Naná no se rinde y pide ayuda al gobierno para vender el invento que dice que revolucionará el sexo

Compartir esta noticia
Naná

Desde Manini a Delgado

A días de cumplir 89 años, Naná solo se preocupa por una cosa: conseguir que su invento se venda fuera del país. Confía en que revolucionará la salud sexual. Imparable, busca la ayuda del gobierno.

La primera vez que vi a Naná me cerró la puerta en la cara. Arotxa, el dibujante, me había convencido de que podría ser una buena idea que me contara la historia de su vida. Le habían comentado que tenía un apartamento en Montevideo cerca de la intendencia, y hacia allí fui una tarde de 2017. Busqué en cada uno de los edificios cercanos, hasta que la encontré. “Si le tocás timbre no va a atender. Mejor subí y golpéale la puerta”, me aconsejó el portero.

La puerta estaba al final del pasillo. Ella escuchó el golpe, pero nada. Yo podía oír sus susurros. Golpeé otra vez. Apenas entreabrió la puerta, desconfiada. Ahí estaba. Naná: bucles rubios, pestañas postizas, bata negra. Naná: dos sílabas que desde hace cuatro décadas en el Río de la Plata son sinónimo de la gestión del sexo pago. Naná: que además conducía junto a un ginecólogo un programa radial; que era contratada en las despedidas de soltera para aconsejarles a las mujeres cómo lograr una mejor satisfacción sexual.

Le pregunté si aceptaría una entrevista. Me dijo que no, que tenía un asunto con Estados Unidos y no quería que nada se interpusiera. No hubo caso.

Un tiempo después, otro informe me llevó a Naná. Preparaba un artículo sobre cómo se registran las marcas y las patentes de los inventosy la abogada de un estudio me dijo que la que tenía un invento patentado nada menos que en Estados Unidos era Naná, que por qué no la llamaba. Probé. Esta vez dijo que sí, pero dudó. Me llevó un mes concretar el encuentro.

La segunda vez que la vi, fue en 2019, en Punta del Este. Tenía 86 años. La cita fue en un edificio ampuloso, recién estrenado. Me recibió: bucles rubios, pestañas postizas, bastón. Su casa era un apartamento sin decoración: nada que me diera una pista sobre la mujer que tenía adelante. Una muchacha la ayudó a servir té, sánguches, más sánguches, una cheese cake.

Durante esa entrevista yo quería hablar de su pasado y ella del futuro. Para no decepcionarme, me contó que había sido criada por una abuela ciega y una madre que había sufrido por amor. Narró tres cambios de vida radicales. A cada etapa la bautizó con un nombre distinto.

Primero Nelly, trabajadora desde los 13 años, casada en la juventud con un hombre que la engañó, después “juntada” con un extranjero que no le permitía trabajar. Luego María Alejandra, dueña de una esplendorosa peluquería concurrida por celebridades de la década de 1960 y 1970. Después, tras perderlo todo, emigrar a Brasil y volver derrotada, tras un intento de suicidio que planeó pero no concretó, renació a los 46 años como Naná, una prostituta que para evitar el sexo con los clientes se las ingenió para caerles “macanuda”, bailándoles en el marco de la puerta y sacándoles conversación.

Los entrevistaba: que por qué iban a un prostíbulo, que qué pasaba en sus casas; para después mandarlos devuelta con sus esposas. Todavía en dictadura, la mandó llamar un comisario de Maldonado que le planteó que para bajar las violaciones habría que abrir un nuevo burdel. Necesitaba saber si ella, la más madura, podría dirigirlo. Y eso hizo.

Pero en aquella conversación a Naná no le interesaba repasar su vida, solo tenía corazón para su invento: un dispositivo circular, de silicona, que está convencida que revolucionará el sexo, permitiendo realizar distintas formas de sexo oral de manera segura. “Es el nuevo preservativo”, me dijo. Un producto que, si lograba venderlo en Estados Unidos, valdría millones. Y también: la llave para ser recordada. 

El problema es que el consulado le prohibía ingresar al país, a pesar de que durante la década de 1990 había viajado por largas temporadas a Miami. Ahí había hecho radio, televisión, la entrevistaban en las revistas femeninas. En Miami “Naná era Naná”. Acá, una mujer medio famosa a la que se saludaba por la noche, “pero de día nadie invitaba a una fiesta”.

Naná
Fotografía de Naná en la década de 1990. Foto: Archivo El País

Cuando se publicó el informe, a Naná la invitaron a decenas de programas, a los que no fue porque siente que no tiene “anécdotas para contar”. Luego, circuló el falso rumor de que había muerto.

La llamé a su casa y no contestó nadie. La llamé al prostíbulo.

—Naná, dicen que estás muerta.

—Deciles que no me voy a morir hasta que triunfe mi invento.

Desde entonces, Naná me llama. Para saber cómo estoy, para saludarme en el Día del Periodista, en Navidad, para desearme feliz año nuevo. Cada llamada termina con la misma promesa:

—Cuando esto salga, te llevo a Miami.

En el último año, las llamadas se hicieron más frecuentes y ella sonaba más ansiosa. Repetía que alguien tenía que ayudarla a vender el invento fuera del país, que es una cosa “buena y necesaria”: que su invento es prevención para la salud sexual, prevención contra el COVID-19.

“¿Y si hacemos otra nota?”, deslizaba. En los meses que siguieron, Naná no se rindió. Empezó a llamar al diario. Habló con periodistas, habló con editores.

Lo consiguió.

Es diciembre, vuelvo a Maldonado para entrevistarla.
Le aviso:

—Perdí el ómnibus, llego más tarde.

—Ay nena, por favor no demores. ¿Te gustan los sánguches? Te espero con sánguches. ¿Qué más querés? ¿Querés helado?

Le pido al taximetrista que me lleve a La casa de Naná. Cuando llegamos, el hombre frena el auto, baja y me abre la puerta. Se inclina. ¿Se inclina? Mejor no le aclaro a qué vengo.

Bienvenida a casa.

Son las cinco de la tarde y el prostíbulo más famoso de Uruguay está vacío. Las sillas sobre las mesas, las puertas de las habitaciones cerradas. No es un lugar glamuroso, es práctico.

Estuve aquí para el informe anterior y con Naná hicimos lo que más le gusta: ver televisión, sobre todo programas de preguntas y respuestas. Ya conozco el camino: paso detrás de la barra, atravieso una cocina angosta y llego a una habitación que es a su vez el comedor y el despacho de Naná. Ahí está: melena blanca, pestañas postizas, blusa de gasa. Me abraza.

Casi toda la habitación la ocupa una mesa y en las paredes hay placares, algunas de sus puertas con cerraduras. Más tarde me mostrará que dentro hay biblioratos con la documentación de la empresa y de “las chicas”, a las que les exige que tengan una unipersonal monotributista. En la mesa hay: un florero con jazmines de plástico, unos 15 centímetros de servilletas apiladas y un mantel floreado que pronto Yolanda —la limpiadora del burdel— llenará de bandejas.

Trae sánguches, arrolladitos, más sánguches, masitas: todo junto.

—Te voy a pedir que te sirvas, si no me da vergüenza —me dice Naná, con gravedad.

Naná tiene la costumbre de clavar sus ojos en los de su interlocutor. Está sentada en el medio de la mesa. A su derecha, tiene un teléfono con extensiones a cada una de las 33 habitaciones que le alquila a “las chicas” y junto al teléfono un espejo redondo, demasiado grande, con lupa: como para escanearse la piel. En esa esquina hizo colocar un mural con una fotografía en blanco y negro que le tomó un cliente cuando ella tenía 46 años y empezaba en este negocio. A esa foto, la superpuso sobre el escenario más cliché de Río de Janeiro. Usa un bikini, parece una vedette.

—Esto es nuevo.

—Sí. Puse la foto porque los periodistas no me creen cómo era yo cuando empecé. Se piensan que ya era una vieja. 

Un televisor emite una telenovela brasilera. Sobre una repisa, hay portarretratos con fotos de sus nietos. Son los hijos de un joven al que Naná crió, el hijo de una colega. Cuentan que en esa época Naná dijo algo así: “De este lío algo bueno voy a sacar”, y se hizo cargo del niño, que ahora es un hombre, que la ayuda, que la cuida, pero no quiere saber del negocio.

mural de Naná
Mural de Naná. La foto la tomó un cliente cuando ella tenía 46 años.

Para alejar a Naná de “los líos de las chicas”, es decir de sus problemas personales que aparentemente ella insiste en resolver, el hijo la había mudado al departamento elegante que conocí en Punta del Este. El trato era que iría poco al trabajo. Pero llegó el COVID-19, el negocio cerró por nueve meses y Naná dejó aquello —impagable— para volver a lo suyo.

Aquí pasa todo el día. Aquí, junto al guardia de seguridad y la familia de él, celebró la última Navidad.

Se despierta a las seis de la mañana, a las ocho de la noche llegan las chicas, un poco después los clientes, y a las dos de la mañana se va a dormir. La casa de Naná quedó apretada y desde su alcoba se escucha la música del salón, por eso duerme con la tele prendida, a todo volumen.

Duerme en un cuarto sin ningún lujo, con una ventana pequeña desde la que ve el enorme parking del prostíbulo, que ocupa uno de los cuatro terrenos que Naná adquirió de a tandas, a medida que la sed por el sexo pago fue haciendo crecer el negocio. Rosado, todo es rosado: su color favorito. En la parte de arriba del placar hay osos de peluche; sobre la cama, un crucifijo. En unos días Naná cumplirá 89 y cree que Dios no le manda ninguna enfermedad para que pueda concretar la consagración de su invento: una misión que, para ella, es sagrada.

—¿Cuándo saldrá la nota? — me pregunta.

—2 de enero, ¿te gusta la fecha?

—Me encanta.

—Año nuevo.

—Vida nueva.

La búsqueda.

La escena se repite. Todo sucede en el mismo orden que en la entrevista anterior. Primero, los kilos de comida, después la intriga que Naná construye con una mirada penetrante, bajando el volumen de la voz, reteniendo en sus manos esto.

Esto que tengo acá es mi aval. Es la comprobación de que el invento sirve. Ahora necesito que alguien me ayude —dice y me extiende, lentamente, solemnemente, un documento impreso.

Es de la Dirección Departamental de Salud de Maldonado, está fechado el 30 de julio de 2020 y dirigido al ministro de Salud Pública, Daniel Salinas. Que lo lea en voz alta, me pide.

El documento describe el invento, “un círculo de silicona, con reborde de mayor espesor, el centro constituido por una membrana extra fina, maleable y globulosa”. Y enumera sus supuestos beneficios, “previene y reduce el riesgo de contraer enfermedades de transmisión sexual al evitar el contacto con la saliva y la mucosa”. Enfermedades “tales como VIH, virus del papiloma humano, herpes, tricomoniasis, sífilis, gonorrea, clamidia”, continúo leyendo hasta que me interrumpe para agregar: “Y también previene del COVID-19, porque nadie habla del contagio del virus por medio de la mucosa”.

—Quiero que pongas en la nota que necesito conseguir que alguien se interese por esto. Todo el mundo conoce mi invento, pero nadie concretó nada conmigo y a mí se me está terminando el tiempo.

Dos años atrás, Naná tenía la ilusión de que el consulado se sensibilizara y le otorgara la visa para volver a Estados Unidos, ahora se conforma con una resolución en el territorio nacional: pretende —esa es la palabra que usa— que el gobierno apadrine su invento y lo ofrezca en el exterior.

—¿Por qué te obsesiona tanto?

—Porque es mi vida toda.

—¿Qué demuestra?

—Que yo pude poder. Que no sea tan malo ser dueña de un prostíbulo, que yo me preocupé por la salud de las chicas y de los clientes. Quiero que las relaciones sexuales no sean tan complicadas como son en este momento.

Juan Lapenne, socio de Fox & Lapenne, estudio que asesoró a Naná en el trámite para patentar el invento en Estados Unidos, explica que una vez que se envía la solicitud a la oficina norteamericana, un examinador especializado en el área del invento evalúa exhaustivamente si se otorga o no la patente.

El invento

Así es el "nuevo preservativo" que ideó Naná

El invento de Naná todavía no tiene un nombre. Es un protector bucal para realizar distintas formas de sexo oral. Es redondo y está hecho en silicona. Es reutilizable luego de lavarlo y hervirlo por tres minutos. El invento se le ocurrió 15 años atrás, intentando resolver una de las problemáticas habituales que le trasladaban “las chicas” y los clientes: cómo realizar esta práctica de forma segura para la salud debido al contacto con la saliva y la mucosa. “Yo no quiero que se infecten, que se enfermen”, dice rememorando el golpe que unos años atrás dejó el VIH.

Para que el trámite prospere —que son los menos casos— debe cumplir con dos requisitos: novedad y creatividad inventiva. La respuesta a Naná le demoró cinco años. ¿Y después? “Después esa patente puede valer millones, siempre que el producto tenga un valor comercial en el mercado”, advierte.

El problema es cómo hace un inventor independiente para llegar a un gran mercado. “Habitualmente son las grandes firmas las que sacan las patentes, pero cuando se trata de inventores particulares es muy difícil que logren solos convertir su idea en un éxito comercial”, apunta. Dice solos, porque en nuestro país nadie ofrece un servicio tal como salir a vender un invento por el mundo. “Ojo, Naná tiene razón en algo, en Estados Unidos está lleno de inventores independientes que se convierten en billonarios”.

Naná
El invento de Naná. Foto. Ricardo Figueredo.

Y para Naná esto vale muchísimo.

—Me dijiste que 10 millones.

—Me equivoqué. Vale más. ¿Cuánta gente te parece que podría usarlo?

—Y...¿mucha?

—Miles y miles, yo conozco cómo razona Estados Unidos. Sería un éxito allá.

—Pero si no podés viajar vos a venderlo, ¿qué podés hacer?

—Cristóbal Colón decía que la tierra era redonda y buscó una reina Isabel que financiara el experimento para que él pudiera comprobarlo.

—¿Qué necesitás?

—Mi reina Isabel.

Y entonces intentó comunicarse con el ministro de Salud Pública, Daniel Salinas.

—Salinas no me atendió, pero me mandó a hablar con una farmacéutica del ministerio.

—¿Qué tal te fue con ella?

—Le dije que mi principal interés es venderlo afuera del país, pero me dijo que ellos no se encargan de la venta del producto. Muchas gracias, le dije. ¿Y entonces qué hice? Inteligente Naná, busqué una entrevista con alguien que me conduzca a Salinas: (Guido) Manini Ríos.

—¿Y qué pasó?

—La conseguí. Vino a la que era mi casa, al apartamento que vos visitaste.

—¿Qué te pareció Manini?

—Muy parco. Le mostré todo. Me escuchó 15 minutos. Lo miré a lo ojos y le dije: “Lo único que le pido es que me consiga la entrevista con el doctor Salinas”. Era un viernes. El señor Manini me dijo “el lunes yo le contesto”.

—¿Y te llamó?

—Nunca. Esperé ocho meses para atreverme a llamar al secretario de él. Y me dijo que no la pudo conseguir.

—¿Qué hiciste después?

—Llamé al secretario de la Presidencia, a Álvaro Delgado. Pero la secretaria, muy atenta, me dijo que estaba muy ocupado, hicimos una amistad con ella de tanto que hablamos. ¿Qué ministro pensás vos que puede hacer este tipo de recomendaciones?

—¿Probaste en Uruguay XXI?

—Ya fui. Cuando Tabaré Vázquez era presidente fui a verlo, y me dijo “esto es prevención, Naná”. Y hablé con el que era el prosecretario de Presidencia, Juan Andrés Roballo, que me derivó a Uruguay XXI. “En este momento usted está protegida por el presidente”, me dijo. Muchas gracias, le dije y fui. Ahí me tomaron fotos de la patente, del invento y me preguntaron cuánto quería. Diez millones, les dije, y me devolvieron todo.

—No sé qué más podés hacer.

—Tiene que haber alguien más. ¿Qué te parece el ministerio de Relaciones Exteriores? ¿Llamaré a (Francisco) Bustillo?

Creer o no creer.

Se acerca la noche y empieza el movimiento. En La casa de Naná, además de las 33 chicas trabaja una señora que se encarga de la gerencia, dos hombres en seguridad —cuya tarea incluye tomar la fiebre y controlar el uso de tapabocas—, otros dos en la barra y un contador. La mayoría lleva con ella más de 20 años, el contador 30.

Llega, se une a la charla. Naná le ofrece sánguches. No le permite negarse.

—Esto es revolucionario como el preservativo, pero todo cuesta. Acá por ejemplo, por 1983, cuando empezó el VIH y se impuso el preservativo, tuvimos 15 días que no venía absolutamente nadie. Hasta que se promocionó y la gente entendió que era bueno. A ella con el invento le falta un empujón —dice.

En la televisión uruguaya y en la argentina también hablan del invento de Naná. Y la consultan los clientes qué tal le fue, si ya está a la venta.

—Querida, tráeme las muestras —le dice a Yolanda, la señora de la limpieza, que trae una bolsa negra.

Naná va sacando los círculos.

—¡Doce años hace que los mandé a hacer! Yo los veo y sufro —exclama.

Naná piensa en el invento aunque al negocio le va mejor que nunca. Está desbordado de clientes. ¿Y las chicas? “Con la pandemia las mujeres se han quedado sin trabajo y se vuelcan a situaciones límite. Antes la chica que trabajaba en esto, trabajaba en esto. Ahora son peluqueras, estudiantes de abogacía, de todo, que vienen a trabajar los fines de semana. Yo hablo mucho con ellas. Esto no es algo que las sorprenda, no lo ocultan: lo hacen más fríamente. Han hecho de esto lo que es: un trabajo”, dice.

—¿Qué va a pasar cuando no estés?

—No quiero que siga. Quiero que sea un sitio para niños, un sanatorio, algo así.

—¿Por qué?

—Tengo una regla: no dejo que las chicas consuman ni alcohol ni drogas. Yo nunca lo hice. Pero tengo miedo porque sé que más adelante será peor. No me gustan los cambios que veo en el negocio.

Naná
Foto tomada en 2019 en La casa de Naná. Foto: R. Figueredo

El contador dice que, a pesar de lo oscuro del ambiente, en lo de Naná no suelen haber conflictos ni problemas. “Lo que sí es que acá todos los días sucede una anécdota”, lanza.

—¿Por ejemplo?

—Ahora tenemos a una chica enamorada de un cliente y van a concretar.

—¿Sos romántica?

—Muy romántica. Acá se han formado muchos matrimonios.

—¿Tuviste un gran amor?

—Sí. Me casé con ese amor.

—¿Tu primer marido?

—Ese no.

—¿El francés que te tenía todo el día a dieta y no te dejaba trabajar?

—No. Alguien de quien me enamoré un tiempo pero se diluyó porque no era lo que yo creía. Yo tenía 60 años y él era menor, tenía 40. Estuve seis meses casada.

Naná
Naná.

Trae el álbum de fotos de la boda. 1997. Dentro, Naná con el pelo rubio, lacio, hasta la cintura, un vestido claro, satinado, justísimo al cuerpo.

—¿Qué me decís?

—Que te parecías a Susana Giménez.

Lo mira al contador y le dice:

—¿Vos te acordás de Darío?

Él responde, seco:

—Claro, si trabajaba acá.

Me dice:

—Se encargaba de la seguridad.

Le pregunto a Naná:

—¿Nunca más lo viste?

—No. Yo no perdono. Soy capricorniana.

La entrevista se termina.
Mientras me voy, dos, tres, cuatro chicas entran. La saludan, le sonríen, le dicen “señora”; ella les devuelve un “hola, nena”.

Naná me despide, apoya todo su cuerpo sobre el bastón y suelta:

—Oíme, a mí me gustaría saber, ¿vos crees en esto? Porque a la otra nota, ¿qué le faltó? ¿Por qué no vino nadie hacia mí para ayudarme?

—No lo sé.

—Pero ahora sí. Si lo pensás frígidamente, todo lo que vamos a contar ahora va a hacer venir a la gente, ¿verdad?

biografía

Las tres vidas de Naná: Nelly, María Alejandra y Naná

Naná nació en 1933 como Nelly María González. La crió una abuela ciega y una madre que sufrió por amor. Cuando terminó la escuela, la madre le pidió que eligiera: estudiar o trabajar. Ella “quería cosas” y eligió el trabajo. Su primer empleo fue a los 13 años, en una fábrica de horquillas: las teñía de negro. A los 14 se pasó a una joyería: lustraba las alhajas. A los 20, trabajó de locutora grabando avisos radiales para las carreras de autos y de motos. En esa época solo le gustaba bailar coreografías con sus amigas, pero terminó casándose, "porque era un hombre bueno". Usó un vestido celeste y no tuvo fiesta: imposible costearla. El marido tenía una amante y el matrimonio se rompió. Conoció a un francés, propietario de una casa de ropa de cuero donde trabajaba una amiga suya. Vivió 10 años con él. La convirtió en modelo de su marca. La obligaba a hacer dieta y no la dejaba trabajar. El colmo fue un nuevo engaño. No lo perdonó. “No era una buena pareja. Yo no sé pedir, yo sé pagar”, cuenta. A fines de 1960, con 35 años, cambió de nombre a María Alejandra. Abrió una peluquería en el Centro; su madre era la cajera. La especialidad de la casa eran las pestañas implantadas: las patentó. Entre sus clientas había celebridades de la televisión como Rosario Castillo. Vino la dictadura y muchas reuniones sociales se prohibieron: la peluquería se fundió. Falleció la madre. Se fue a Brasil, su idea era patentar el invento de las pestañas allí, pero se encontró con muchas exigencias y, tras cinco meses, volvió. Acá no tenía nada. Un amigo le dio la idea: “¿Vos no tenías una clienta que tenía un prostíbulo en Maldonado?”. Tenía 46 años. Buscó trabajo, no encontró. Se hospedó en una pensión. Compró una gillette, una palangana y pensó en suicidarse: la muerte antes que prostituirse. “Pero pensé, voy a perderme tantas cosas bellas de la vida. Tal vez pueda recuperarme. Voy a poder. Es solo fingir, yo ya había fingido antes con mis parejas. Y pude”. Cambió su nombre a Naná.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar