el Ring y además comerte el chocolate. Lo que no sé es lo que debió significar para un niño de Montevideo, aunque no creo que hayan sido fascinaciones tan distintas.
Los empleados del Correo tenían además excursiones asignadas con sus familias, y así Carlos niño conoció Mar del Plata y Carlos Paz, las terminaciones nerviosas del ocio argentino, su vacación popular. Que hoy sea el embajador en la Argentina es, de alguna freudiana manera, un retorno.
Cuando ya estaba cursando el liceo, al padre de Carlos le asignaron una oficina en Tacuarembó, y entonces ahí el viaje no fue hacia afuera del Uruguay sino hacia adentro. Carlos Enciso nunca había dejado de visitar a sus abuelos floridenses, pero en Tacuarembó afianzó su relación con el paisaje del interior y entonces nació a la política, militando en el partido de su abuela y su familia. Y un día, joven aún, se volvió un cuadro.
—¿Creés en la palabra caudillo?
—La defiendo.
—¿Y qué significa hoy exactamente?
—Se trata de alguien capaz de interpretar la voluntad de su gente, pero también su idiosincrasia, su comprensión del mundo, sus símbolos y su pertenencia histórica. Todo eso junto en una misma persona la convierte en caudillo.
—¿Uno capaz de expresar el interior de su país?
—Podríamos verlo así.
—¿Qué Uruguay es el Uruguay del interior?
—Uno más auténtico.
—¿Más auténtico?
—Sí, más puro.
El “Pájaro” Enciso todavía se agita un poco cuando va hasta su biblioteca y vuelve con Párraga, el artillero sin cañones, de Heraclio Labandera, la historia del comandante que cayó defendiendo Florida de las fuerzas de Venancio Flores impulsadas por “el largo tentáculo del imperialismo británico”, según dice el autor en la página 34. Me agarra a contrapierna, no me la esperaba. Somos, también, los libros que regalamos.
Después se sienta y me habla de los Treinta y Tres Orientales, de Aparicio Saravia y de Chacho Peñaloza. Se enciende como una bengala el “Pájaro” Enciso cuando lo sacás del COVID, del fútbol y otras bagatelas para ponerlo hablar de revisionismo histórico, de cómo han nacido nuestros países. Se transforma, pone quinta cuando menta a Luis Alberto de Herrera, “la síntesis perfecta entre el caudillo y el doctor”, me explica. Me lo dice con una fuerza, con una convicción, que te deja sin repreguntas.
Enseguida sigue viaje, de José María Rosa a Raúl Scalabrini Ortiz, de Arturo Jauretche al “Colorado” Jorge Abelardo Ramos. Y yo me sorprendo como cuando abría un chocolatín Jack porque, argentino ignorante del tejido íntimo de la política uruguaya, esperaba encontrarme con un hombre de la derecha liberal y la internacional capitalista, y al final el “Pájaro” me recita los autores del cancionero teórico nacional y popular.
Y cuando creo que su montaña rusa del pensamiento político rioplatense ha terminado, entonces el “Pájaro” me habla de Florida, de los vascos y sus ovejas. De los italianos y la procesión de San Cono. Me habla de los tambos, de la cuenca láctea, del caballo, el gaucho y la patria vieja. Y otra vez se enciende, porque al final se trata de la misma charla, de dónde vienen nuestras sociedades, quiénes somos dentro de ellas. Carlos Enciso cumple con el cuerpo la consiga del zoon politikón aristotélico, el animal político en estado natural. Después le vuelvo a preguntar por su experiencia con el coronavirus y entonces retorna al tono neutro.
Sus días en el CTI.
Entre el domingo 14 y el martes 17 de febrero, Carlos Enciso estuvo a punto de morir. Inconsciente en una cama, contagiado de COVID-19, el nervio de esta historia se trasladó entonces a su entorno, tanto al familiar como al diplomático. Fueron cuatro días de angustia e incertidumbre, y lo que ocurrió a su alrededor también lo retrata.
Enciso fue internado en el Instituto Médico Mater Dei, cuyo director ejecutivo, el doctor Enrique Calvo Gainza, a propósito de los 60 años que cumplió la institución en setiembre pasado, dijo: “Esta institución nació en las entrañas de la Catedral y como un homenaje al natalicio de la Santísima Virgen María”.
A todo funcionario designado embajador de Uruguay en Argentina le toca habitar la residencia de la avenida Figueroa Alcorta y Ortiz de Ocampo, obra del arquitecto húngaro Gyorgy Kálnay, también autor del Luna Park y del Teatro Broadway. Los Enciso no tienen hijos. La esposa del embajador, María Noel Crucci, quedó sola en la inmensidad del edificio: 1.800 metros cuadrados repartidos en dos plantas. Las horas se le iban en esperar un nuevo parte, rezar y aguantar el silencio.
La frontera estaba cerrada, pero las cancillerías argentina y uruguaya habilitaron un corredor sanitario para que la hermana de Crucci pudiera llegar a Buenos Aires. Vino acompañada por la exintendenta de Florida Andrea Brugman y por Noelia Franco, encargada de prensa de Enciso, quien en octubre de 2018 viajó al Vaticano y se convirtió, ella y su esposo, en los primeros uruguayos de la historia casados por un Papa en Roma. Franco le trajo a Enciso unas gotas de agua bendita bendecidas por Francisco y además le sacó una foto a la figura de la Virgen María que está en los jardines del Mater Dei. La foto le salió cruzada por un rayo de luz.
Una señora con problemas motrices daba vueltas a una plaza de Florida que Enciso inauguró durante su gestión como intendente. Le hizo llegar a la familia el dato y el motivo: un sacrificio, en el sentido de una ofrenda. Otra mujer que dice haber visto a la Virgen le hizo llegar desde Salta sus buenos deseos. El Papa Francisco le envió un rosario a través de una fundación donde tienen amigos comunes. Persignados que llamaron y dejaron sus bendiciones en el celular que Enciso tiene apagado.
—Me enteré de todo esto cuando desperté, por supuesto.
—¿De los amigos que oraron por vos?
—Sí, incluso mis amigos ateos, masones y agnósticos, que también los tengo.
—Supongo que nadie es caudillo de ocho de la mañana a seis de la tarde. Es decir, nadie trabaja de caudillo, lo sos o no lo sos, durante todo el día y para todas las cosas. ¿Creés que algo de tu forma de enfrentar la política te ayudó a enfrentar el virus?
—Hay una confianza, una forma de encarar la cosa, que te la da la formación. En mi caso, la formación jesuita. No podría precisar el momento, pero yo sentí el designio de que tenía que salir adelante. La pasé mal, pero no tuve miedo de morir. Después me fui enterando que estuve cerca, ahí nomás.
Su proyecto en la embajada.
Las tradiciones del interior rural en el centro sur de Uruguay; el revisionismo histórico de corte nacional y popular; y una fe profunda en la cruz de Cristo y la iglesia de Roma. Ahora sí, el retrato del caudillo está completo.
—Bueno, ya estás de vuelta en la vida, ¿cómo sigue ahora tu trabajo?
—Antes que nada quisiera concientizar. Que nadie tome esto a la ligera porque se siente joven y sano. Que no me va a tocar, que no me cuido, no me vacuno. A quien esté leyendo, por favor cuídese.
—¿Y después? ¿Cuál es la agenda urgente?
—Hay varias cosas. La hidrovía para sacar la producción del sur de Brasil por el río Uruguay es un proyecto muy grande, muy importante, que va a integrar las provincias argentinas de Misiones, Corrientes y Entre Ríos con el litoral uruguayo.
—Parece una de esas obras que lleva décadas y gobiernos alternados. ¿A qué te gustaría darle velocidad durante tu gestión?
—A la fluidez del intercambio educativo. Hay desde hace tiempo, en el marco del Mercosur, algunos acuerdos y tratados que merecen ser agilizados.
—¿Por ejemplo?
—Si vos te recibís de médico acá en Argentina tenés que poder ejercer rápidamente en Uruguay. O si sos un ingeniero agrónomo egresado de una universidad uruguaya y te querés ir a Santa Fe, a Córdoba o a la Pampa húmeda a trabajar, la reválida de ese título tiene que ser mucho más ágil de lo que está siendo hoy.
—¿Por qué eso no ocurre?
—Porque no hemos conseguido plasmar en convenios bilaterales o multilaterales la hermandad que tenemos como naciones integrantes de una misma región.
—Entiendo, ¿pero esa “hermandad” no está condicionada por los procesos políticos? ¿Cómo hermanar a la Bolivia de Evo Morales con el Brasil de Jair Bolsonaro? Suena imposible esa integración.
—Es cierto, comparto esa preocupación, pero debemos intentarlo de todas formas.
—Ni hablar de Venezuela y las distancias tajantes que se abren en la región cuando es nombrado Nicolás Maduro.
—A veces la historia nos pide altura. Para obtenerla hay que saber deponer posiciones y encontrar el camino común. No es una tarea fácil, nunca lo fue, pero no podemos claudicar.
Caminamos con el “Pájaro” Enciso por los salones interminables de la residencia. En la planta baja hay un horno de ladrillo cuya boca mide, a ojo, tres metros de alto. Sobre un estante, una foto de Enciso con Luis, así lo llama él. Luis, que por supuesto se trata de Lacalle Pou, el presidente. Se los ve pibes, frescos, ninguno de los dos tiene más de 30 años. En un salón contiguo, La Samaritana, un gran cuadro de Juan Manuel Blanes, gigante, con cierta majestad, como diciendo: así se pinta en el Uruguay. El “Pájaro” camina regulando el aire. Está de jeans y zapatos Crocs. Usar esos vaqueros fue, en su momento, un gesto de rebeldía durante sus primeras revueltas estudiantiles y en contra de los uniformes reglamentarios de los liceos. Hay algo de ese gesto que pervive, ahora contra la solemnidad diplomática, pareciera. La charla se afloja, como el nudo de una corbata después de la oficina.
—¿Te gusta el fútbol?
—Antes iba más seguido.
—Hincha de…
—Peñarol.
—¿Tendremos mundial conjunto en el 2030?
—En el contexto mundial que estamos viviendo eso ha perdido algo de urgencia, pero sigue siendo una aspiración, no tengas dudas.
—Si viene Cavani a Boca vas a tener que armarle una recepción, no sé.
—Y sí… algo inventaremos.