La dura historia del otro Eduardo Galeano: un uruguayo que halló paz en granja evangélica en La Plata

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Eduardo Daniel Fernández Galeano. Foto: Alejandro Seselovsky.

DE BARRIO SUR A LA PLATA

Eduardo Daniel Fernández Galeano, El Dani, busca dejar atrás un oscuro pasado de violencia y drogas. Esta crónica cuenta su vida pero también cinco días en la residencia de Cristo la Única Esperanza.

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¿Cómo se explica una vida así, una vida que arranca buenamente en Montevideo y termina en un infierno de drogas, violencia y desvarío en el conurbano recóndito de la provincia de Buenos Aires? Después de vivir cinco días con él, de llorar con él, de leer la Biblia con él, de darle de comer a los chanchos, a las gallinas, a los conejos con él, sólo se me ocurre una pista: la vida de Eduardo Daniel Fernández Galeano, El Dani, se explica contándola desde el principio.

Nació en el sur de Montevideo, el 13 de septiembre de 1976, en un conventillo de Isla de Flores, entre Ejido y Yaguarón, hoy Aquiles Lanza. Calentador Primus, kerosén, baño compartido, piecitas.

Creció jugando a la pelota en lo que hoy es la plaza Alfredo Zitarrosa, cuando los problemas se reducían a que junto a la plaza había una fábrica de jabones y a cierta hora de la tarde comenzaban a picarle los ojos —y ningún chico que potrerea en una plaza puede jugar bien a la pelota mientras le pican los ojos. Cuando eso pasaba, era la hora de escabullirse por el Cementerio Central de Montevideo (que él conocía como el “cementerio militar”), cruzar un cantegril y patear hasta la Ramírez.

Al Dani y a sus amigos los ojos le dejaban de picar cuando pasaban por la calle de las trabajadoras sexuales, a quienes nadie llamaba “trabajadores sexuales” en el comienzo de los ochenta. El Dani era pibe y se entregaba al asombro mientras las mujeres lo miraban con ternura en un alto del yugo.

Después venían los espigones y después una pena breve de chico sin fortuna que, ahí al lado, miraba girar la rueda gigante del Parque Rodó sabiendo que hoy tampoco le tocaría subir.

Lincoln Washington Fernández, padre de El Dani, estaba poco en casa. Era marino mercante de una naviera canadiense, foguista de bajo rango, engrasador de máquinas. Aparecía cada año, año y medio. Se quedaba una semana, diez días y volvía a embarcar. Llegó el día en que el señor Fernández no era en la casa más que una línea amenazante de su esposa: ya vas a ver cuando venga tu papá.

Mirta Galeano, la madre de El Dani, era una ama de casa con simpatías tupamaras que no alcanzaban para llamarla militante, mucho menos cuadro. Era amiga de amigos que militaban, hasta ahí, y era parte de una trama familiar.

—¿Eduardo Galeano y tu mamá fueron parientes?

—Sí, primos. Mi mamá contaba que eran primos.

—¿Te llamás Eduardo por él?

—No, por un amigo de mi mamá, Eduardo.

El Dani tenía seis años y una hermana de cuatro, María Cristina, cuando un acuerdo entre la compañía naviera donde trabajaba su padre y el Banco Hipotecario del Uruguay le permitió a la familia comprar un terreno en Solymar. Hipotecaron, el banco les financió la construcción de la casa, el padre empezó a embarcar menos. De golpe ganó presencia, lo hizo a Dani socio de Peñarol, lo empezó a llevar a la cancha. Dani iba a la escuela en una bici azul que tenía un banderín del manya. Cruzaba los médanos, los pinares, paraba a cazar renacuajos en la zanja del camino. En el horizonte de esta familia no había nada, nada, nada, que anunciara la desventura.

Cerdos y baldes.

Son las 5.45 de la mañana y El Dani ya está cebando los primeros mates. Sobre la mesa, junto al termo, delante de él, una Biblia abierta en Juan 16:33. Daniel lee: en el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido al mundo. Después, concentrado, como si estudiara lo que lee, anota algo en un cuaderno.

Estamos en la granja de la congregación Cristo La Única Esperanza (CLUE), en el kilómetro 25 de la Ruta 11, a media hora de la ciudad de La Plata, metidos unos dos kilómetros campo adentro: en todo el día no se van a ver ni los micros pasar.

Acá vive hoy El Dani junto a cinco compañeros a quienes no llama compañeros sino hermanos. Algunos mataron, otros robaron, otros violaron, todos se arrepintieron o dicen que se arrepintieron, y después de algunos años en los pabellones evangélicos de las cárceles bonaerenses están acá, orando, haciendo tareas rurales, orando, levantando un corral para las ovejas, orando, recolectando las verduras del quintal, orando, agradeciendo los alimentos, siempre orando.

El pastor Juan Zucarelli dirige esta congregación pero ellos no dicen dirige, dicen ministra. Zucarelli dice que no pregunta el delito cuando un preso se le acerca. Que Dios perdona, dice. Y Dios perdona, él recibe. El Dani es el único que no pasó por la cárcel, el único al que no le pesa un crimen, lo que no significa que no haya hecho el mal, que no haya tocado fondo mientras lo hacía.

Eduardo Daniel Fernández Galeano. Foto: Alejandro Seselovsky.
El Dani desayuna y lee la Biblia en la granja en La Plata. Foto: Alejandro Seselovsky.

—¿Otro mate, Ale? Dale que arrancamos.

Bajo un sol campero que seca el último rocío, camino junto a Dani hasta un galpón de materiales con portón de chapa. Del galpón sacamos cuatro bolsas de 50 kilos con polvo de engorde. Llenamos cuatro recipientes que alguna vez fueron baldes de pintura, los subimos a una carretilla y volvemos a marchar. Cruzamos la quinta, los pompones crecidos de la cebolla de verdeo, un tomatal todavía joven y doblamos por un camino donde hay brotes de menta. Quedamos frente a una breve puerta de alambre y entonces, de golpe, las vemos venir.

Si a la serpiente le quedó la metáfora eterna del mal y la vileza, el chancho es dueño de toda alegoría sobre el detrito y la inmundicia.

Cuatro chanchas pintadas de barro hasta la mitad del cuerpo, las tetas chorreando fango y los hocicos atormentados de hambre y de cólera chillan como solo chilla un cerdo hambriento, llenando el silencio de la mañana con ese agudo lacerante y agolpándose en dos patas sobre el alambre que las aguanta. Las puercas nos olieron y ahora quieren comer.

Dani pone los baldes en el piso y les echamos agua. Batimos la mezcla a puro palo levantado de por ahí hasta que se forma un alimento espeso y grumoso cuya contemplación puede entregar una náusea.

—Quedate atrás mío por si viene el padrillo.

Dani entra a los palazos, buscando que las chanchas retrocedan. Yo avanzo detrás de él con los baldes sobre la carretilla viendo el espectáculo de la lucha entre el hombre y el animal. Las chanchas desesperan y chillan más fuerte, pero reculan. A unos metros de ahí, en un corral de ladrillos, un chancho que alcanza los dos metros puesto en dos patas asoma con ferocidad por encima de la tapia. Echamos sobre el suelo el engrudo que cae, como si baldeáramos el barro oscuro con un barro más clarito.

—Que no te caiga sobre los pies, Ale. Lejos, tirá.

Las chanchas hunden la boca en el charco de lodo y cebadura que se extiende por el piso y tragan, tragan, se olvidan de que estamos ahí y tragan. Con un último balde nos acercamos al corral del padrillo. Dani se para frente al cerco. El cerdo, que es mezcla de chancho salvaje con animal de granja, tiene dos colmillos sin desarrollar que le asoman de la boca. Cuando se pone de pie, le saca a Dani una cabeza.

Dani descarga el balde y el padrillo come. Después alimentarnos a los recién nacidos, que son adorables y rosados como los cerditos de las películas. Había ocho pero quedaron seis. Los dos que faltan fueron devorados por las chanchas.

Nos vamos. Con los baldes vacíos encaramos para la puerta. Una chancha viene a pedir más. Dani le habla con paciencia, como un San Francisco de Asís en gorrita y musculosa. Le muestra el balde vacío, le dice mami, no tengo más mami.

La chancha arremete y hunde la cabeza en el balde, que inmediatamente se le atora. Dani lo suelta y la deja ir. La chancha sacude violentamente la mollera mientras chupa las paredes fondeando la olla. Corcovea las pezuñas y, ciega, gira en falso, drogada de hambre.

Quiere pero no quiere sacarse el balde de la cabeza. Afuera está el mundo que ella reconoce, su circunstancia natural, pero adentro hay restos de lo que ha estado tragando y esnifa la miseria de lo que ya no queda. Con Dani nos quedamos mirándola, viendo entregar un espectáculo de la degradación que no es degradación moral solo porque el bicho no es capaz de concebirla, aunque se parece.

Todas las personas que están en esta granja, todos los hermanos, han sido, alguna vez, esa penosa chancha atrapada; han entregado, alguna vez, el mismo espectáculo. Están acá para no volver a hacerlo.

Granja evangélica en La Plata. Foto: Alejandro Seselovsky.
La vida de El Dani cambió en forma radical en la chacra en La Plata. Foto: Alejandro Seselovsky.
en la tele

La polémica por la serie El Reino

La serie El Reino, estrenada en agosto de 2021 en la plataforma Netflix, es un thriller en cuyo centro de la trama hay un pastor evangélico que busca la presidencia de la Nación. La serie fue un éxito de crítica, especialmente por su realización y el trabajo actoral, pero también despertó una fuerte controversia por la construcción que la ficción hace de su personaje central. Que la coautora del guión haya sido la escritora Claudia Piñeiro, fuerte activista en favor del aborto legal, que finalmente se convirtió en ley, encendió la suspicacia de la Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas, que manifestó su malestar diciendo que El Reino “crea un producto cultural, como es una ficción de cine o una serie, desde la base del odio, para generar rechazo social a un colectivo religioso”. Francisco Ramos, vicepresidente de contenidos de Netflix, confirmó la continuación de la serie: ”Vamos a seguir indagando en este rico y complejo universo en una segunda temporada”.

El pozo.

En el conventillo de la calle Isla de Flores primero y en Solymar después, con los Fernández Galeano vivía Ema Arca, abuela de Dani, madre de Nelson Washington, su papá.

Ema era una mujer parca, intransigente, oscurecida, que había regentado una pensión que también fue un prostíbulo sobre la calle Ejido al 800, donde después nació el Club Enrique López.

No hablaba, Ema. Se quedaba en los fondos de su cuarto y salía únicamente los días que su hijo llegaba de los barcos. La historia de un amor contrariado la había dejado así, desmoronada. Y le daba ruta a sus dolores y a sus resentimientos odiando profundamente a su nuera, a Mirta Galeano, la mamá de Daniel y María Cristina. Las dos mujeres convivían, un poco sordamente, sin que nadie creyera que podían construir entre ambas una tragedia.

—¿Te quería tu abuela?

—No. “El borrego”, me llamaba.

—¿Y eso?

—Creía que yo era la razón por la que mi papá se había casado con mi mamá.

Lo que hizo tu madre, lo que hizo tu esposa, se delataban mutuamente apenas el padre de Dani ponía un pie en la casa a la vuelta de sus viajes.

Debería haber quedado en una riña casera, en una constante mala junta, pero lleva un instante, apenas, doblar el codo de una historia y en el sustrato de esa casa las cosas estaban peor de lo que declaraba la superficie.

Una tarde Ema Arca se arrojó de cabeza por la boca de un pozo ciego que estaba disimulado como aljibe y que los Fernández Galeano tenían en los fondos de Solymar. La sacaron muerta, con la cabeza hundida entre los hombros.

A su hijo hubo que traerlo de altamar. Le mandaron un helicóptero al buque de la naviera para que hiciera tierra en un puerto de Venezuela. De ahí, en avión a Montevideo. Llegó diez días después. Fue entonces que le dieron la carta que había dejado su madre para él. Eran unas pocas líneas que culpaban de todo a la mujer con la que se había casado. Era 1983.

Uruguay es el país con la segunda tasa más alta de suicidios en América Latina, solo superado por Guyana. En 2019, según la Organización Mundial de la Salud, alcanzó un ratio de 20,25 suicidios cada 100.000 habitantes, el doble del promedio mundial. Y si bien el suicidio en el Uruguay es un ítem clínico, etario, social y cultural con mucha historia, nadie esperaba el salto al vacío de esa abuela.

—¿Qué hizo tu papá, Dani?

—Se hundió en el whisky. Dejó de ir a trabajar. Lo echaron con causa, sin un peso.

—¿Y tu mamá?

—Confesó.

—¿Cómo que confesó?

—Sí, no había pagado las cuotas de la hipoteca. Ella cobraba el sueldo de mi papá todos los meses mientras él navegaba. Se lo había jugado en los casinos.

—¿Qué hicieron?

—Huimos. Escapamos. El 7 de septiembre de 1984 llegamos al Tigre en una de esas famosas lanchitas que te traen desde Colonia.

Última cena.

Juan Gabriel tiene 70 años y es el encargado de cocinar. Está en silla de ruedas y la justicia le dio la domiciliaria para que completara su condena en la granja de la congregación. Va a ser un hombre libre en 2025. Jamás habla de su causa y su delito. Benito Carreño tiene una muerte encima, de cuando era joven, además de un historial de robos y hurtos. Pasó por las cárceles de Batán, Magdalena, la unidad 4 de Bahía Blanca y la Tercera de Mar del Plata. Hoy cuida los almacenes de la granja, el guardado de la comida, el surtido del freezer, y de todo lleva la cuenta. Benito es el mejor amigo de Dani ahí adentro. Mario es el más nuevo. Viene de Olmos, la cárcel más oscura, la tumba más honda del sistema penitenciario argentino. Es el encargado de las ovejas. Todavía no levanta mucho la vista. Lleva años mirando al piso para evitarse problemas. Pedro, el quintero, un santiagueño que ya cumplió su condena por muerte en riña pero igual se quedó a vivir en la granja, no confía mucho en las visitas y decidió comer solo en su pieza.

Esta noche, la última para mí, hay escalopes marinados con arroz y arvejas. Tomamos agua con juguito de sobre. Dani agradece los alimentos. Le pide a Dios que no se olvide del pobre, de la viuda, del preso, del menesteroso. Y le agradece que haya mandado un periodista para contar su historia. Agradece —lo dice exactamente así— que Dios me use. Después dice amén. Después comemos.

Pelea de monos.

Para 1985, los Fernández Galeano ya estaban viviendo en Mayol, un barrio con fuerte presencia de migración uruguaya en la localidad de Villa Vatteone, partido de Florencio Varela, medio millón de habitantes en el segundo cordón del conurbano bonaerense.

Lincoln Washington, el padre, había cambiado el whisky por la damajuana de cinco litros. Solía tenerla entre las piernas, bajo la mesa. El viejo marino mercante ahora vendía garrapiñada en los vagones del Roca cuando no estaba embriagándose en la cocina de su casa.

Mirta Galeano, la madre, se rebuscaba sus pesos haciendo changas de limpieza.

Daniel tenía 11 años. María Cristina, nueve. Aprendieron que las borracheras de papá cumplían siempre el mismo ciclo: arrancaba con Zitarrosa, después pasaba a Horacio Guaraní y terminaba en Los Olimareños. Era extraño, pero el Lincoln Washington ebrio era el mejor Lincoln Washington al que podía aspirar.

—Sin que nos viera, con mi hermana le rellenábamos la damajuana para que siguiera tomando porque solo cuando estaba borracho era un papá cariñoso.

—¿Y dónde estaba el problema?

—En la resaca. Quebraba, se dormía, se despertaba y aparecía directamente con el cinturón en la mano. Se iba de sí mismo cuando te soltaba el lonjazo en la espalda.

No toda oscuridad merece el detalle de su narración. Conviene estar atento a la frontera que separa una historia triste de una aberrante. En este caso, la escalada de violencia y descomposición no encontró su techo hasta que Daniel, con 17 años, se echó encima de su padre y comenzó a golpearlo furiosamente. Lincoln Washington dejó de recibir golpes porque un grupo de vecinos le sacó de encima a su hijo.

—¿Ahí dejó de golpearlos?

—Sí, pero el que empezó a golpearlo fui yo. Como el mono joven que desbanca al mono viejo en la jefatura de la violencia.

—¿Le seguiste pegando?

—Durante tres años.

—¿Cómo podías vivir pegándole a tu papá?

—Yo sentía que era justo.

—¿Pensaste en matarlo?

—Yo lo amenazaba con eso. De hecho, se mudó a una pieza del fondo y ponía llave cuando se iba a dormir. Por suerte no pasó.

—Ese aljibe de Solymar que escondía una fosa séptica los acompañó a todos lados, al final.

—Por lo menos hasta mis 20 años, cuando me fui de esa casa y la violencia me la llevé conmigo.

—¿Volviste a verlos?

—A mi papá, no. Sé que murió hace algunos años. A mi mamá y a mi hermana, con quienes nunca fui violento, sí. De hecho, en el 2000, volví con ellas a Montevideo.

Séptimo día.

Hoy, domingo, arrancamos todos un poco más tarde. El día se va en limpiar fuerte los pisos, los baños, el porche, y en ponerse impecables para las cinco y media porque a las seis nos pasa a buscar el pastor Andrés con la camioneta para llevarnos a la iglesia. Hoy hay culto, hoy hay servicio, y a la casa de Dios se va de punta en blanco.

Dani se pone su mejor pantalón y una camisa azul a cuadros de mangas cortas, bien metida adentro, ajustado el cinturón, dignísimo. La iglesia Cristo la Única Esperanza está en Los Hornos, borde sur de La Plata, a una hora de la granja donde estamos. Durante el viaje, Andrés me cuenta que está ministrando personalmente a Daniel, que lo va llevando de a poco, que lo ve bien, que todavía le falta para ir solo a la ciudad, por ejemplo, pero que va bien.

Adentro, unas 60 personas con las palmas hacia arriba cantan alabanzas y Dani se les une inmediatamente. Con Andrés al lado en todo momento, se entrega a una ceremonia sin cruces, porque Cristo bajó de la cruz y para qué seguir usándola, me explican. Ni cruces, ni santos, ni vírgenes ni nada que intermedie entre el sujeto y su Dios. Esto es la iglesia evangélica pentecostal, y acá no hay símbolos, hay palabra.

Iglesia evangélica en Argentina. Foto: Alejandro Seselovsky.
Los domingos es el día del culto. Dani, con las manos en alto, en la iglesia Cristo la Única Esperanza en La Plata. Foto: Alejandro Seselovsky.

Aquella vez, Daniel, su hermana y su mamá fueron a Montevideo para ver qué podían recuperar, y no recuperaron nada. Para entonces, Dani ya se había casado con Liliana, su actual esposa, una enfermera en el Hospital de Agudos Mi Pueblo de Florencio Varela, a la que maltrató, engañó y lastimó en el raid de violencia y cocaína que lo puso dos veces a vivir en la calle entre sus treinta y sus cuarenta años. Comía lo que le daban, dice Dani, y se vestía con los trapos que encontraba. Era, él mismo, un trasto de la intemperie que caminaba por el medio de la calle porque ir por la vereda lo reflejaba en los negocios, y tenía que verse.

Ahora está acá, agarrado de su fe como un náufrago de la madera. A sus 46, todavía flota. Su esposa lo visitó dos veces en la granja. Sigue creyendo en él y lo está esperando.

Cuando salimos del culto, nos damos un abrazo y nos despedimos. Me promete, pero en realidad se lo promete a sí mismo, que la historia de violencia de su familia termina acá, con él.

—Y si lo lográs, si lo conseguís, ¿cuál es el sueño para después?

—Yo quiero ser un tipo que trabaja, que vuelve a su casa, se encuentra con su esposa y después comen mirando una película. Y cuando lo sueño, lo sueño en Montevideo.

IGLESIA

El avance de los evangélicos en la región

El Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (CEIL) es una dependencia directa del Conicet, el principal organismo para la promoción de la ciencia y la tecnología en la Argentina. Es decir, los datos del CEIL tienen respaldo oficial del Estado y su Segunda Encuesta Nacional sobre Creencias y Actitudes Religiosas afirma que los evangélicos argentinos crecieron de 9% en 2008 a 15,3% en 2019. Esta expansión se verifica en la participación creciente que la Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina (Aciera), la federación que nuclea al credo evangélico nacional, ha tenido en los últimos grandes debates de la agenda pública y política, en general oponiéndose a las legislaciones que expanden derechos civiles como la Ley de Matrimonio Igualitario, Identidad de Género y de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Es decir, los evangélicos crecen hacia adentro de sus filas, en términos de población, y crecen hacia afuera como actor político emergente en los debates abiertos de la sociedad. En la región, el caso de Brasil es el más paradigmático, donde la iglesia cristiana evangélica cuenta con alcaldes y cuerpo propio de legisladores. Aquí, entre el 9 y el 12% de la población uruguaya se reconoce como cristiana evangélica, es decir, más de 300.000 uruguayos que a su vez se distribuyen en 50 corrientes distintas de esa fe y que asisten a los 1.400 templos evangélicos que están distribuidos en todo el país. Eso según datos informados por el Consejo de Representatividad Evangélica del Uruguay (CREU).

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