Presos de sus antecedentes
En la flamante Posada del Liberado, Jonatan y otros exreclusos encuentran una red que les permite creer que es posible reconstruirse a sí mismos. Pero el plan es solo para el 1%. Acceder a un empleo y a una vivienda digna sigue siendo, para el Chino y muchos más, una tarea titánica.
El Chino dice que nació torcido. Su madre lo llevó a un hogar del Instituto Nacional del Menor (Iname) cuando tenía cinco años y en ese momento, reconoce, comenzó la debacle. A los pocos minutos se corrige, cuenta que en realidad todo se desencadenó antes; los gritos, los golpes y las palizas de niño ya le habían dejado marcas. Entonces entendió que no quería que le siguieran "dando palo" y se resistió cada vez que los cuidadores lo perseguían para rezongarlo. Pasó frío, durmió entre las ratas y creció solo. A los 18 salió y a las pocas semanas robó un local de cobranza, así que volvió a entrar, pero al Comcar. Su primer delito le costó seis años. Y en la cárcel, agrega, solo se torció más y más.
Estando preso conoció la pasta base. Sus compañeros de celda fumaban y él, "que no tenía nada que perder", también. Cumplió su primera condena en 2004, pero dos meses después rapiñó a una mujer. Otra vez al Comcar. En la cárcel no terminó la escuela, tampoco trabajó: se pasó cinco años adentro del módulo 3. No recibió visitas, no lo llamaron, nadie se preocupó por saber cómo estaba. Hasta que en 2009 recuperó la libertad y entendió, después de 11 años preso, que no quería estar encerrado nunca más.
—Perdí toda mi juventud, los mejores años en cana. ¿Qué gané? Nada. Casi no sé escribir, tengo un poco de oficio de carpintero, pero no sé nada. En la cárcel yo vi mucho, escuché mucho, viví muchas cosas. Pero no me sirvió para nada. Recién ahora, a los 38 años, me estoy enderezando —dice.
No entiende bien por qué alguien querría entrevistarlo, no sabe qué podría aportar. Enseguida pide perdón por no haber arreglado "la oficina": los dos escalones de una casona vieja en la calle donde se sienta todos los días. Cuida coches, pero no tiene un chaleco de la Intendencia de Montevideo que lo autorice. Esa cuadra es "suya" hace siete años; se la apropió luego de que un conductor le diera plata por primera vez. De a poco se fue haciendo conocer entre los vecinos y se buscó un lugar para dormir bajo el techo del Teatro Metro.
—Me acostumbré a dormir en la calle. Cuando fumaba pasta base, igual, era más fácil. Ahí no pensaba en nada, tenía la cabeza frenada. Después me empezó a dar miedo que me apuñalaran, porque viste cómo es: en la calle está todo bien cuando tenés plata en el bolsillo, pero si no tenés nada… Acá no hay que tener amigos, yo no tengo amigos.
Dice que hace cuatro años dejó la pasta base, que ahora fuma porro. Hace poco se mudó a una pensión cerca de la Aduana, donde paga $ 150 por noche y lo dejan dormir con su perro, Manya. Ahora está mejor, aunque le gustaría conseguir "un laburito estable" para pagar un alquiler y salir, de una vez por todas, de la calle.
Pero enderezarse no le está resultando fácil, ya que los dos antecedentes con los que carga y los pocos estudios que tiene no lo ayudan. Y aunque está en libertad, el Chino vive atrapado en un círculo del que no puede escapar.
Seguramente, su historia sea la de muchas de las casi 6.500 personas que cada año son liberadas de las cárceles nacionales. No hay estudios completos de reincidencia, pero en el Ministerio del Interior estiman que entre el 65% y el 80% de los presos vuelve a caer durante el primer año tras su liberación. La ruptura de los vínculos familiares, el bajo nivel educativo, las adicciones y los antecedentes se convierten en una mezcla nociva para aquellos que pretenden rehacer sus vidas por fuera del delito.
El Estado intenta tenderles una mano, pero la ayuda es para unos pocos.
Una gota en un estanque.
Lo único que recibe la mayoría de los exreclusos al salir de la cárcel es un boleto de ómnibus. Es frecuente que les dejen sus pertenencias a los que quedan, por lo que cruzan las rejas con lo puesto y unos pocos pesos encima. Muchos no tienen a dónde ir, así que se toman la primera línea que pasa y se bajan antes de llegar a destino. Y si bien los números oficiales del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) no se actualizan desde 2016, la subsecretaria Ana Olivera reveló en agosto que el 70% de las personas que duermen en la calle pasó buena parte de su vida en una institución estatal, informó El Observador.
La mayoría de los que hoy no tienen dónde vivir estuvieron antes en el INAU, en una cárcel, en un psiquiátrico, o en varios de estos lugares.
El censo de 2016 refleja que solo el 2,1% de los indigentes dormía en la calle enseguida de haber salido de un penal. Sin embargo, el 47% de los encuestados reconoció tener antecedentes penales, y las autoridades consideran que el porcentaje debe ser mayor. El caso del Chino es el fiel reflejo de estos datos.
Mientras tanto, en el Ministerio del Interior, Jaime Saavedra intenta hacerle frente a esta deuda histórica. Apenas asumió como titular de la Dirección Nacional del Liberado (Dinali), en marzo, empezó a hacer cambios con la intención de disminuir el porcentaje de reincidencia. Dice que lo conseguido hasta ahora "es una gota en un estanque muy grande", ya que los US$ 200.000 por año que recibe de parte del Estado no le dan demasiado margen de acción. Este presupuesto está congelado desde 2010 y solo se ajusta por inflación.
El primer paso de Saavedra se dio en mayo, cuando inauguró la Posada del Liberado, que se había construido durante la gestión anterior. El centro funciona en la excárcel Cabildo, que fue remodelada por presos y puede albergar a 66 exreclusos. Solo el 1% de las personas que salen en libertad accede a este beneficio.
Allí viven los que están en mayor riesgo de volver a delinquir, sobre todo aquellos que perdieron el contacto con sus familias y no tienen dónde dormir. También ingresan casos con adicciones severas o enfermedades psiquiátricas, que necesitan atención de ASSE y del Portal Amarillo. La estadía máxima es de 90 días, pero puede extenderse hasta 120 si la situación lo amerita. "La idea es darles una mano al principio, pero no queremos crear una lógica asistencialista", afirma Saavedra.
La posada es prolija y luminosa, todavía conserva el olor a nuevo. Tiene una gran claraboya en el salón principal, que es utilizado como sala de lectura y de ping pong. Los libros fueron donados y uno de los ex presos los guarda por orden alfabético en tres estanterías. A todos se les asignaron tareas: unos cocinan, otros limpian, el resto hace las compras. "Es importante respetar los horarios", dice en una cartelera, y enseguida se lee el cronograma de la semana. A las 7 se levantan y a las 23 se apaga la televisión, aunque los sábados tienen permiso para quedarse despiertos hasta la medianoche.
Los cuartos son de hasta tres personas y los hombres duermen separados de las mujeres. Cada piso tiene un baño completo y casilleros personales, que utilizan para guardar sus pertenencias. El día lo pasan entre talleres del Ministerio de Educación y Cultura (MEC), cursos en el Instituto Superior de Educación Física (ISEF) y las tareas domésticas. Los viernes hay asamblea, que sirve para reflexionar sobre lo que ocurrió esa semana y pensar cómo mejorar para la siguiente.
Jhon Manzzi, director de la posada, dice que lo más difícil es "cambiar los códigos" de la cárcel y darles herramientas para la convivencia. No hubo grandes incidentes en estos meses y tampoco tuvieron que echar gente por no respetar las reglas. En una de las carteleras hay una lista de palabras que "se leen pero no se dicen", ya que forman parte de la jerga carcelaria y están prohibidas dentro de la posada. "Tumbero", "marroco", "ortiba" y "ñeri" son algunas de ellas. Y si bien no está permitido consumir alcohol ni drogas, pueden hacerlo afuera.
Uno de los más antiguos en el hogar es Jonatan, que tiene 26 años y salió hace dos meses del Comcar. Carga con siete antecedentes por hurto y tentativa de rapiña, por lo que estuvo preso a partir de 2010. Cuenta que sobre el final, cuando estaba por terminar su condena, miraba por la ventana hacia la ruta y pensaba qué hacer con su vida. Tenía miedo de quedarse solo, sin familia y convertirse en aquellos compañeros que había conocido, que seguían tras las rejas después de haber cumplido 40.
—No es fácil, a veces estoy por explotar, pero después bajo y sigo. No quiero eso, no quiero estar adentro. Acá afuera es otro mundo, pero allá también. Yo vi muchas cosas, vi un muerto, imaginate todas las cosas que vi con siete antecedentes. Pero estando en cana se quemó todo, explotó todo y decidí encarar.
Jonatan salió de la cárcel sin documentos, pero en estos meses en la posada ya tramitó la cédula, la credencial y el carné de salud. Anita, su referente en el hogar, lo ayudó a armar un currículum y salieron a repartirlo juntos. Practicaron qué decir, cómo hablar y de qué manera acercarse a los dueños de los comercios. A Jonatan le gustaría trabajar de lo que fuera, no tiene pretensiones, pero siente que la gente lo discrimina por haber sido delincuente.
—Si está difícil conseguir laburo para los que no tienen antecedentes, imaginate para nosotros. Me llamaron de una empresa de limpieza y me dijeron que empezaba el lunes, pero no me volvieron a llamar y quedó en la nada. Ahí me recalenté, pensé que este papelito (por el currículum) no me iba a servir para nada. Acostumbrado a la fácil, a tener plata siempre en el bolsillo, me cuesta todavía —dice.
Aún no sabe a dónde va a ir cuando se le terminen los cuatro meses en la posada. Dice que quiere hacer "algún manguito" para vivir en una pensión, pero en realidad le gustaría tener una casa propia. También sueña con formar una familia y alejarse de Colón, donde empezó "el lío" que lo recluyó durante ocho años.
Aprontar la salida.
El otro nuevo proyecto del Ministerio del Interior también empezó a funcionar en mayo, unos días antes de que se inaugurara el hogar. Se trata del programa de preegreso, que se aplica a aquellos reclusos que están a seis meses de cumplir su condena. Este plan piloto comenzó a aplicarse en la cárcel de mujeres, en la de Canelones y en el Comcar, y permitió detectar a las primeras 29 personas que actualmente viven en la Posada del Liberado.
Ana Juanche, subdirectora técnica del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), explica que la nueva iniciativa busca "aprontar" a las personas antes de que salgan en libertad. Los ayudan a tramitar los documentos, les hacen controles médicos y también tratan de recuperar la relación con las familias, que pudo haberse deteriorado después de tantos años de reclusión. "La idea es facilitarles la salida, que afuera sepan que están próximos a salir y, en la medida de lo posible, los reciban", afirma la jerarca.
Otro paso importante es el nuevo diagnóstico de reincidencia. La Policía les realiza una evaluación a los presos para saber cuántas posibilidades hay de que vuelvan a caer. Se estudia si tienen adicciones, cuántos antecedentes poseen, cuándo empezaron a delinquir, si en algún momento trabajaron, entre otros factores. A los de mayor vulnerabilidad les recomiendan concurrir a la Posada del Liberado y a los demás les ofrecen seguir en contacto con la Dinali, pero de forma más esporádica. Una vez afuera, ninguno de los programas es obligatorio.
Los técnicos que trabajan durante el preegreso son los mismos que los acompañarán cuando salgan. Las personas pueden formar parte de los proyectos del Ministerio del Interior hasta tres años después de haber obtenido la libertad, pero muchos de ellos ni siquiera lo saben. Hay talleres organizados por el MEC, capacitaciones a través de convenios con Inefop y pasantías laborales en el Estado.
De hecho, al menos 100 personas hicieron cursos en las Escuelas Don Bosco y 348 obtuvieron becas de trabajo en la administración pública en 2017, según el informe anual elaborado por el comisionado parlamentario penitenciario, Juan Miguel Petit.
Los que siguen al margen de la ley son los empresarios privados. Una norma de 2005 establece que todas las compañías a las que se les adjudican licitaciones de obras públicas deben tener un 5% de su planilla de trabajadores conformada por exreclusos, pero ninguna lo cumplió hasta ahora. El estudio realizado por Petit revela que las firmas presentan un "certificado negativo", en el que expresan que no van a usar esa categoría laboral dadas "las características o la magnitud de la obra".
Mientras tanto, en la Dinali siguen pensando cómo insertar en el mercado laboral —en algunos casos, por primera vez— a los 6.500 que salen en libertad cada año. El último logro se concretó hace pocas semanas, cuando el Ministerio del Interior les cedió unos galpones abandonados en la calle Agraciada. Saavedra quiere replicar la experiencia del Polo Industrial del Comcar, que dirigió hasta el año pasado, donde al menos 1.600 reclusos trabajaron mientras cumplían su pena. Las autoridades negocian ahora con siete empresas que podrían formar parte del nuevo proyecto y emplear, al principio, a 30 liberados. Las soluciones van apareciendo de a poco.
"En un país avejentado, tenemos una fabriquita de jóvenes infractores en tres o cuatro barrios de Montevideo —dice Saavedra. No podemos darnos ese lujo. Pero si pensamos que todo depende de la represión, del palo y palo, estamos equivocados. Hasta que no haya un shock grande en esas zonas, hasta que no vayan la educación, la cultura, la salud, las industrias, los medios de comunicación a esos lugares, vamos a estar perdidos".
Los recursos de la Dinali solo están en Montevideo
La falta de presupuesto en la Dirección Nacional del Liberado (Dinali) impide contratar más personal. Por el momento, unos 70 técnicos —psicólogos, asistentes sociales, educadores sociales— trabajan en Montevideo, pero en el interior la tarea deben cumplirla funcionarios policiales sin formación específica. Jaime Saavedra, director del organismo, dice que las sedes de la Dinali deben ser "acogedoras, limpias y bien calefaccionadas" para que los exreclusos se sientan en confianza y puedan conversar con los especialistas. Sin embargo, en el interior funcionan en las seccionales policiales: los mismos lugares a los que se van a hacer las denuncias. Durante 2017 asistieron a los programas de la Dinali 2.054 personas, según el informe anual elaborado por el comisionado parlamentario penitenciario, Juan Miguel Petit. "Esto demuestra cómo pese a las limitaciones de la difusión de sus actividades, la poca presencia en las unidades y en el interior del país, hay una numerosa población que busca asistencia y orientación, existiendo en ese contacto un enorme potencial de trabajo integrador", expresa el comisionado. La Dinali tiene un presupuesto congelado de US$ 200.000 desde 2010, que solo se ha ajustado por inflación. Saavedra concurrió a la Comisión de Hacienda del Senado este miércoles, con el objetivo de que se refuercen las partidas y promover el trabajo en el resto del país. Esto dependerá de que se modifique la Rendición de Cuentas.