De club modelo a lastre a la deriva
A 15 meses de su cierre, la intendencia tomará posesión del Neptuno sin un plan específico y temiendo su vandalización. Mientras tanto, el club está bajo el cuidado de dos exempleados que viven allí.
En el mismo sillón en el que unos años atrás esperaba algún niño con el pelo mojado a que lo recogieran sus padres después de la clase de natación, ahora duerme —vive— Luis Zúñiga. Hay una frazada y sobre la frazada una gata gris. A la gata alguien la tiró embarazada dentro del deshabitado club Neptuno. Bajo los cuidados de Zúñiga y de Carlos Giorgi, antiguos empleados de la institución, parió a cuatro crías.
Los cinco gatos, Zúñiga, Giorgi y un perro que está encerrado en un salón, son los únicos que circulan en la instalación deportiva más grande del país; que permaneció activa durante más de un siglo, que llegó a tener 15.000 socios, que fue la cuna de nuestros principales nadadores y la casa donde se marcó un récord histórico en básquetbol.
En este reino huérfano cada uno tiene una misión: los felinos liquidan las ratas, el perro intimida a los indigentes que miran por las ventanas evaluando si podrían o no meterse, y los humanos mantienen a duras penas la infraestructura.
Y así pasan los días.
Zúñiga es el anfitrión. Conduce hacia el gigantesco hall de entrada. Apenas 15 meses atrás, antes del cierre, aún en su período de agonía, cerca de 1.000 socios seguían usando el club. Ahí, en una especie de living-dormitorio improvisado, está el sillón en el que duerme.
—Ubicate donde puedas —señala.
Giorgi anda cerca. Está incómodo con la visita. “Tiene miedo de enojarse y hablar de más”, explica su colega. Toma cuatro bidones vacíos y parte en busca de agua potable: una de sus tareas cotidianas. Caminará dos cuadras hasta la Plaza de Deportes N° 1 donde le permitirán llenarlos. Y vuelve, cargado.
Esta plaza la construyó décadas atrás Julio Maglione -excampeón de natación del Neptuno, antiguo presidente de la Comisión Nacional de Educación Física, actual presidente de la Federación Internacional de Natación y miembro del Comité Olímpico- pensando en los vecinos que querían ejercitarse y no podían pagar la cuota de la prestigiosa institución. Hoy, remodelada, es la que les mata la sed a los dos últimos empleados que quedan de un club que parecía indestructible con sus largas filas para ingresar a los vestuarios —con más de 500 casilleros— y estanterías de trofeos de natación y waterpolo.
La mayoría de esos trofeos fueron rematados en al menos tres instancias judiciales distintas para pagar diversas deudas. La última, en 2018. Esa vez, un grupo de socios y de trabajadores —entre ellos los protagonistas de este informe— reunieron $ 370.000 para adquirir buena parte del lote que sería subastado. Era la forma de asegurarse que el Neptuno siguiera activo. Ese día, Zúñiga pidió especialmente que conservaran “su” sillón.
—Así que acá dormís.
—Bueno, de madrugada no se puede dormir porque permanentemente tratan de entrar. Mi compañero se fue a una pieza en el piso de arriba y nos turnamos.
—¿Desde cuándo vivís en el club?
—2018. Vine una noche para hacer un favor, como sereno. Pero al otro día me pidieron que volviera a quedarme, y al siguiente un exdirectivo me pidió si no me animaba a prender la caldera y echarle “cuatro palitos” cada media hora, que por supuesto implicaba un trabajo mucho más exigente. Me contrataron. Pero cada vez eran más tareas y más tiempo. Llegué a trabajar 18 horas diarias. Nunca me pagaron las horas extras. Carlos y yo terminamos encargándonos de todo. Sin nosotros el club no funcionaba.
En la debacle, cuando la comisión directiva dejó de pagarles el sueldo, no se fueron: temían que sin ellos la institución cerrara sus puertas y los otros 20 trabajadores quedaran desempleados. Aguantaron. Pero luego, cuando a pesar de solicitar un concurso de acreedores las deudas siguieron acumulándose, se volvieron millonarias, y la directiva decidió que ya no podía administrar la institución, optó por liquidarla, y el síndico designado por la Justicia decidió a su vez que lo mejor era despedirlos a todos y bajar la cortina, ellos también se quedaron.
Se quedaron sin luz, sin agua y sin plata.
—Al principio éramos unos 12 los que nos turnábamos en la vigilancia; después pasamos a ser tres y ahora quedamos dos.
—¿Por qué se quedan?
—Hay que conservar el club en las mejores condiciones posibles para algún día cobrar la deuda que tienen con nosotros. Si nos íbamos, esto se vandalizaba en dos segundos y era asegurarnos de no cobrar nunca; en cambio si nos quedamos y cuidamos del lugar, hay esperanzas.
Un dios sumergido.
Zúñiga calcula que se le adeudan unos US$ 100.000; a Giorgi —que tiene más años de servicio— muchísimo más. Otros 200 empleados también reclaman salarios impagos. Además se les debe a exdeportistas, al Banco de Previsión Social (BPS), al Banco de Seguros del Estado, a la Dirección General Impositiva, y la lista sigue. La deuda sobrepasa los US$ 10 millones.
Pero, ¿cómo se generó este pozo sin fondo de números rojos? Jorge Candán, socio desde 1966, exvicepresidente de la última directiva en ejercicio, dice que “hubo mil problemas” que lo explican.
Por un lado, están las causas externas a la administración. En las décadas de 1960 y 1970, cuando el club alcanzó su pico máximo de socios, la Ciudad Vieja tenía otro protagonismo. Candán cuenta que salía de la piscina y ni siquiera tenía que caminar hacia la terminal que estaba ubicada a pocos metros, porque los ómnibus estaban acostumbrados a parar en la puerta. El club era un punto neurálgico en la circulación de los montevideanos.
Pero pasó el tiempo, se construyó la doble vía en la rambla, se cambió de lugar la terminal, se tarifó el estacionamiento, las oficinas se mudaron, los vecinos se fueron, la Aduana se volvió peligrosa y el Neptuno empezó a quedarse solo. En otros barrios, lentamente, otros clubes fueron captando a sus socios.
Por otra parte, en los ‘80, Alfonso Di Landro, el presidente más emblemático —para bien y para mal—, apostó a reconquistar la gloria invirtiendo en el básquetbol profesional. Si en tiempos mejores, para desarrollar la natación, el club había contratado a excampeones olímpicos (como el japonés Sunau Ishijarada) y a entrenadores de atletas estrellas (como Alberto Carranza, para formar a figuras como Ana María Norbis), ahora quería tener el mejor plantel de baloncesto.
Y lo tuvo; con Wilfredo “Fefo” Ruiz, Horacio “Tato” López y Horacio “Gato” Perdomo a la cabeza. El éxito fue relativo. Neptuno no salió campeón, pero en 1984 “Fefo” Ruiz consiguió el récord de puntos anotados en un partido —84, contra Colón— y en 1990 el club ganó la liguilla.
A 35 años de esa noche épica, Ruiz recuerda al Neptuno como “un club modelo”, que ofrecía una “atención profesional al deportista que en ese momento no existía en el país”; ponía en caja a sus jugadores, pagaba en fecha y además tenía algo que lo diferenciaba: “Lo que congregaba a nivel social era impresionante. A la hora de la práctica veía dando vueltas a más personas de las que podía haber a la hora pico en 18 de Julio y Ejido”.
Pero el básquetbol fue también el principio del fin.
—Fue un accidente monetario -opina Candán. Al inicio no era un problema pagar los salarios, pero se fueron perdiendo socios y se dejaron de tener jugadores de elite, y los jugadores de elite trajeron a sus abogados de elite.
Reclamaban despidos, licencias no gozadas, salarios vacacionales. Los intentos por cobrar se prolongaron durante décadas. Algunos jugadores aceptaron un pago en cientos de cuotas y a lo largo de años, cada viernes, retiraban dinero de la caja del club. A otros aún se les debe decenas de miles de dólares.
En los últimos tiempos, pasaba esto:
—Vengo a cobrar la deuda que tienen con mi representado —decía el abogado de turno.
—¿Cobrar? ¿Vos viste lo que es esto? —respondía Candán.
—Si no pagan, los embargo.
—Embargá, llévate todo —terminaba la conversación.
Sin dinero, se descuidaron las instalaciones. Se dejó de pagar aportes al BPS, hubo una seguidilla de despidos que conllevaron a una fila de juicios laborales. En 2002, ante el faltante de $ 1 millón, los socios exigieron la renuncia de la directiva (liderada por Di Landro) y solicitaron al Ministerio de Educación y Cultura la intervención de la asociación civil.
Para Candán, fue una mala decisión.
—Cayó un señor diciendo que el club le debía miles de dólares y acordó con el interventor hacer una campaña de socios vitalicios para cobrarse. Por US$ 167 (seis meses de cuota de la época) adquirías este derecho; pero US$ 95 iban a parar a su bolsillo. Entonces, ¿quién me llevó más al fondo? ¿La directiva que habría malversado dinero o el interventor que metió a 1.000 socios nuevos que no iban a pagar un peso más por usar las instalaciones?
Lo que sigue es más de lo mismo. Otras directivas que no supieron administrar el complejo; créditos de organismos oficiales —Intendencia de Montevideo, Secretaría Nacional del Deporte, Ministerio de Transporte y Obras Públicas— que no se rendían y de los cuales “poco se usaba realmente para mejorar el club”.
—No hubo consecuencias. Nadie denunció nada. Pagó el club con su reputación y peor todavía que generar más deudas, generó desconfianza —dice Candán.
Finalmente, tras cuatro balances que no cerraron, y otra renuncia forzada de una directiva, este socio dio el paso e intentó armar una nueva comisión.
—Poco más que tuvimos que poner un aviso en el Gallito Luis porque nadie quería sumarse. La conformamos, pero prácticamente no nos conocíamos entre nosotros. Ganamos las elecciones, y todos empezaron a renunciar. Quedamos un grupo que no sabíamos cómo dirigir una institución deportiva. Fue un caos.
Se adeudaron salarios y aportes.
Se despedía gente por WhatsApp.
Se deterioraron las calderas.
Se quedaron sin agua para la monumental piscina olímpica de 50 metros: el mayor orgullo del Neptuno.
Se pidió el concurso de acreedores.
El fin estaba cerca.
Roto, pero lindo.
Es el martes más frío del año. Afuera y adentro del club semiabandonado la temperatura es casi idéntica. Por los vidrios rotos se mete el viento con violencia, por los caños sin mantenimiento se filtra la lluvia generando goteras que atraviesan las cuatro plantas del Neptuno. Para contener los chorros, Zúñiga y Giorgi colocaron recipientes a lo largo de sus 16.000 metros cuadrados de extensión, pero a pesar del esfuerzo, el agua —triunfal— los desborda.
Para reparar algunas roturas, Zúñiga pone dinero que gana de vez en cuando como procurador; Giorgi aporta lo que consigue de changas.
—Lo que pasa es que yo lo quise y quiero mucho al club y por eso lo miro de otra manera —dice el último.
—¿Cómo lo mira?
—No lo puedo mirar así como está. Esto no puede dejar de funcionar.
Durante un año no hubo luz ni agua.
—¿Cómo se alumbraban?
—Con nada, íbamos a oscuras.
Afuera, un hombre indigente golpea el vidrio y prende un chasqui de pasta base.
—¿No les da miedo estar así?
—De los que rondan siempre nos hicimos amigos. Les prestamos baño, les damos cigarros y agua caliente. El tema son los nuevos. Pero tenemos nuestras armas.
Las armas son dos herramientas que reposan en el mostrador de la recepción. Junto a ellas hay más de 30 llaveros que abren las puertas de los siete gimnasios, cuatro vestuarios, dos piscinas, la sala de boxeo, esgrima y la de musculación que ya nadie usa.
O casi nadie.
Desde que el Neptuno se vino abajo, algunos le vieron otro potencial. Una conocida marca organizó un desfile de moda en la vaciada piscina olímpica; de esa noche quedaron restos de bolsas en el vestuario femenino. Se celebró un casamiento, se filmó una publicidad para el Pilsen Rock y la productora Mother Superior pagó un alquiler para rodar allí —cuando la pandemia permita— la nueva película de terror de Gustavo Hernández (La casa muda, Dios local, No dormirás).
Por eso volvieron los servicios y se mejoró la limpieza.
El film se llama Virus 32 y trata de una chica que es vigilante de un club abandonado y debe sobrevivir —junto a su pequeña hija— al ataque de un grupo de personas extremadamente violentas.
—Ni me interesa ese género -dice Zúñiga. Lo raro que pasa acá es con los celulares. Se rompen. Me había comprado uno y lo usé un día; lo dejé acá, arriba del sillón donde estoy siempre, y se apagó solo. Lo llevé a arreglar y me dijeron ‘señor, este teléfono está lleno de agua’.
El ícono sin héroes.
A unas cuadras del Neptuno es el estudio del abogado Israel Creimer. Exhibe un manual de la Ley de Proceso Concursal de 2008 que ayudó a redactar y dice: “Este soy yo”.
En 2018, cuando la directiva había perdido el rumbo y solicitó el concurso de acreedores para intentar sanear su gestión, Creimer fue designado interventor por el Poder Judicial. Su tarea era “gestionar al club hasta que hiciera plata”.
—Nunca pude reunirme con una directiva completa. Era un poco vago el asunto. Pedí los libros de actas y nunca me los mostraron; pedí los libros de caja, y nunca apareció nada. En una palabra: estaba huérfano de papeles. Y ellos me consultaban a mí acerca de que no podían pagar, y yo les decía que no podía hacer nada, lo tenían que hacer ellos.
La directiva, entonces, golpeó la puerta de la Secretaría Nacional del Deporte (SND). No era la primera vez que el club les pedía ayuda, sino la tercera. El exgerente de la SND, Daniel Daners —exwaterpolista del Neptuno— recuerda que en 2016 y en 2018 se hizo lo mismo que en 2012: les propuso compartir la gestión y el uso del club.
El 30% de las instalaciones quedaban bajo la conducción de la asociación civil y el 70% en manos del Estado, incluyendo lo referido a las calderas y la parte eléctrica. Era una solución para proveer de centros especiales al 85% de las federaciones deportivas.
—Se los propusimos en 2012 y no tuvimos ninguna respuesta —apunta.
Cuando volvieron en 2016, la SND había comprometido al Comité Olímpico con un aporte económico y se había separado una partida inicial de $ 25 millones para recuperar las instalaciones. Pero el asunto volvió a enfriarse.
—Nosotros no podíamos hacernos cargo de las deudas, por eso necesitábamos que figurara la asociación civil, pero se dieron cuenta de que no podían asumir ni siquiera la gestión del 30% porque habían heredado una situación financiera que podía afectarlos individualmente.
Daners cree que “la oportunidad” de salvar el club se perdió en 2012. Candán y otros directivos declararon que fue la SND la que sugirió el concurso de acreedores como forma de ordenarse. Pero la directiva demoró un año en solicitarlo, y cuando se aprobó, en 2018, en las reuniones “hubo una triangulación de diálogos entre la SND, la Intendencia de Montevideo (dueña del predio) y nosotros, pero no se llegó a nada”. Volvió a enfriarse.
Decididos a no rendirse y lograr un plan de ingresos, en los últimos meses de 2018 Candán y el excampeón de natación Heber Rigby buscaron convenios con escuelas, CAIF y centros de salud. Pero, en una reunión con Creimer a la que Candán no pudo asistir, parte de la directiva decidió la disolución de la asociación.
Convertido así en síndico, el abogado Creimer decidió despedir a los empleados que quedaban y tramitar la liquidación del club. El asunto era a quién cobrarle para pagarles a los acreedores. Entonces golpeó la puerta de la comuna.
¿Qué tan costoso sería recuperar las instalaciones?
El arquitecto Daniel Daners, exgerente de la SND, dice que, si bien no avanzó en un estudio profundo, había problemas sanitarios a la vista y una ralladura en la piscina olímpica, pero no tiene problemas estructurales. “La mayoría parecía verse peor de lo que está”, opina. Entrevistada por la diaria, Silvana Pisano, directora de Desarrollo Urbano de la intendencia, dijo que hay sectores comprometidos con oxidación de hierro, sobre todo en la parte externa que da hacia la rambla, “pero también hay otros sectores que no representan ningún riesgo”, y agregó:“Es más, hay algunos que están muy bien”. Nicolás Sciuto, arquitecto y exdirectivo, declaró a El Observador que recomponer la infraestructura costaría entre US$ 3 y US$ 4 millones.
A mediados de 1930, la IM había concedido una manzana para edificar el club, que se erigió por partes y de forma “un poco anárquica”, dice Creimer. Según su interpretación, si la IM acepta el inmueble, debe pagar una compensación por los 16.000 metros cuadrados edificados, que están tasados en US$ 2.5 millones.
Como la IM se opuso, el juez Álvaro González citó a todas las partes a una reunión. La primera condición que puso la comuna para aceptar el bien, fue que estuviera vacío. A pesar del cierre, debido a un contrato que —dicen— “era fraudulento”, había un kiosco y un complejo de canchas fútbol cinco funcionando.
Luego de concretar el desalojo, Creimer volvió a insistir con su estrategia.
El lunes pasado tuvo noticias. Saca de un cajón una propuesta de convenio en el que la IM “no reconoce deuda alguna de construcción, inversión o mejora”, pero deja explícito que la sindicatura piensa lo opuesto y podrá reclamarlo.
—Lo voy a someter al juez y él decidirá si deben o no —anuncia el síndico.
Para las autoridades de la IM, tomar posesión del Neptuno es un dolor de cabeza. Fernando Nopitsch, secretario general, lo expone así:
—No tenemos ningún interés en el edificio. Se lo ofrecí a la SND y me dijeron “quedátelo”; la dirección de deportes nuestra tampoco lo quiere porque implicaría una inversión grande reciclarlo. No tiene valor patrimonial, es un edificio muy feo, es un clavo que queremos sacar a la venta de alguna forma para que no termine vandalizado y empeore la zona.
Según informó la diaria, la IM ya lo ofreció a la firma de desarrollo inmobiliario del arquitecto Rafael Viñoly, pero todavía no dio una respuesta.
¿Y el viejo proyecto de la SND? El Neptuno tiene una piscina de 25 metros junto a la de 50, logística ideal para entrenar natación: ¿podría ser este un incentivo? Alejandro Sagasti, coordinador de Programas Especiales, es tajante: “Ni se nos pasa por la cabeza. El país no puede recuperar estructuras que no tengan un uso racional. Vamos a construir una piscina de 25 metros en el Campus de Maldonado, junto a la olímpica”.
Cuando la IM tome las llaves, es probable que Zúñiga, Giorgi, los gatos y el perro tengan que irse; a no ser que acepten su propuesta de quedar fijos como vigilantes. ¿Y la deuda que querían cobrar? Creimer dice que si la IM no paga, existe la posibilidad de rematar el mobiliario, aunque no vale nada. También apareció un apartamento que uno de esos socios que llevaban al tridente cosido en el corazón le legó al club. “Está vacío y tiene deudas, pero lo voy a rematar para ir pagándoles a los trabajadores”, dice Creimer.
Mientras tanto, en el Neptuno hay una zona que todavía late. Durante este tiempo, Giorgi siguió manteniendo la piscina pequeña intacta. Allí la luz es celestial, el clima tibio, hay banderines de colores, flotadores y juegos ordenados en las gradas, como si un grupo de niños estuviera a punto de entrar a una clase. El agua luce cristalina. Para evitar que se pudra, le echó el cloro que quedaba dentro. Quien se metiera, no soportaría el ardor. Como sus guardianes, espera imperturbable que se defina su destino.
El terreno es de la Intendencia, ¿pero el edificio le pertenece o debería pagar una compensación por él?
El Neptuno nació en las aguas de la Aduana en 1912, cuando aún no existían las piscinas. Su fundador fue el nadador de aguas abiertas Amador Franco. En 1935, bajo la gestión de Raúl Previtale, el Consejo Departamental le cedió un terreno a la asociación civil para edificar el club. Las obras fueron episódicas. Según la interpretación de la Intendencia de Montevideo (IM), el edificio es de su propiedad tanto como el terreno, y al aceptar recibirlos no debería pagar ninguna compensación por los 16.000 metros cuadrados edificados. Su argumento se basa en una sucesión de cesiones de comodatos y algún préstamo otorgado para la construcción que no le fue pagado. “Ese préstamo es de la década de 1960 y estaría prescrito así que no tienen derecho a reclamarlo”, opina el abogado Israel Creimer, síndico encargado de liquidar el club, cuya estrategia es cobrarle a la IM US$ 2,5 millones por la edificación. El papeleo en torno al Neptuno es confuso para todas las partes. Un exdirectivo cuenta que la concesión de la IM no se renovó más debido a que en 2010, cuando se fue a firmar este convenio, la redacción decía que la asociación civil aceptaba renunciar a todo lo construido.