"Yo, Juan María Bordaberry, me comprometo por mi honor a desempeñar fielmente el cargo que se me ha confiado y a guardar y defender la Constitución de la República”. Así, con estas palabras, el miércoles 1° de marzo de 1972 asumió el mandatario que tres décadas después sería sometido a varios procesos judiciales por cometer delitos de lesa humanidad. El discurso se deslizaba en medio de un escándalo. El frenteamplista Enrique Erro —a quien se lo señalaba por ser cercano al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T)— lo acusaba de incitar a la represión y el Partido Nacional venía de denunciar un fraude electoral. La escena confirmaba el clima de violencia que se vivía en el país y adelantaba el desenlace trágico, que terminaría con la disolución de las cámaras el 27 de junio de 1973, hace 50 años.
Bordaberry había llegado al poder sin una identidad política clara. Había sido colaborador del nacionalista Benito Nardone y presidente de la Liga Federal de Acción Ruralista cuando este fue electo consejero nacional de gobierno. Se sabe que en 1954 votó por Luis Alberto de Herrera. Fue electo senador en 1962. Al morir Nardone abandonó su banca y luego volvió a la política en 1969, cuando el presidente Jorge Pacheco Areco le ofreció el Ministerio de Ganadería. Muchos lo llamaban “rabanito”, porque era a la vez blanco y colorado. Y en una carta al nacionalista Walter Santoro —recogida en el cuarto tomo de Orientales. Una historia política del Uruguay, de Lincoln Maiztegui Casas, escribió que su generación tuvo una tendencia “a definirse por los hombres más que por las inclinaciones partidarias”.
En 1971 se presentó como el candidato suplente de Pacheco. Asumiría solo si la gente decía “no” en un plebiscito que habilitaba la reelección inmediata. En campaña declaraba que quería que el presidente fuera Pacheco, pero terminó siéndolo él. “Era un absoluto desconocido. No tenía una identificación política clara, contaba con muy poca capacidad política y su mentalidad era muy conservadora, cerrada. Le costaba enfrentar todo lo que se le venía encima”, dice Gonzalo Varela Petito, abogado, doctor en sociología y autor del libro El golpe de Estado más largo. Uruguay. Febrero – Junio, 1973.
El Partido Colorado obtuvo cerca del 41% de los votos —el 22% fue para Pacheco-Bordaberry, colocándose segundo Jorge Batlle con el 14%—, los blancos el 40% —con un liderazgo claro de Wilson Ferreira Aldunate que consiguió algo más del 25%— y el Frente Amplio (bajo el lema Partido Demócrata Cristiano) —con Líber Seregni como candidato único— sorprendió con un 18% en lo que fue su debut electoral. “Bordaberry carecía de legitimidad, especialmente para los sectores vinculados al wilsonismo, que eran la mayoría de la oposición, porque entendían que era el fruto de un fraude”, explica el profesor de historia Gabriel Quirici. A fines de febrero, recién, la Corte Electoral presentó los resultados finales: los colorados habían obtenido 681.624 votos y los blancos 668.822.
Desde el momento de las elecciones, en noviembre de 1971, hasta la asunción del nuevo presidente, había habido un recrudecimiento de la lucha armada. El 21 de diciembre, en Maldonado, el MLN-T asesinó con una inyección letal a Pascasio Báez Mena, un peón rural que había descubierto un escondite de la guerrilla. El 20 de enero, durante un operativo, dio muerte a Washington Castiglioni Castro, un policía de 19 años. Ocho días más tarde, ejecutó a Rodolfo Leoncino, jefe de vigilancia del penal de Punta Carretas. Un poco después, el 24 de febrero, secuestró al fotógrafo de la Policía Nelson Bardesio. El 28 de febrero, en tanto, se halló el cuerpo de Ibero Gutiérrez González, de 22 años. Había sido ejecutado de 13 balazos y torturado. A su lado había un papel que decía: “Vos también pediste perdón. Bala por bala. Muerte por muerte. CCT (Comando Caza Tupamaros)”.
Este clima de violencia era acompañado por un descontento general, producto de la interminable crisis económica y de una clase política desprestigiada. “Cuando hay un proceso inflacionario —y esto puede verse en cualquier lado: Francia, Inglaterra, Cuba, Irán— tarde o temprano hay protestas fuertes”, explica Varela Petito. “En 1966 esto se quiso solucionar volviendo al ejecutivo unipersonal. Pensaron que el Consejo Nacional de Gobierno, el famoso colegiado, estaba dando resultados desastrosos. Se hizo la reforma de 1966, la Constitución de 1967, y llegó el período de Pacheco, que optó por hacer, en algunos aspectos, un gobierno por decreto, a partir de las medidas prontas de seguridad. Esto provocó una serie de conflictos entre los partidos tradicionales y entre sectores, aunque también hay que decir que los partidos de alguna forma iban apoyando algunas medidas claves como la congelación de salarios… Y ahí vino el auge de los tupamaros, con los que se ha hecho mucha leyenda, en parte con razón, en parte exageradamente, porque se les atribuye la culpa de todo por parte de quienes no son simpatizantes. Pacheco empezó a desarrollar una suerte de dinámica dialéctica del conflicto con los tupamaros y a marcar así la agenda pública. Cuando asumió Bordaberry esta era la situación, y así fue que se llegó al famoso episodio del 14 de abril”.
Un día antes, el 13, hubo un paro general. Sucedía luego de que la Comisión de Productividad, Precios e Ingresos de Uruguay (Coprin), el organismo que había generado Pacheco para controlar la inflación, señalase que el aumento salarial iba a ser de un 20%, la mitad de lo que pedían los trabajadores. Al mismo tiempo, la ofensiva del MLN-T crecía. El 4 de abril atentaron contra Gustavo Criado, un teniente acusado de torturar detenidos y de matar a un tupamaro. El 12 de abril fue la segunda fuga del penal de Punta Carretas. Y el 14, tras el paro, mataron a cuatro personas, entre ellos al exsubsecretario de Interior Armando Acosta y Lara, a quien acusaban de ser uno de los jefes del CCT, también conocido como el Escuadrón de la Muerte.
El 15 de abril, en un Parlamento que daba cuenta de la grieta que se vivía en la sociedad, se votó el Estado de Guerra Interno. Con esto se permitía que los civiles fueran juzgados por tribunales militares. Fue la antesala de la caída de la guerrilla. A mediados de mayo se señalaba que en apenas un mes habían muerto 18 personas y 256 habían sido detenidas, y 70 de ellas había pasado a la Justicia Militar, según consigna Maiztegui Casas. Empezaron a ser más recurrentes las denuncias de torturas en los cuarteles, y el 26 de mayo cayó la Cárcel del Pueblo, donde se encontraban secuestrados Carlos Frick Davie, quien había sido ministro en el gobierno de Pacheco, y Ulysses Pereira Reverbel, presidente de UTE. Este golpe se podría decir que puso fin al MLN-T, aunque también hay quienes marcan que esto sucedió luego de la detención de Raúl Sendic, en septiembre de 1972. Antes, en junio, algunos tupamaros, entre ellos Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof, iniciaron una infructuosa negociación con los militares que incluyó incluso la visita de Sendic a un cuartel.
La historia de una foto que vio la luz hace 20 años
Unos días antes de los 30 años del golpe de Estado, en el mes de junio de 2003, una persona llegó hasta la redacción de El País con una foto del Salón de los Pasos Perdidos de la noche del 27 de junio. El desconocido se entrevistó con el Secretario de Redacción, Washington Beltrán Storace, para ofrecer la imagen sin más datos y dando la seguridad de que no había sido trucada. Pidió 700 dólares. Después de los chequeos básicos de rigor, se decidió adquirir la fotografía. El portador pidió solo una cosa: que en el crédito aparezca el nombre del fotógrafo, el contador Daniel Ruiz López. La imagen, icónica a esta altura de los tiempos, muestra la toma del Parlamento a través de un grupo de militares que avanzan encabezados por Gregorio Álvarez.
Febrero amargo.
La caída de la guerrilla no fue suficiente para frenar la tensión entre los políticos y las Fuerzas Armadas. Y todo siguió escalando hasta febrero de 1973. Hay cierto consenso entre historiadores y analistas en cuanto a que el golpe comenzó en ese mes, o al menos en que fue un golpe en dos tiempos. Quien lo vio venir fue el entonces senador Amílcar Vasconcellos —que luego escribiría el libro Febrero Amargo. El colorado dijo el jueves 1º en radio Carve que Uruguay estaba entrando en “otro período militarista” y que estaba en marcha un movimiento que buscaba “desplazar a las instituciones legales”.
Bordaberry le respondió un día después que no sería con su consentimiento que el país se apartaría de “su tradición democrática”. El Ejército y la Fuerza Aérea no quedaron conformes y denunciaron una “maniobra” política para desprestigiar a las Fuerzas Armadas. Juan José Zorrilla, al frente de la Armada, no firmó esa carta. Zorrilla también rechazó una propuesta de Wilson para liderar un plan por el cual se propiciara la renuncia de Bordaberry y se llamara a unas elecciones en dos vueltas, con balotaje. Seregni, unos días más tarde, pidió públicamente que dimita el presidente. También hubo movimientos en el Partido Colorado e incluso Bordaberry aseguró en el documental de TV Ciudad El golpe 30 años después, de Alfonso Lessa, que Julio María Sanguinetti —que fue ministro de Educación hasta octubre de 1972— le planteó que renunciara: “Yo sé que él dice que estoy equivocado, pero mi recuerdo es ese”. Sanguinetti niega esto enfáticamente.
Aquellos días de verano fueron intensos y, visto hoy, cuesta creer todo lo que sucedió en muy poco tiempo a partir del martes 6: la renuncia del ministro de Defensa Armando Malet; la designación de Antonio Francese rechazada por el Ejército y la Fuerza Aérea, que coparon Canal 5 y anunciaron que desconocían al nuevo ministro; el bloqueo de la Armada en la Ciudad Vieja; un llamado del presidente al pueblo a la Plaza Independencia que resultó un fracaso —al que acudieron muy pocas personas—; los históricos comunicados 4 y 7 de las Fuerzas Armadas; la renuncia de Francese y el lunes 12 el pacto de Boiso Lanza entre el presidente y los mandos militares, donde se creó el Consejo de Seguridad Nacional (Cosena) integrado por el mandatario, cuatro ministros y los comandantes en jefe. Para ese entonces, Zorrilla ya había renunciado a través de una carta que decía: “Espero que cada uno de los actores de estos sucesos asuma su responsabilidad ante la historia”.
El comunicado 4 del viernes 9 de febrero desnudó un Ejército dividido, con un ala “peruanista”, la que se suponía estaba encabezada por el general Gregorio Álvarez y el coronel Ramón Trabal, inspirados en el general Juan Velasco Alvarado, quien había tomado el poder en Perú y entre otras cosas había nacionalizado el petróleo. En una larga lista de planteos, aquel comunicado —bien visto por el Partido Comunista y la CNT, que “tenían simpatía por la posibilidad de un movimiento militar progresista”, apunta Varela— proponía “eliminar la deuda externa opresiva”, reorganizar el servicio exterior, “combatir los ilícitos económicos y la corrupción” y aplicar la “redistribución de la tierra”. Pero un día después, en el comunicado 7, los militares se refieren a la “mística de la orientalidad” y condenan el marxismo.
El Comité Central del Partido Comunista emitió un comunicado en el que se destacaba “el enfrentamiento irreconciliable entre la oligarquía y el pueblo”. También decía que “en la unión de los orientales civiles y militares” es “donde reside la supremacía de la victoria en la lucha”. Para Quirici, los comunistas “interpretaron erróneamente que podía existir un sector en las Fuerzas Armadas con un programa de cambio” cercano a la izquierda, pero eso no implica que “hayan apoyado el golpe”. La historiadora Ana Ribeiro, hoy subsecretaria de Educación, dice que “no todo fue blanco y negro, ni se puede decir que todos estaban de un lado o del otro”.
—¿Le sorprendieron los contenidos de esos comunicados, en particular el 4, teniendo en cuenta que había ideas populistas, algunas apoyadas por la izquierda? —le preguntó el periodista Lessa a Bordaberry, en su documental de 2003.
El expresidente dictatorial respondió, mientras se frotaba la cabeza:
—Sí, sí, sí. Había algunas que me preocuparon realmente. Es evidente que ahí había cosas de izquierda (...) Está hecho por algún sector que fue un poco lejos. Después otro sector (militar) dijo “no, no, esto no; pongan lo que quieran pero nosotros no somos comunistas”.
Luego Bordaberry concretó su alianza con las Fuerzas Armadas en Boiso Lanza, “un golpe de estado técnico”, según define Sanguinetti en el libro La Agonía de una Democracia. Para Varela, también fue “un golpe de Estado liso y llano”, porque “se puso un organismo por encima del consejo de ministros”. Y explica: “Los civiles eran mayoría en el Cosena, pero si vos tenés una mesa a la que cuatro personas van armadas y tienen a 15.000 militares armados detrás, ¿quién manda?”.
Quirici dice que este es un “antecedente muy fuerte del golpe”, porque algo así “no estaba previsto en la Constitución”. Pero también señala que, en ese momento, “no a todo el mundo le pareció” que era el inicio de una dictadura, sino que más bien muchos veían lo que pasaba como “una crisis de poder, palaciega y sin manifestaciones en las calles, porque era verano y ni siquiera el Parlamento sesionaba”. Lo cierto es que a partir de allí los militares podrían presionar más sobre los problemas de fondo que veían en el país, “la corrupción, la falta de orden, los problemas morales”. Y eran ellos quienes advertían que “en el Poder Legislativo había legisladores con un pasado sedicioso y supuestos vínculos con los subversivos”.
Ribeiro apunta que, con el éxito logrado al derrotar la guerrilla, los militares sintieron que tenían un rol a cumplir: “El sistema de partidos estaba muy erosionado. No hubo una respuesta capaz de frenarlos. Se acudió a los militares y, una vez que pasó eso, ellos se enseñorearon”.
Y entonces vino lo peor.
Junio: el golpe.
Fue por apenas un voto de diferencia, 49 a 48, que la Cámara de Diputados rechazó el jueves 21 de junio el juicio político al frenteamplista Erro, el mismo que había apuntado contra Bordaberry al momento de su asunción por incitar a la represión, acusado de apoyar a los tupamaros y quien para entonces ya se encontraba en Buenos Aires. El sociólogo Varela Petito dice que lo de Erro fue “una suerte de test” para los militares, ya que “era el candidato ideal para hacer una prueba de la actuación de la justicia militar desaforando a los legisladores que les parecían sospechosos”.
Un día después Bordaberry se reunió con los comandantes en jefe, que le reclamaron un decreto de prisión para Erro. Hay quienes dicen que allí ya se resolvió el golpe. Sanguinetti relata en su libro que esa noche en la residencia de Suárez “quedó flotando esa idea”. El presidente volvió a reunirse el sábado y el lunes con los militares. En la noche del martes 26 Bordaberry oficializó la decisión con su gabinete y varios ministros renunciaron.
Esa misma noche, a las 22.30, empezó una histórica sesión del Senado con un quórum mínimo de 16 legisladores y notorias ausencias. Uno de los que no estaba era el nacionalista Martín Echegoyen, quien a fines de ese año se convertiría en el primer presidente del Consejo de Estado de la dictadura. Sapelli aún no daba todo por perdido y estaba por esas horas intentando impedir la disolución de las cámaras; por eso el senador Eduardo Paz Aguirre ocupó su lugar.
Wilson fue el primero en hablar y su discurso es el más recordado: “Perdonarán que yo, antes de retirarme de sala, arroje al rostro de los autores de este atentado el nombre de su más radical e irreconciliable enemigo, que será, no tengan la menor duda, el vengador de la República: ¡Viva el Partido Nacional!”. Hubo gritos y aplausos, Ferreira Aldunate se paró y se fue. Pasaría a la clandestinidad y empezaría su largo exilio.
Tras la salida de Wilson en la cámara ya no había quórum para seguir sesionando, sin embargo se continuó. La noche la cerró Paz Aguirre: “Soy hijo de un ciudadano batllista que defendió con convicción sus ideales democráticos en todos los instantes de su vida. Viví muchos años de la mía junto a un gran hombre, Luis Batlle Berres, que luchó con ardor por la libertad y la democracia e integró un partido, el Colorado Batllismo, y un país al que no podrán arrebatarle jamás la libertad”.
“¡Muy bien! ¡Muy bien!”, gritaron varios. Hubo más aplausos y todo terminó.
El Senado levantó la sesión a la 1.40.
A las 5.20 sonó “A don José”, por Los Olimareños, en la radio.
Después se difundió por cadena el decreto de disolución, firmado por Bordaberry y los ministros de Defensa e Interior, Walter Ravenna y Néstor Bolentini.
Los tanques rodearon el Palacio.
A las 7.05 los generales Esteban Cristi y Gregorio Álvarez encabezaron el ingreso de los militares al Parlamento.
“Cuando tenía que explicarle a mis alumnos en clase, utilizaba la foto del Palacio cercado por tanques y les mostraba que en un rincón había un señor muy enfundado en ropa con un perrito”, cuenta Ribeiro. “Yo decía: ‘¿Ven? Este es el nivel de la vida cotidiana. El perro tiene que salir a la calle. Pero enfrente está el impacto de la gran noticia que la historia recogerá: el tanque rodeando el corazón de la democracia’”.
Luego vino la huelga general y el 9 de julio a las cinco de la tarde una enorme manifestación en la Avenida 18 de Julio, que terminó con represión y sería la última gran expresión popular de resistencia, al menos por muchos años.
Pero, se sabe, parte de la sociedad apoyó la dictadura y hasta la vio con alivio. La historiadora Ribeiro menciona una encuesta que marcaba que casi el 40% de los uruguayos pensaba que los militares iban a poner las cosas en orden. “Con el golpe desapareció esa confrontación que estaba en la calle, que te podía alterar el día. Pero eso pasó porque funcionó una máquina de terror, una máquina que le tocó a algunos y a otros no”, explica. “El que no tenía a un familiar implicado, ya sea preso o exiliado, o él mismo no estaba en esa situación, capaz sentía que vivía tranquilo. Eso también hay que entenderlo y no hay que estigmatizarlo”.
Quirici, profesor de historia, dice que los que apoyaron el régimen “no eran la mayoría” pero tampoco eran tan pocos, así como los que callaron pero estaban del lado de enfrente a la dictadura: “Hubo muchos que no hicieron nada públicamente pero, si sabían que al vecino le habían llevado preso al padre, ayudaban a la familia como podían. Esa solidaridad no está en los libros, recién empieza a aparecer”.
La dictadura duró 12 años y Bordaberry sería destituido por los militares en 1976.
El resultado más cruel: hubo miles de presos políticos y exiliados. Y 197 personas desaparecidas por la acción del Estado uruguayo entre 1968 y 1985, según los datos de la Secretaría de Derechos Humanos para el Pasado Reciente.