Religión
En cuestión de horas el papa anunciará la beatificación del obispo Jacinto Vera, el mismo año que nombró a la primera santa uruguaya y mientras avanza el proceso de otras figuras como el padre Cacho.
Carlos Ferragut camina por los pasillos internos de la Iglesia del Cordón, a los que acceden los verdaderos feligreses, con pasos largos y temblorosos como los que dan los pájaros; avanza ágilmente entre paredes de un verde cansado, que elevan su altura a medida que nos acercamos a la capilla, absorbiendo el eco monótono de una oración proveniente de una sala en la que un grupo de mujeres reza. Abre una puerta y con su ligereza de ave brinca de estas entrañas susurrantes hacia la nave principal de la iglesia de la que es secretario, señala el majestuoso altar y va hacia allí como flotando, hasta detenerse en un espacio cuadrado protegido por un cordón bordó.
Con una leve inclinación de cabeza, apunta al piso.
—¿Aquí?
—Sííííí.
La baldosa de mármol está tallada con un texto en latín que el secretario intenta traducir, pero fracasa.
—…no sé, quiere decir que acá está el corazón del primer obispo, porque Jacinto Vera siempre estuvo con nosotros: siempre, siempre, siempre.
Aquí lo enterraron en 1881.
Al corazón, lo enterraron.
Debajo del mármol, “adentro de un frasco”, colocaron el más carnal de los recuerdos del padre de la Iglesia Católica uruguaya. Porque mucho antes de que el paso del tiempo redujera a monseñor Jacinto Vera al nombre de un barrio montevideano, a su vez protagonista del famoso poema en el que Líber Falco describe sus ranchos y su luna, Jacinto Vera fue “la persona más conocida del Uruguay de la segunda mitad del siglo XIX”, un hombre polémico y admirado, calumniado y querido, tanto que su funeral fue el evento multitudinario de la época.
El cuerpo fue traído a esta iglesia para ser embalsamado y sus vísceras se distribuyeron en cuatro sitios distintos, convertidas en brutales reliquias de un personaje que se suponía sería histórico e inolvidable, considerando la preponderancia del catolicismo en ese tiempo.
Pero el futuro torció los planes y por distintas razones que ya veremos, incluyendo el afianzamiento del proceso seculizador que terminó rompiendo la fortaleza católica, la fama imbatible de Jacinto Vera fue diluyéndose, rescatada apenas en esporádicos impulsos de algunas personas que a lo largo de las décadas han querido salvarlo del olvido: y algo más. El día seis de cada mes, por ejemplo, en esta iglesia, un grupo de fieles se reúne a los pies del corazón y reza para que sea declarado beato, el paso previo para llegar a santo.
Lograrlo sería un “regalo de Dios” para la iglesia nacional, que podría ofrecer a los creyentes “el primer santo a la uruguaya”, un mediador “como uno” para aferrarse a la fe: a la herrumbrada fe, porque el porcentaje de devotos católicos cayó a la mitad en dos décadas.
Finalmente, 90 años después de empezada la dilatada causa, el papa Francisco estaría por darle la buena noticia al arzobispo de Montevideo Daniel Sturla. Se rumorea que es cuestión de horas para que se anuncie la beatificación. Si se concreta, la iglesia católica con menos fieles del continente cerraría un año notoriamente atípico conla declaración de su primera santa, Francisca Rubatto, y la beatificación de Jacinto Vera, a la vez que avanza confiada en otras tres postulaciones: la del padre Cacho (Isidro Ruben Alonso) y la de los laicos Salvador García Pintos y Walter Chango.
El obispo gaucho.
La historia confirma ese toque de “genuina uruguayez” que la iglesia atañe orgullosamente a la figura del obispo Jacinto Vera. Nació en 1813 en el océano Atlántico, en el barco que lo trajo junto a sus padres y cuatro hermanos desde las Islas Canarias hasta la Provincia Oriental. La familia se estableció en Maldonado, en una chacra arrendada próxima a Pan de Azúcar en la que todos trabajaban la tierra. Años después, con los ahorros compraron tierras en Canelones y allí se mudaron, en los predios que tras su fallecimiento una de las hermanas donaría y pasarían a ser los cimientos de la localidad llamada San Jacinto, en homenaje al religioso.
Quiénes fueron Salvador García Pintos y Walter Chango
En 2001, el papa Juan Pablo II ya había beatificado a las laicas Dolores y Consuelo Aguiar, quienes habían nacido en Montevideo en 1897 y 1898, emigraron a España siendo muy pequeñas y allí murieron asesinadas, durante la Guerra Civil Española, en 1936, por "odio a la fe". Fueron declaradas mártires en 1999 y luego beatas.
Salvador García Pintos fue declarado siervo de Dios en 2018. Ahora se junta la documentación para el siguiente paso: la declaración de venerable, paso previo a la beatificación y la posterior canonización. García Pintos nació en 1891, huérfano a corta edad, fue acogido en los Talleres Don Bosco. Pretendía ser sacerdote, pero terminó siendo médico y político, “puntal en la defensa de la vida humana desde la concepción”, describió Sturla en referencia a su fervorosa lucha contra el aborto que se había despenalizado en 1934 pero se dio marcha atrás en 1937.
Walter Chango, en tanto, fue declarado siervo en 2001. Catequista, murió de tuberculosis a los 18 años. La leyenda dice que el día de su funeral, crecieron rosas, tres veces, hasta cubrir el féretro.
En su adolescencia, Jacinto Vera recibía un sueldo como peón que le sirvió para pagar los estudios eclesiásticos que únicamente se cursaban en el extranjero. Vistiendo poncho, chiripá y botas de potro, cargando el mate, atravesaba la ciudad a caballo hasta el barrio Peñarol, para aprender latín con el sacerdote Lázaro Gadea. Luego viajó a Buenos Aires e ingresó al Colegio de los Jesuitas, donde se ordenó sacerdote en 1841. De regreso, lo asignaron a la parroquia de Guadalupe, en Canelones, otro templo que guarda algunos de sus órganos como reliquia.
Quienes estudiaron su vida dicen que inmediatamente comenzó a recorrer en carreta la abandonada campaña, retomando las misiones evangelizadoras que se habían suspendido a comienzos de siglo. Nunca abandonó esta práctica. Ni cuando fue nombrado jefe de la iglesia nacional en 1859, como vicario apostólico, ni en 1865 como obispo de Megara, ni cuando lo designaron primer obispo de Montevideo en 1878: murió en medio de su tercera gira, en una fonda de Pan de Azúcar. Cada misión le insumía meses de travesía en un Uruguay sin puentes ni caminos, con pausas de 20 días por localidad, en las que según narran las actas de esos viajes lo mismo bautizaba a dos mil personas, regularizaba cientos de matrimonios y realizaba confesiones bajo cualquier circunstancia: incluso sin bajarse del caballo, de jinete a jinete.
Esta mística, sumada a la transformación que aportó a la iglesia, calaron en el interés del sacerdote doctorado en derecho canónico Gabriel González Merlano, que escribió libros y artículos alrededor de la figura del olvidado obispo. “Cuando él asumió, era una iglesia poco estructurada. No se hacían misiones. La campaña estaba olvidada. El clero era escaso y extranjero porque no había seminario para formarse”, describe. Los sacerdotes “no estaban bien formados en su mayoría” y eran “poco virtuosos”, que es una forma elegante de decir corruptos, en una época en que era común que los religiosos ocuparan cargos políticos y apoyaran tal o cual candidatura.
Este escenario le valió a Jacinto Vera el protagonismo en distintos episodios conflictivos, en la antesala de la separación entre Iglesia y Estado. Primero se enfrentó con unos frailes franciscanos “indisciplinados, que llevaban una mala vida”. Luego con la masonería, que dio lugar a la secularización de los cementerios a cambio de que se le permita a la Iglesia bendecir las tumbas católicas. Después, con el presidente Bernardo Berro, que rechazó su decisión de remover al párroco de la iglesia Matriz —que era senador, masón y se decía que descuidaba su tarea— apelando al derecho de Patronato que establecía, constitucionalmente, que el Estado tenía injerencia en las decisiones sobre cargos eclesiásticos. Jacinto Vera lo desplazó de todas formas, pero como el sacerdote se negó a entregar las llaves, y las retuvo por más de un año, le prohibió ejercer. Como consecuencia por desoír al gobierno, el jefe de la iglesia fue desterrado.
El capítulo se cierra con su regreso triunfal del exilio en Buenos Aires, convertido en obispo de Montevideo por el papa Pío IX. Cuenta la leyenda que la generosidad de Jacinto Vera llegó al extremo de regalar todos sus pantalones. Cuando lo eligieron obispo, solo llevaba calzoncillos debajo de la sotana y los feligreses juntaron dinero para comprarle un traje.
Para nutrir a la “decadente” iglesia, trajo a numerosas congregaciones religiosas, mejoró la formación del clero existente y planteó que la política le correspondía a los laicos, que un sacerdote no debía promover candidaturas, a pesar de lo cual consiguió el apoyo económico del Estado para la institución. Además, fundó el seminario, que después terminaría convertido en colegio. Allí, en la parroquia del Sagrado Corazón, hay más vísceras.
Están dentro de un relicario con un curioso escudo que combina símbolos del clero (como un cíngulo), con un sombrero de baqueano: una alusión a su apodo de “obispo gaucho”.
—Hay una víscera, pero no sé cuál dejaron acá. El monumento se colocó en 2013 y cuando se iba a poner la imagen no se pudo, porque no ha sido beatificado, entonces la gente pasa, mira, y sigue de largo —describe Miguel Marquezano, sacristán y secretario de la parroquia.
Aunque desde 1980 se reparten estampitas para promover su popularidad y se estimula a los devotos para que soliciten su mediación en un milagro porque, “¿de qué sirve una canonización si la gente no conoce al santo?”, los fieles uruguayos siguen prefiriendo rezarles a los viejos y conocidos santos europeos.
La búsqueda del milagro.
La proliferación de candidaturas de santos uruguayos responde, en parte, a un cambio en las condiciones que estipula la congregación que estudia estos largos y complejos procesos. Antes había que esperar 50 años desde el fallecimiento para promover una causa, lapso que se acortó a dos décadas, aunque hay excepciones más breves, explica el cardenal y arzobispo de Montevideo Daniel Sturla. Además, ahora el postulador de la causa, que está en Roma, puede tener un auxiliar externo. Eso, para una iglesia como la uruguaya, lo cambió todo.
“Pero, más allá de esos cambios, en Uruguay, las cosas para Jacinto Vera marcharon a impulsos. La iglesia se durmió”, concluye Sturla. Sus sucesores fueron los primeros en recopilar la documentación, pero recién en 1930, con el respaldo de Juan Zorrilla de San Martín, se reunieron 30.000 firmas que se enviaron a Roma para iniciar la causa. La Congregación para las causas de los santos aceptó, y por tres décadas fueron asignados distintos postuladores hasta que, finalmente, la Iglesia lo reconoció como siervo de Dios.
Si bien la confianza en la santidad de Jacinto Vera se mantuvo latente, e incluso se abrió la tumba para ver si el cuerpo estaba incorrupto, la elaboración de la positio para alcanzar la declaración de venerable —el segundo de cuatro pasos para la canonización—, se postergó una y otra vez. Esto es un alegato fundado que debe probar con documentos fidedignos las virtudes que se le atribuyen, la fama e incluso “la devoción actual de los fieles”. No se encontró quién tomara el caso porque, explican los estudiosos, implicaba hundirse en el período “ideológicamente más confuso del país”, desentrañar una historia “compleja y desconocida”, para analizar “la realidad” en torno a las polémicas que protagonizó.
La tarea quedó pendiente hasta que terminó en el despacho de monseñor Alberto Sanguinetti, que destinó 15 años de su vida a revisar todo tipo de archivos, acá y en el extranjero, para documentar la vida y obra de Jacinto Vera. “Cuando me lo propusieron en 1994, ya había 2.200 documentos reunidos, pero estaban escritos a máquina y desordenados, eran inmanejables. Por un lado ordené eso, pero tuve que seguir investigando, de hecho ahora tengo 4.200 documentos en mi computadora”, cuenta.
El famoso alegato constó de 1.500 páginas divididas en tres tomos, que se presentó al Vaticano en 2012 y fue estudiado por una comisión de teólogos, otra de historiadores y una de cardenales que decidieron, en 2015, declararlo venerable.
¿Y después? “Después se empezó con el asunto del milagro”, dice Sanguinetti. O sea, se buscó una curación médica científicamente inexplicable, que pudiera atribuírsele para tramitar su beatificación.
Así lo cuenta Sturla: “Gracias inexplicables había varias, incluso una famosa de un cirujano que en 2013 dice haber tenido una curación rápida de una ruptura del hígado, por intervención de Jacinto Vera, pero se creó un tribunal y uno de los médicos intervinientes dio una explicación que el tribunal consideró que era suficiente para descartar el milagro”.
Sin embargo, se halló una causa, antigua, que a pesar del paso del tiempo estaría “muy bien documentada”.
Habría ocurrido a fines de 1930.
La beneficiaria habría sido una joven.
Y no se dice más.
“No puedo decir más porque puede haber un lío”, se excusa el cardenal. “Y nadie quiere que una imprudencia atrase la causa”, dice: advierte.
Faltan horas para el anuncio de la beatificación, pero los devotos de Jacinto Vera ya están pensando en el milagro que tendrán que hallar a partir de ese momento: el que lo coronará santo.
¿Será?
En la parroquia del Sagrado Corazón, el sacristán, con cierta picardía, suelta:
—Quien está en ese proceso es el famoso padre Cacho. La otra vez jorobando decíamos que va a llegar a la canonización antes que Jacinto Vera. Porque a veces hay santos más recientes. Juan Pablo II es santo y fue uno que vimos pasar por 18 de Julio. La madre Teresa de Calcuta, igual: fue alguien que vimos en televisión. Eso atrae más a las nuevas generaciones.
Los otros santos.
Hay reyes declarados santos. Hay matrimonios declarados santos. Hay integrantes de la nobleza declarados santos. Antes los santos se elegían por clamor popular, por eso, en parte, es que hay más de 10.000. Luego, en el siglo XVI se creó la congregación que daría forma a un proceso digamos cauteloso, que terminó volviéndose “demasiado arduo”. Y ahora el papa Francisco habría puesto el foco en un modelo de santidad distinto, más cercano temporal y geográficamente, pero también con un ejemplo de vida católica “austero”, “comprometido con el pueblo”.
En América Latina cada vez más devotos católicos migran a iglesias evangélicas pentecostales, que proponen una relación directa con Dios, quien les concede milagros cotidianamente. En nuestro país, fuertemente agnóstico y ateo, esta conversión religiosa es menos radical que en países donde más de la mitad de los evangélicos habían sido bautizados en iglesias católicas, pero aun así no es un dato menor que mientras la adhesión católica decrece (32%, según la última medición del Latinobarómetro), en los últimos dos años los fieles evangélicos pasaron de 4,6% a 8,1%: unos 350.000 uruguayos.
“Eso, en el fondo, es la búsqueda espiritual que tiene la persona”, reflexiona González, el experto en derecho canónico. “Pero la imagen de la virgen y de los santos, que son muy populares, eso es católico. No se trata de competir contra los evangélicos, pero en esa búsqueda espiritual, la Iglesia Católica aporta eso que es suyo y no cede tanto territorio”, agrega. En este sentido, no es casual que en lo que va del siglo, bajo la argumentación de que los pueblos necesitan además de sus héroes patrios, y de sus ídolos futbolísticos, la figura de “un santo que da esperanza”, la Iglesia canonizó a un grupo de santos rioplatenses con un perfil social, pobre, “buenos vecinos”.
“Esa cuestión de los santos locales responde a que el papa Francisco conoce la realidad del Río de la Plata, le interesa que sea prioritario apurar algunos trámites de canonización, que son procesos lentos, de varias etapas. Esto desde el plano administrativo, pero si lo pensamos desde la teología y filosofía, creo que la forma de difusión de la fe a través de santos cercanos, laicos, también gente no clériga, tiene que ver con la idea de que el catolicismo se difunde a partir de elementos de la cultura popular: los santos son la forma de creer de los sectores más populares”, opina Nicolás Iglesias, trabajador social con especialización en religión y política. Y señala que esta, después de todo, es una idea del filósofo uruguayo Alberto Methol Ferré: el favorito del papa Francisco.
Pedile a Cacho.
La parroquia de los Sagrados Corazones, en el centro del barrio Las Acacias, está vacía, pero de todas formas Julio César Romero habla susurrando. Escribió dos libros sobre el padre Cacho, una investigación que empezó en la adolescencia, cuando asistió a su funeral y quedó obnubilado con la escena: una procesión de cuatro mil vecinos detrás de cincuenta carritos de clasificadores; el féretro envuelto en una bandera de Uruguay, cargado en un carro con caballo blanco, guiando hacia el Cementerio del Norte. “Su historia es tan rica que daría para hacer una serie de Netflix”, propone.
Treinta años después de su muerte, la publicación de distintos libros —que se agotan, se vuelven a editar y se agotan otra vez—, la creación de canciones y pinturas a modo de homenaje, la realización de un documental por Mercedes Clara, actual directora de Desarrollo Social de la Intendencia de Montevideo, sumado a la declaración de siervo de Dios en 2017 —lo que abre la causa de canonización—, y la creación de una comisión histórica que reúne la documentación del alegato para que se lo declare venerable, han contribuido a que su figura se mantenga vigente, pero aunque ninguno de esos elementos existiera, en el barrio la presencia del padre Cacho seguiría siendo sagrada e indiscutible.
En la zona más roja de Montevideo, donde violencia, pobreza y adicciones forman una trinidad maldita, muchos de los vecinos, inclusos los que no son devotos, le atribuyen al padre Cacho todo lo bueno que les pasa.
—¿Ya hizo milagros en el barrio?
—Sí, cantidad. Pero milagros vos tenés los que sirven para la candidatura a santo y los que no. Acá, si una persona consigue trabajo, está convencida de que se lo dio Cacho —cuenta el párroco Luis Ferrés, que tiene 32 años, es cantautor y compuso, él también, una canción para el sacerdote que en 1978 se mudó a un rancho en el Borro, se mezcló entre los vecinos y se convirtió en uno más.
“Es una figura de líder interesante, porque no arrastra multitudes, es un asesor que siempre estaba callado”, describe Mercedes Clara a partir de los relatos que recopiló en 20 años de entrevistas. “Él no va a evangelizar, él está ahí porque siente que es lo que necesita para ser más humano. Entonces escucha y acompaña las ideas de los vecinos. Los ayuda a dignificarse. Lo que él hizo fue devolverles una mirada distinta de sí mismos. Desde una prostituta hasta un ladrón, los miró tal como eran, no como debían ser”.
Donde antes había basurales, ayudó a construir las viviendas que imaginaban sus pobladores. Y creó el nexo con la intendencia para regularizar a los hurgadores, a los que renombró “clasificadores”.
Falleció de cáncer en 1992. Diez años después, cuando acontecía la peor crisis económica del país, los vecinos retiraron la urna del cementerio, la subieron a un carro, la pasearon por las comunidades y la llevaron a la parroquia.
Allí hay un altar sin oro ni mármol.
Un gastado pupitre guarda en cajas de cartón los pedidos de sus fieles. Dice Ferrés que el del padre Cacho fue un modelo de sacerdocio distinto, incluso al de “los curas villeros” de Argentina: “único”.
“Hay algo muy íntimo en la fe, pero yo sé que acá, lo más común, es que le atribuyan como una especie de milagro el haber conseguido una vivienda o un empleo. Cuando me vienen a decir que les falta trabajo, yo mismo les digo: pedile a Cacho”.
Cómo es ser cura hoy en el barrio del padre Cacho
“Imaginate un barrio que era un basural. Una zona roja a fines de 1978, en dictadura, donde vivían personas miradas desde los prejuicios y pensá lo que fue que un tipo ajeno se mudara ahí a vivir. El padre Cacho eligió ese margen para volverlo el centro de su vida”, dice Mercedes Clara, quien dirigió un documental y escribió un libro sobre el sacerdote Isidro Ruben Alonso.
Hoy la parroquia de los Sagrados Corazones está a cargo de Luis Ferrés, un sacerdote joven, que además es cantautor. No es una tarea fácil, reconoce. “El barrio cambió tanto que llama a otro modelo de santidad”, dice en relación a la convivencia con grupos criminales, tiroteos, muertes, personas adictas y pobreza extrema. “La realidad de hoy está interpelando a otro modelo de santidad que todavía no sabemos cuál es, y del que todavía no se discute mucho en la Iglesia”, opina. “Acá viene mucha gente con necesidades materiales, con muertos, con adicciones. Ser cura de barrio hoy es un arte. Trabajo con lo que tengo y muchas veces les tengo que decir que no puedo solucionar sus problemas, que lo único que puedo darles es ayuda material y fe, un poco de consuelo, de paz”.