A primera vista esta es una historia como miles. La de una pareja que se separa tras años de convivencia, que termina rompiendo puentes, que transforma el amor en ira, casi en odio. Y dondehay un niño (en este caso una niña) que queda, con toda su inocencia a flor de piel, en el medio del duro conflicto. Lo que la hace distinta es que el conflicto empezó en Montevideo pero ahora se desarrolla a 4.129 kilómetros de distancia.
Y la lejanía, se sabe, complica todo.
De un lado, en Montevideo, Nicolás, de 48 años. Y en Lima, Romina, una peruana de 43. También una niña, llamémosle Carolina, que cumplirá nueve años de edad en Perú en unos pocos días.
Carolina (su nombre ha sido cambiado para preservar su identidad) vivió hasta los seis en Uruguay; después su madre la llevo a Lima prometiendo un pronto regreso que nunca sucedió. En Montevideo quedó su padre, su hermana (digamos que se llama Adriana, de 21 años, hija de otra pareja de él), su tía y primos. En Lima la niña vive con su madre y sus abuelos.
Nicolás dice que lo “engañaron”, que en 2021 Romina se iba por un tiempo con la nena pero esos meses se alargaron. Dice que no tiene recursos para pagar a un abogado y que ya pasó el primer año que la ley prevé para reclamar la restitución vía juzgado uruguayo, pero en ese tiempo él estaba esperando el regreso.
Romina, en cambio, cuenta una historia en la que hay insultos y celulares tirados con ira contra la pared. Hoy acusa a su expareja de manipulación y violencia, aunque nunca presentó una denuncia formal ni pensó en hacerlo. Dice que, con esta situación, la niña está bajo tratamiento psicológico.
Para contar esta historia no queda otra opción que contar dos historias: la de Nicolás y la de Romina.
Pero, antes, algo de contexto: casos como este suceden cada año en Uruguay aunque tengan poca difusión en la prensa, con excepción del recordado “caso María” (ver recuadro más abajo).
De hecho, en la última década la Justicia uruguaya ordenó la restitución internacional de 31 menores retenidos ilegalmente y la rechazó en 14 ocasiones. Esta estadística, sistematizada por El País en base a los informes anuales publicados desde 2013 por el Poder Judicial, incluye solo los casos tratados en los juzgados uruguayos y no tiene en cuenta los de menores llevados al exterior. En esas situaciones las autoridades uruguayas envían el pedido a cada país, para que se tramite.
En la pandemia disminuyó la frecuencia de las demandas, pero el ministro del tribunal de apelaciones de familia Eduardo Cavalli dice que no se volvió a cifras precovid: “Antes de la pandemia teníamos casi un caso por mes, ahora bastante menos”. Este año, por ejemplo, hay un solo caso nuevo en los tribunales de apelación: una solicitud presentada desde Venezuela.
En cambio, desde la Autoridad Central de Cooperación Jurídica Internacional del Ministerio de Educación y Cultura, que centraliza las denuncias, dicen a El País que el número de solicitudes ya es similar al previo a la pandemia. A inicios de 2021 el abogado Daniel Trecca, jefe de la oficina, había informado a El País que en el año anterior habían intervenido en unos 20 casos entre pedidos locales y de afuera. Lo habitual era entre 30 y 40 casos al año.
Una versión: "A mí me engañaron"
Jueves a las cuatro de la tarde en un restorán en las afueras del Punta Carretas Shopping. Nicolás espera en una mesa con un café, dispuesto a contar su versión de esta historia. Las comunicaciones con El País, previas a esta entrevista, se arrastran desde medio año antes.
Él decidió contar su verdad porque, dice, puede servirle a otros padres en situaciones similares a la que él vive desde hace casi tres años.
Nicolás se dedica al marketing y al diseño gráfico y vive en Punta Carretas. La relación con Romina empezó hace unos 14 años y era virtual, a través de la aplicación Match. Él fue a conocerla a Perú y a los pocos meses ella se vino a vivir a Uruguay y se alojó en la casa de Nicolás, que entonces vivía en Parque del Plata.
En aquella época ella estudiaba hotelería y con los años se dedicaría a la repostería, algo que mantiene hasta hoy. Se enamoraron, “le gustó Uruguay” y se quedó, dice él. Ella empezó a trabajar primero en el Mercado del Puerto y luego en la cocina de un hotel. Pasaron los años, la relación se hizo fuerte y en 2015 nació Carolina.
Pero avancemos a 2020 y, ya con pandemia, se complicó el trabajo de ambos y con eso la relación de pareja. En aquel momento llevaban adelante una empresa de cupcakes; ella se encargaba de la cocina, él del marketing. Los pedidos se desplomaron de un día para el otro.
—Bajó mucho el trabajo, los locales no abrían, la gente no hacía cumpleaños. Ahí empezamos a tener discusiones y en un momento terminamos —dice Nicolás. Él después conoció a otra mujer pero por un tiempo vivieron todos juntos—. Yo ahí no estaba pagando el alquiler del apartamento, no me daba la plata y tuve que dejarlo. Ella entonces me dijo que iba a irse un tiempo a Perú; no quería que nuestra hija pasara por todo eso. Ya nos habíamos separado pero nos llevábamos bien.
Fue en agosto de 2021, la niña tenía seis años.
—Yo estuve de acuerdo con que se fueran. No era la primera vez que iban de visita a Perú pero ella me dijo que volvía a los pocos meses. Era hasta que se acomodara todo y las cosas mejoraran por el tema de covid. Se iba a la casa de los padres. Eran dos o tres meses, no tres años —dice y se ríe, irónico—. Pasaron tres, cuatro, cinco, seis, siete meses... Un año. ¿Y esto? No entiendo cómo las autoridades no controlaron que ella no volvió, la niña es uruguaya, la embajada debió haber ido a buscarla.
Nicolás muestra en su celular mensajes de WhatsApp donde ella le decía que iba a volver. “Mi idea siempre ha sido ir a Uruguay porque estás tú y está Adriana principalmente”, le escribió por ejemplo en enero de 2023. En los meses siguientes hablaron sobre los detalles de su regreso, la búsqueda de casa para ella, la reactivación de la empresa de cupcakes y quedaron que el dinero para empezar saldría de la venta de un auto en Uruguay.
—A mí me la estiró porque hay un tratado de La Haya que dice que, tras un año, yo no tengo ya derecho a reclamar. Ella se ve que sabía eso y en realidad no tenía intenciones de volver, yo no sabía nada, no nací con un libro de leyes bajo el brazo.
—¿No pensaste en que quizás para ella ya no tenía sentido vivir en Uruguay? Se puede llegar a entender, no era su país.
—Pero me engañó... Me dijo que volvía y no volvió. Yo siento que fui estafado.
—Pero si te decía “me voy y no vuelvo” era un problema...
—Ahí yo no la dejaba ir.
Nicolás no entiende cómo Carolina salió del país sin su permiso expreso, pero lo cierto es que eso es posible si el menor tiene pasaporte. Con ese documento y en el caso de que uno de los padres no quiera que se vaya, debe presentarse un reclamo judicial para impedir la salida. El permiso de menor solo se debe presentar si el niño que viaja no tiene pasaporte y en ese caso el padre que no viaja lo autoriza a salir.
—Los pasaportes se dan por 10 años. ¿Cómo saben Uruguay y Perú que los dos padres siguen juntos y que ambos autorizan que la niña salga del país? ¿Cómo lo permiten? —pregunta, irritado.
—¿En qué momento ella te transparentó que no va a volver?
—En mayo del año pasado vendí el auto y le avisé. Al otro día Romina me dijo: “No voy a ir a Uruguay”. Me liquidó.
Por WhatsApp le dijo que ella no había sido “feliz” en Uruguay. También que se había “desintoxicado”, que lo mejor para su vida y la de su hija era Perú y que, si antes no había dicho nada, era “por miedo” a su reacción. “Haceme un juicio si quieres, pero yo no viviré en Uruguay”, terminaba un mensaje.
El reclamo de Nicolás: "Mi país no me ayuda"
Nicolás ya consultó a tres abogadas distintas. Y le dijeron que, en esta situación y ya pasado el primer año de residencia en Perú, a nivel legal desde Uruguay solo se puede negociar un régimen de visitas con la otra parte. Algo que él no ve prioritario, sobre todo por el costo que le implica.
—La primera abogada que consulté me hizo hacer un papel para que Romina firmara, donde se comprometía a venir y aceptaba, con algunas condiciones, el dinero que yo le daba del auto. Ese dinero después me lo iba a ir devolviendo. Lo firmó y me lo mandó. Esa abogada tuvo que dejar el caso por problemas personales y la segunda abogada me dijo que el papel no tenía validez porque no incluía siquiera un sello notarial.
—¿Y qué más te dijo esa segunda abogada?
—Estuve un mes y pico hablando con ella y me sale con que me cobraba 4.000 dólares para negociar un régimen de visitas. Yo no tenía ese dinero, me mató. Todo para hacer un papel que dice que yo tengo derecho a verla, que la puedo traer de diciembre a febrero a Uruguay. Lo iba a presentar en una oficina del Ministerio de Educación y Cultura. Me dijo que era mucho más rápido por ahí que llevarlo al juzgado. Después tuve una tercera abogada, de Atlántida, pero siempre van por el camino del dinero. Para hablar te cobran. Para hacer un papel te cobran. ¿Qué hice yo? Me metí en la web del Poder Judicial para conseguir agenda en el juzgado de familia y ver si tenía suerte. Todo saturado, no hay nada.
—¿Saturado?
—No hay lugar... Hace tiempo que busco y nada. Mirá —dice y muestra capturas de la web del Poder Judicial—. Desde el año pasado “no hay disponibilidad”. Me duele que mi país no me quiera ayudar. Hablé con la embajada de Uruguay en Perú y me dicen que ellos no pueden hacer nada, que no pueden hablar con la madre. Me dicen que vaya a la Justicia.
—Pero has ido a Perú y viste a tu hija: no te lo impiden.
—Eso jamás. Cuando voy a Perú, la veo. Pero, como me dijo una abogada, “en cualquier momento se puede ir a otro lado y le perdés el rastro”. Sí, yo voy, ta, perfecto. Pero hay un tema acá: no puedo seguir viajando cada seis meses, la veo, ella se pone a llorar, yo me pongo mal. ¿Te parece saludable para ella? No lo es. Y para mí tampoco. Hace tres años que vengo sufriendo. Tomo Gloriax, una pastilla para dormir. Fui a psicóloga, no me sirvió.
Nicolás viajó cinco veces a Perú en tres años, una de ellas con su otra hija. Se suele hospedar en un apartamento que alquila en La Molina, el barrio donde vive Carolina, que Nicolás define “como Malvín”.
—Entre pasajes, apartamento y comida, más cosas que le compro a ella, gasto unos 1.800 dólares. Pero lo tomo como una inversión en mi hija. Ahora cumple años en unos días, no tengo dinero para ir. Tampoco voy a poder estar allá para el día del padre de Perú ni de Uruguay.
Nicolás dice que en esos viajes comparte desde la mañana a la noche, aunque la niña rara vez se queda a dormir, prefiere hacerlo en su casa.
—Nos reímos mucho. Hace un tiempo tuve que aprender a jugar Roblox; juego con ella a la distancia y, mientras, hablamos largo rato. Yo juego en la computadora, ella en la tablet que le compré. Le voy preguntando del colegio y cosas así. Es una niña, si hablo con ella se aburre... No va a estar 40 minutos hablando conmigo... Pero desde que vendí el auto, cambió todo. Todo cambió. Pasan días que no hablo. Le apagan el celular y la tablet. Se descarga y no lo cargan... Mirá —dice y muestra su teléfono—. La mamá y sus padres me tienen bloqueado. Y a mi otra hija también. Y eso que la conoce de chiquitita.
Con Romina él venía teniendo una relación mínima “básica” y tensa, dice, pero ahora ya no existe esa relación. La posibilidad de regreso se esfumó.
Hace unas semanas hizo una consulta en la Dirección Nacional de Migración y le recomendaron presentar una denuncia policial. Lo hizo el 6 de mayo: allí indicó que la madre de la niña tomó la “decisión unilateral de permanecer en Perú, impidiendo así el regreso” de Carolina “al lugar de residencia habitual”. También dijo que desde el 2 de mayo no tenía “conocimiento” del paradero de la niña ni había podido “establecer comunicación”. Y denunció: “Esta situación vulnera mis derechos como padre y los derechos de mi hija a mantener una relación fluida y continua con ambos progenitores”.
—¿Cuál es tu objetivo ahora?
—Primero, que se me respete la comunicación con mi hija. Segundo, que ella se venga a vivir a Uruguay con su madre. Pero además yo hoy no puedo decidir sobre mi hija. Si tiene las uñas largas, si está bien o mal vestida, si está despeinada, a qué colegio va... La mandaron a psicólogo pero no me dicen por qué. No he logrado que me pasen el contacto de la psicóloga. La madre dice que está súper feliz, yo no la veo así cuando hablamos. Mandé mails al colegio preguntando cómo está el rendimiento de mi hija, porque la madre no me pasa nada.
—No participás de las decisiones.
—De nada. Yo no existo, no existo. Me dejaron de lado totalmente. ¿Dónde están mis derechos como padre, aunque esté a 4.500 kilómetros de distancia? ¿Y los derechos de ella de tener una hermana y un padre cerca? La figura paterna es fundamental en la vida de un niño. Yo puedo entender que allá están sus papás y los míos ya murieron, ella no tiene abuelos acá. Pero ellos quieren que se olvide de su país, de su padre. Si le envío una foto de Uruguay, o de mi familia, me lo reclaman, me dicen que no está bien.
Nicolás define a su hija chica como “una niña súper alegre, muy inteligente, llena de vida”.
—Yo la extraño y me estoy perdiendo años de su vida que nunca voy a recuperar —dice y se quiebra, se pone a llorar, mientas de fondo en el bar suena una canción de pop meloso—. Fijate que mi otra hija ya tiene novio.
El recordado "caso María": ¿qué pasó?
El llamado “caso María” ocupó amplios espacios en los medios en la segunda mitad de la década pasada. La historia se había iniciado en 2016, cuando el padre español de una niña presentó una demanda de restitución internacional argumentando que la pequeña (que había llegado con tres años a Montevideo) estaba siendo retenida por su madre uruguaya sin su consentimiento. Este proceso se complejizó al colisionar con una denuncia de abuso sexual a la niña (presentada por la madre contra el padre) como argumento para justificar el riesgo que implicaba regresar al país del progenitor.
El proceso de restitución se prolongó por más de dos años, hasta que la Justicia uruguaya mediante tres sentencias distintas habilitó la restitución de la niña a España. “Los jueces uruguayos lo único que tenían que resolver era si la retención fue ilícita o no, y se consideró que lo fue”, recuerda el juez Eduardo Cavalli. Luego la Justicia de España achivó las denuncias de abuso sexual y violencia doméstica. El padre solicitó y obtuvo la tenencia de la niña.
La relación entre Carolina y su hermana Adriana (a ella también se le ha cambiado el nombre para preservar su identidad) inevitablemente se ha enfriado.
Adriana, de 21 años, da su versión de los hechos. Dice que lo ha sentido como una situación “horrible” porque de un momento a otro dejó de ver a su hermana. “No entiendo por qué nos cortan el contacto con ella, perdemos la comunicación, yo no sé en qué anda. Dependemos de poder tener la plata para ir a verla. Es medio fuerte que me hayan roto el lazo”, lamenta. Igual que su padre, le escribe por WhatsApp y muchas veces no responde. ¿Qué recuerda de los días con su hermana en Uruguay? Le viene a la cabeza la imagen de “una niña preciosa que siempre copiaba lo que hacía” como suele pasar con los hermanos más chicos, que practicaba ballet y le encantaba maquillarse.
Adriana admite que en Perú su hermana vive “bien” pero que, “lo mínimo”, le gustaría que viniera de visita. “Y lo mejor es que se radicara acá con mi papá”.
Volvemos al bar en Punta Carretas.
—¿No hay denuncias de violencia doméstica en tu contra o algo similar que explique el alejamiento?
—No, no, peleas como cualquier pareja normal. Ella nunca presentó ninguna denuncia. Acá no hay nada de violencia ni nada que justifique que se aleje a mi hija.
Nicolás dice eso y luego facilita el número de teléfono de su expareja para que ella cuente su versión. Su historia.
La otra historia: "Ataques de ira".
“Todo lo que venga de parte del papá de mi hija puede no ser verdad”, responde Romina por WhatsApp y pide que se le pasen “credenciales” que confirmen que del otro lado del teléfono hay un periodista del diario El País de Montevideo.
Casi 48 horas después, responde con un mensaje escrito cargado de preguntas y duras acusaciones sobre su expareja.
“¿Es el mismo Nicolás que agarró el celular de mi hija para destrozarlo, dándole un susto de por vida, así como hizo con mi celular en sus tantos ataques de ira, entre tantas otras cosas, por lo cual la niña está en tratamiento psicológico?”, pregunta. “¿El que me insultaba constantemente cuando no actuaba como él quería, hasta que tuve que comunicarme por violencia doméstica al *4141 para que me pudieran ayudar ante mi situación desesperada?”.
Romina habla de “violencia psicológica y monetaria, manejando además él solo las cuentas del banco”. Pero luego dice que no quiere explicar lo que escribió ni dar una entrevista. Dice que son “situaciones dolorosas” aunque en realidad nunca hizo denuncias “en serio” ante las autoridades porque no lo consideró pertinente. “Lo que quiero es no saber más nada de esa persona. Yo a él no lo molesto para nada, pero él siempre encuentra la forma de hacerlo conmigo”, comenta desde Lima y cierra la comunicación.
Consultado, Nicolás dice después que el episodio del teléfono es verdad (“no lo oculto”, aclara) y que fue un hecho aislado que “ella siempre nombra”, cuando en un día de enojo en Uruguay rompió un celular contra una pared delante de la niña.
Quedan preguntas en el aire, que Romina no quiere ni le interesa responder, pero sobre todo queda una niña que, allá en Lima, sufrirá las consecuencias de una serie de decisiones de los adultos que la rodean o la rodearon en este triste periplo. En Perú o en Uruguay, esta historia tiene un final incierto pero seguro complejo. Como la de tantos otros casos que llegan cada año a los juzgados y a la oficina del Ministerio de Educación y Cultura.
Cómo funciona el proceso ante pedidos de restitución
Ante pedidos de restitución internacional de menores o en los procesos de fijación de regímenes de visitas internacionales, la Justicia uruguaya y la Autoridad Central de Cooperación Jurídica Internacional del Ministerio de Educación y Cultura se rigen por un convenio de La Haya de 1980 y por la Convención Interamericana sobre Restitución Internacional de Menores, así como por la ley 19.895, que regula la restitución de menores.
El juez Eduardo Cavalli, ministro del tribunal de apelaciones de familia, dice que en estos casos en el juicio “se trata de establecer si el traslado al exterior del menor fue ilícito o si el traslado fue lícito pero luego el padre o madre cambió de opinión”, en ese caso la retención es ilícita.
Si se prueba que fue ilegal , se ordena la restitución del niño al país de origen. El régimen se aplica a menores de 16 años y el plazo máximo es el primer año desde que el niño o adolescente salió del país. Pasado ese año, se considera que ese es el nuevo lugar de residencia del menor, “donde tiene domicilio, donde va al médico, a la escuela”, dice Cavalli.
En estos juicios juegan tres intereses distintos, explica el ministro, el de los dos adultos y el del niño. Este último “es siempre el interés superior porque es aquel interés que debe prevalecer en la consideración para la resolución del caso”, ya que el niño “está en situación de vulnerabilidad en relación a los padres, que tienen generalmente mayor poder, mayor madurez, mayor contacto, dinero”.
¿Y si pasó el año, como en el caso que se cuenta en estas páginas? “Se puede hacer un reclamo pero el país requerido no está obligado a devolverlo. En todo caso, el padre tiene que ir al país y reclamar la tenencia”, dice el juez.