Selfies y saludos en la calle
El papa Francisco canonizó a Francisca Rubatto, la primera santa uruguaya, tras investigar un milagro ocurrido en Colonia en el año 2000. Esta es la historia de un hombre tímido al que creen sagrado.
Las manos gruesas, curtidas, ásperas de Jonathan Moris acarician la lustrosa madera de la banca cuando el arzobispo de Montevideo, Daniel Sturla, comienza su sermón y anuncia que hoy es un día para experimentar el asombro.
Es un domingo gélido, pero la Catedral Metropolitana está repleta. En el corazón de la plaza Matriz, algunos turistas recorren el templo en puntas de pie, curiosos ante la presencia de tantos fieles y religiosos. Esta no es una misa cualquiera: la comunidad católica celebrala canonización de la primera santa uruguaya. Un episodio insólito que en el país más laico de América enardeció a los creyentes pero, en cambio, resultó una anécdota indiferente para la mayoría de la sociedad.
Apenas uno de cada tres uruguayos es devoto de la Iglesia Católica, mientras que la casi mitad de la población declaró ser atea, agnóstica o carecer de religión en el último análisis del Latinobarómetro. La convivencia con los laicos, sin embargo, nunca fue un problema para la particular madre Francisca Rubatto, la flamante santa nacida en Italia en 1844 y fallecida en Montevideo en 1904. Una mujer criada en la pobreza y que por esas cosas de la vida —“o la providencia del señor”— heredaría la fortuna de una condesa, a la que renunció a los 40 años para fundar la Congregación de las Hermanas Capuchinas, tomar los votos tardíamente y cruzar siete veces el océano para expandir su obra de Génova a Montevideo, Rosario y el norte de Brasil.
Aquí cuidó enfermos, alimentó a los pobres y creó talleres para educar especialmente a las mujeres. Fundó tres colegios, el más importante está ubicado en Belvedere, el barrio en el que pidió ser enterrada y en cuyo templo están sus restos. Pero el milagro definitivo que la convirtió en santa habría sucedido un siglo después de su muerte.
Su protagonista es Jonathan Moris, un hombre de 36 años nacido en Colonia, que escucha el sermón con timidez, que apenas susurra algún que otro cántico, que no se persigna cada vez que el resto lo hace, que baja la mirada cuando Sturla lo nombra.
Dice el arzobispo, con la voz aterciopelada por el eco:
—Hoy está Jona. Recibió la gracia de su curación por intercepción de la madre Rubatto. Que el señor nos permita ver su gracia en tantas personas santas. Los santos de la puerta de al lado son testimonio viviente de Cristo.
Unos años atrás, guiado por su propósito de modernizar y fortalecer a la Iglesia Católica, el papa Francisco modificó las reglas de la canonización y propuso que se busquen “los santos de la puerta de al lado”, es decir de clase media, cercanos a los pobres, a contracorriente de la criticada tradición que asociaba la santificación a la riqueza. Un famoso estudio publicado por la Universidad de Chicago en 1955 había revelado que, de los 7.000 santos y beatos registrados en ese momento, el 78% había tenido un alto estatus social.
Este domingo en Montevideo, como un reflejo del nuevo paradigma, en el altar de la catedral hay un retrato de la santa con unas pocas ofrendas. Una bandera uruguaya y una italiana, una reliquia, un par de velas encendidas, un puñado de claveles y una cesta que dentro lleva lo que parece ser un pan.
—Los santos nos manifiestan que este resto de verdad ya está presente entre nosotros, que no es un ideal abstracto ni una utopía ideal de futuro: es Dios que actúa en el corazón humano y trae la salvación del cuerpo y del alma —continúa Sturla.
Una vez que termina la misa, ya no hay calma. Pasa esto: los feligreses se amontonan en el altar y se toman selfies junto a la imagen de la santa. Las hermanas capuchinas se agrupan para sacarse una foto y corean con alegría “¡viva la madre Francisca!”; algunas de ellas son africanas y acompañan los aplausos con ese aullido sostenido que se llama zaghareet. En medio del tumulto está Jonathan Moris. Hay personas que le piden una foto, otras que lo abrazan, que le palmean la espalda, que le dan la mano. La mano que una semana atrás estrechó el papa.
Dos camarógrafos le piden que conteste unas preguntas. Él acepta. Habla tan bajo y es tal el griterío que sus respuestas son inaudibles. Frustrado, uno de estos periodistas lo toma del brazo, se abre paso entre la muchedumbre y lo lleva al altar. Quiere un relato más fervoroso.
—Contame, ¿qué significa entonces para vos haber recibido este milagro? —le dice, mientras agita los brazos pidiendo silencio y con otro gesto le insiste al entrevistado que hable alto, con fuerza.
Pero Jonathan Moris le responde lo mismo que antes y que la semana pasada declaró en Roma, a los medios que cubrieron la ceremonia de canonización en el Vaticano. Está muy agradecido con la santa y todos los que oraron por su recuperación, pero dice que él es “un testimonio, no el protagonista del milagro”.
Él es Jonathan Moris.
Un electricista que vive en Colonia.
Que está casado.
Que tiene tres perras.
Que en sus ratos libres hace teatro.
Que no es una criatura sagrada.
La curación.
Es martes de noche en Colonia del Sacramento. El muchacho del milagro regresa a su hogar desde Juan Lacaze, donde pasó el día haciendo reparaciones eléctricas para la UTE. Viaja en moto. La temperatura indica tres grados bajo cero. Cada kilómetro que avanza se siente como atravesar una finísima vitrina de hielo. Es tanto el frío, que incluso después de un baño caliente Jonathan Moris tiembla. Se disculpa por eso.
Estamos en la casa de su madrina. Él vive junto a su esposa en una vivienda en el fondo del terreno; su madre en otra casa contigua. Sobre un aparador, hay decenas de trofeos de ciclismo que ganó su primo. Antes del accidente, Jonathan Moris también triunfó con la bicicleta. Fue campeón nacional. Además tenía un futuro promisorio en el fútbol. Jugaba en Plaza Colonia, cuando el cuadro estaba en segunda división. El día que se torció su destino, iba camino a la última práctica antes de ir a jugar a Montevideo.
Sucedió el 24 de marzo de 2000. Era un viernes. Tenía 14 años.
—Salí del liceo y fui a clases de computación. De ahí me fui al comercio de mis viejos, un almacén. Comí algo antes de salir para fútbol. Agarré la moto y ya no me acuerdo de más nada. Me desperté en la sala intermedia. Mi madre me dijo, “tuviste un accidente, estás en Montevideo”. “¿Y la moto?”, le pregunté yo —reconstruye dos décadas después.
De todas las motos recauchutadas que había tenido, aquella había sido la mejor. Como todos en aquel entonces, no usaba casco. Ni bien se asomó a la ruta, a la altura de un barrio llamado Iglesia, lo atropelló un vehículo que venía a contramano. Su madre, Daniela Caraballo, oyó un estruendo. Primero vio un champión, después sus cuadernos desparramados en el asfalto. Guarda la imagen de su hijo elevándose en el aire por el impacto —“volando”, dice— y luego cayendo, de cabeza contra el suelo.
La ruta estaba desierta. El ruido del accidente atrajo a vecinos, que llamaron a la ambulancia. En el hospital de Rosario le hicieron los primeros exámenes y de ahí lo trasladaron al hospital Pereira Rossell, en la capital del país. “La médica me decía, ‘de acá sale vivo, pero no sé si llega a Montevideo’”, cuenta la mamá.
Le pidió a su hermana Andrea, radicada en Montevideo, que la esperara en el sanatorio. En ese entonces Andrea era catequista y docente en el colegio que Francisca Rubatto fundó en Belvedere. Tras la llamada detuvo la clase y le avisó a la hermana Cándida, la superiora, que partía a ver a su sobrino. La monja le sugirió que antes rezaran.
La tía Andrea se llevó consigo una medalla de Rubatto, que en 1993 había sido declarada beata, tras el reconocimiento de un primer milagro por la recuperación de un joven moribundo en 1939, en Génova. En el hospital colocó el amuleto debajo de la almohada de su sobrino.
“Los días que siguieron en el colegio fue un alboroto”, describe Rosa Ketchedjian, conocida como la hermana Querubina. Las monjas, los docentes y los alumnos le rezaron a diario a Dios para que a través de la intervención de la madre Rubatto se recuperara Jonathan Moris.
Según la documentación que analizó la Congregación para las Causas de los Santos — a la que accedió El País—, el adolescente ingresó con un trauma craneoencefálico con hemorragia subaracnoidea severa, coma severo, hipertensión intracraneal y daño axonal generalizado. También se estipula que el 1° de abril los médicos suspendieron la sedación para ver qué acontecía. Al día siguiente, “ante la sorpresa del cuerpo médico”, dio “señales de vida”. El día 4 movió las extremidades superiores y el 5 lo desentubaron.
Jonathan Moris respiraba solo y reconoció a su madre. Se movía pero con dificultad, sobre todo en el lado izquierdo, y tenía un ojo desviado. Tres meses después, volvió a su hogar.
Así lo recuerda:
—Mi cabeza se despertó como de una siesta larga y quería hacer todo. Había gente del barrio esperándonos en la ruta, el ómnibus se detuvo para saludarlos. Era como si hubiese salido campeón de algo.
Su madre describe la misma escena y añade la imagen de un vecino que tiró fuegos artificiales y al que ella le pidió que por favor parara porque los ruidos fuertes le resultaban insoportables a esta nueva versión de su hijo, recién dado de alta, que poco se parecía al chico que era.
“Era un gurí tan sano que nunca había tomado una aspirina”, dice. Pero aún recuperándose, con medicación, Jonathan Moris tenía tics nerviosos y no podía apoyar los talones, cubiertos de dolorosas esporas. “Llegué y todo bien, pero luego me estanqué y empecé a ir para atrás. Del comercio de mis padres al liceo había 13 cuadras. Al principio tenía que parar cinco veces en el camino. Después 10, después 15, hasta que en el peor momento me sentaba 68 veces”, relata.
Resultó que la medicación le hacía mal. “El cuerpo la asimilaba más de lo que debía”, resume él. Con el paso del tiempo, mejoró hasta no tener ninguna secuela. Volvió a practicar deportes. Dice el documento de la investigación, “tras el alta se realizaron tomografías computarizadas de control con referencias normales. La mejoría del paciente tras la suspensión de la terapia sedante fue muy rápida y la recuperación física y psíquica fue muy rápida; tanto es así que, al poco tiempo del alta, el joven es declarado absolutamente asintomático”.
Otro informe cita un control realizado el 23 de mayo de 2002: “Estado actual: sin síntomas desde hace dos años. Convulsiones: no”. Además, la prueba neuropsicológica del 5 de junio de 2002 es negativa, “los valores deben considerarse dentro de los normales para su edad y su nivel académico”, indica.
La posibilidad de que Jonathan Moris hubiera experimentado una curación de características milagrosas, es decir “rápida, completa y duradera”, “inexplicable por la ciencia”, comenzó a rondar los pensamientos de la tía Andrea. “Permanentemente me decían que no se iba a salvar, y que si se salvaba quedaría muy mal. Cuando salió del coma, empiezan a ver que todo va bien y un médico me dijo que la ciencia no tenía nada que hacer ahí”.
¿Sería un milagro? Lo planteó a las hermanas de la congregación. “Hice un testimonio con todo lo que había pasado. Hablé con las personas que habían rezado y con los médicos que lo trataron. Lo entregué y lo llevaron a Italia para comenzar el proceso de canonización”.
Pero en el Vaticano lo rechazaron.
Selfie milagrosa.
La hermana Nora Azanza fue una alumna ejemplar en el último de los ocho colegios que fundó Francisca Rubatto en Rosario, Argentina. Pero durante todos esos años en el instituto la vida que estudiaba era la de San Francisco de Asís: “La historia de Francisca estaba todavía bastante opacada”, dice sin rodeos, en su oficina del colegio San José de la Providencia en Belvedere.
Hace apenas 24 horas que conoció a Jonathan Moris, el hombre de manos gruesas y bajo perfil que sin proponérselo le dio un cierre a un proceso que ella, cincuenta años atrás, ayudó a encausar.
Fue recién en la década de 1970 que la congregación incorporó a Rubatto en su nombre, y que una superiora determinada a sacarla de las sombras creó un centro de estudios en Italia para reconstruir la historia de vida de la fundadora. A esto le dedicó siete años de su juventud la hermana Nora, junto a una colega. “A puro coraje”, las dos veinteañeras recorrieron la ciudad de Carmagnola para desentrañar la infancia y adolescencia de Ana María Rubatto, en el seno de una familia obrera, creyente, signada por la muerte del padre, dos hermanas y tres sobrinos.
Después siguieron a Turín, donde permaneció de los 20 hasta los 40 años. Rubatto se había mudado con su madre, una hermana y su padrastro. Tras la muerte de su madre, vivió con la hermana y su cuñado. No tenían una buena relación. “La retaban mucho por una característica muy bonita de ella que es la libertad de acción. Ella quería ser libre, no quería casarse”, dice la hermana Nora. Luego pasó al servicio de una condesa que al morir la convirtió en su heredera.
—¿Rubatto era una mujer rica?
?
—Bien rica. La condesa le había dejado también un lugar en su mausoleo. Tenía vida y muerte asegurada, y dejó todo porque un capuchino que, mientras ella estaba de vacaciones en Loano la había visto socorrer a un obrero herido, le insistió para que formara una congregación.
Se unió a la obra de Don Bosco y a la de Benito Cottolengo. Y a los 40 años, incentivada por Don Bosco, dio el paso, comenzó una nueva vida como María Francisca de Jesús y fundó una congregación. Inspirada en la obra de su referente, se concentró en los más marginales de la sociedad e incorporó la instrucción educativa a la catequesis, el modelo por el que fue muy criticada.
—Incluso el obispo se lo prohibió.
—¿Por qué?
—Porque ella recorría el puerto, caminaba por todos lados y estaba mal visto una mujer metiéndose en lugares de malvivientes y proponiendo formarlos. Era inconcebible. En ese tiempo, una religiosa debía pasar su vida detrás de los muros de un convento.
En 1892 llegó a Uruguay, donde le habían dicho que miles de inmigrantes italianos no tenían atención. Y de ahí a Argentina y al norte de Brasil.
El proceso para canonizar a Rubatto había comenzado en 1944, pero la causa había quedado detenida. La investigación de la que participó la hermana Nora logró responder preguntas claves “para evaluar sus virtudes teologales y cardinales”, que constituían un listado de 20 contradicciones planteadas por el postulador de la causa y un grupo de abogados que analizaron los testimonios recopilados.
Una tragedia con más de 250 muertos
En 1901 una tragedia marcó la vida de Francisca Rubatto. Un año atrás, había realizado una travesía de 53 días para ingresar a la selva del Amazonas, en Brasil. La acompañaban siete jóvenes monjas que quedaron a cargo de la misión. Rubatto regresó a Génova y, unos meses después, las monjas, las niñas a las que educaban y el resto de la población fueron masacradas por unos indígenas. Una empresa le habría dicho a ellos que las religiosas robaron las tierras.
La supuesta curación de un joven con septicemia generalizada en Génova, en 1939, fue el primer milagro de Rubatto que investigó el grupo de teólogos y médicos de la Congregación para las Causas de los Santos. Estos expertos la decretaron beata y tuvo la aprobación del papa Juan Pablo II en 1993. Convertida en beata, desde ese momento Rubatto pudo recibir culto público. “Luego se empezó la búsqueda del segundo milagro necesario para la canonización. ¿Qué se hace? Se reza, se reza, se reza para pedirle a Dios su intermediación”, cuenta la religiosa.
Hubo tres casos de “curaciones milagrosas” que fueron rechazados por el Vaticano porque “no eran causas suficientemente sólidas”. De hecho, cuando postularon el milagro de Jonathan Moris, la Congregación para las Causas de los Santos exigió que se realizaran más estudios a través del tiempo para así corroborar que efectivamente no hubiera secuelas del accidente.
Fue la hermana Querubina, de profesión abogada, quien visitó a cada médico para documentar el tratamiento y también acompañó a Jonathan Moris en 2006, en 2012 y en 2018 a repetir todos los exámenes que, según el documento al que accedió El País, en cada ocasión confirmaron “la completa recuperación”.
Esa gestión no siempre fue agradable, reconoce la hermana de 89 años. Entre una decena de médicos citados en el documento, está el nombre del pediatra Walter Pérez, que en el 2000 era responsable de la Unidad de Terapia Intensiva del Pereira Rossell. Dos décadas después, el especialista no recuerda los detalles del caso, pero cuando se le pregunta qué expectativas de mejoría podría tener un paciente con ese diagnóstico, responde: “La mortalidad es muy alta al inicio. Si sobreviven, queda el flagelo de las secuelas especialmente cognitivas, neuromusculares y psicológicas”. En un trabajo publicado en 2004, en el que se le realizó un seguimiento a 50 niños con traumatismo de cráneo grave, se concluyó que alrededor de un 25% presentaron buena evolución.
Para algunos, ante estos casos hay una explicación natural, y para otros la fe mueve montañas. Con el aval de los expertos del Vaticano, el 22 de febrero de 2020 llegó la noticia de la canonización pero se pospuso dos años debido a la pandemia.
El 15 de mayo pasado, durante la ceremonia frente a 45.000 fieles en la Plaza de San Pedro, Jonathan Moris se sintió raro.
—¡El miracolo!, me decían en Roma. Me tocaban, me sacaban fotos, un hombre me agradeció llorando, porque me dijo que era devoto de Rubatto —cuenta.
De regreso en Uruguay, estas escenas se están replicando. En el país más laico de América, un hombre tímido es considerado una criatura milagrosa. Le solicitan que rece por los enfermos, lo tocan y le piden estrechar la mano que unos días atrás acarició el papa.
—Se las doy, pero yo soy la misma persona que era antes de irme y esta es la misma mano que todo el día sostuvo un destornillador.
Ahora que muchos volvieron a hablar de él como el muchacho del milagro, un sentimiento que tenía enterrado volvió a surgir, algo que se parece a una responsabilidad, o a una culpa.
Dice:
—Cuando pasó el accidente, yo lo tomaba como un castigo. ¿Qué hice mal?, me decía. Ahora es una montaña rusa de emociones y no sé todavía qué tengo que hacer con esto. Hace un tiempo me preguntaba por qué yo. Ahora me estoy preguntando, ¿en realidad me lo merezco?
Nuevas reglas en la Iglesia para evaluar milagros
En 2016 el papa Francisco reformó las reglas de evaluación de los milagros, para hacer el proceso más exhaustivo y transparente. Puso un límite de tres veces para postular un mismo caso, luego debe ser descartado. Además, el pago a los médicos expertos (la junta está conformada por siete profesionales, con salarios de unos 450 dólares cada uno), costos administrativos y de la investigación solo puede realizarse mediante transferencia bancaria. A su vez, se eliminó la condición de la mitad más uno para avalar un caso: ahora se requiere el sí de dos tercios de la junta médica. Los religiosos entrevistados dicen que el proceso de canonización es “minucioso”, “largo” y “costoso”, por eso en muchas ocasiones las “causas quedan detenidas”.