Raras, como encendidas

| Aparecen de golpe. Muchas veces sin explicación. Casi siempre el diagnóstico demora años. Muchas no tienen siquiera un tratamiento. Son enfermedades crueles. Y raras.

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Gabriel Farías, Diego Pérez

Existen alrededor de 6.000 enfermedades consideradas raras. En muchos casos, no se sabe por qué se originan. Casi 5.000 de ellas no tienen tratamiento específico. Las padecen muy pocas personas. En ocasiones, apenas se conocen una decena de casos en todo el mundo.

En Uruguay no hay estadísticas sobre este tipo de males, el sistema de salud mutual no las contempla y Salud Pública no tiene un lugar específico para atenderlas. Son enfermedades desconocidas para la mayoría de los planteles médicos.

Los pacientes que padecen estas dolencias y sus familiares sienten que luchan solos contra enfermedades que siempre son graves y crónicas, y contra un sistema que los deja de lado porque son pocos y sus problemas no dejan margen de ganancia. Al mercado no le interesan las enfermedades raras.

Estos pacientes pasan años, décadas incluso, peregrinando por docenas de consultorios con la esperanza de que algún médico dé con el diagnóstico y les diga qué tienen.

Según la comisión de salud de la Unión Europea, son consideradas enfermedades raras aquellas con una prevalencia menor a los cinco casos cada 10.000 personas, y que debido a esa escasa prevalencia requieren esfuerzos combinados para tratarlas. En Estados Unidos, se incluye dentro de esta categoría a las enfermedades que afectan hasta siete personas cada 10.000. Eurordis, una asociación de pacientes de estos males en Europa, sostiene que el 6% de la población mundial es víctima de alguna de estas dolencias.

El 80% de las enfermedades raras tiene origen genético. El resto son males infecciosos, autoinmunes o de causas desconocidas. Algunas de ellas comienzan a manifestarse en la infancia, como la osteogénesis imperfecta y la narcolepsia, pero más de un 50% de los casos aparecen en la edad adulta, como ocurre en las enfermedades de Huntington y Behet.

Según un reciente informe de El País de Madrid, en Europa, a estas enfermedades de origen tan variado, se las ha comenzado a agrupar bajo el rótulo de "raras" por la necesidad de aunar esfuerzos para potenciar la investigación y despertar la conciencia social sobre este problema. En Uruguay no existe esa conciencia.

En Europa, según el artículo de El País, 30% de los enfermos de estos males tienen una esperanza de vida inferior a los cinco años y la mitad de los enfermos no alcanza los 30 años. En Uruguay no se sabe. Ricardo Velluti, catedrático de la Facultad de Medicina y especialista en neurofisiología, considera que, como muchos médicos desconocen las características de estas enfermedades, "el sistema médico nacional gasta una fortuna en pacientes que podría ser muy barato diagnosticar".

Velluti explica que, debido a ese desconocimiento, algunos pacientes pasan décadas yendo de un consultorio a otro, pagando costosos exámenes y tratamientos que para nada les sirven.

Los pacientes de su especialidad llegan a la cátedra de Velluti "tortuosamente". "Rebotan de un médico a otro y de pronto envían a uno".

Algunos cuentan que han tenido más suerte con los programas de televisión que con los médicos.

La enfermedad del sueño

Marisa Pedemonte es médica neuróloga e investigadora. Durante 2001 tuvo un ciclo en el programa Buen Día Uruguay donde hablaba sobre los problemas del sueño. Un día trató el tema de la narcolepsia, una enfermedad crónica de causa desconocida que padecen entre 20 y 60 personas cada 100.000 nacidos vivos. En Uruguay habrían unos 1.800 casos. Pero no se sabe dónde están porque es probable que muchos padezcan las consecuencias de esta enfermedad sin que nadie la diagnostique.

Los pacientes narcolépticos sufren de ataques de sueño. En una clase, en el cine, charlando, manejando, en cualquier situación diaria se duermen. No lo pueden controlar. Y los médicos suelen tratar la enfermedad como una depresión.

En Durazno, donde estaba de visita, María Elena estaba viendo el programa Buen día Uruguay. Su hija M. de 25 años dormía. "En un momento sentí que hablaban de la ‘enfermedad del sueño’ y me quedé mirando con mucha atención", recuerda María Elena. "Tomé nota de quiénes eran y a dónde podía ir, porque lo que decía Pedemonte coincidía con la problemática de mi hija".

A los dos días Pedemonte recibió la llamada de Durazno. "Mi hija tiene eso", escuchó decir a la madre de la muchacha, a esta altura desesperada.

Madre e hija fueron a ver a la doctora a la Facultad de Medicina. La joven M. fue estudiada y un par de días después tenía su diagnóstico exacto, con tratamiento incluido.

Hasta que llegó ese momento televisivo de salvación, madre e hija estuvieron 13 años dando vueltas, llorando y con una angustia que cada vez se acrecentaba más. "Como madre he llorado, he vivido con un gran signo de interrogación, quería que me explicaran qué tenía mi hija". Y nadie se lo decía.

María Elena sufrió mucho por todo lo que le pasó a su hija. Hoy, por eso, se niega tajantemente a que se publique su apellido ni el verdadero nombre de su hija, nada que pueda identificarla como narcoléptica.

Todo comenzó en el viaje que M. hizo cuando cumplió 15 años. Una noche, en una discoteca, sintió como una "radiación" que la chocó de atrás y la tiró al piso. Ella no lo atribuye a nada. "Fue como un rayo que me vino de atrás y me caí", le dijo a su madre al regreso del viaje.

La narcolepsia es un trastorno del sueño raro del que se desconoce su causa exacta. Se piensa que pueden estar involucrados factores genéticos y ambientales. Pero el factor genético no es determinante. Hay gente que tiene ese gen y no desarrolla la narcolepsia y hay gente narcoléptica que no tiene ese gen.

El doctor Velluti explica que "usualmente aparece con una emoción fuerte. Una chica que atendimos empezó cuando vino a estudiar a Montevideo". En el caso de M. la enfermedad se despertó en su viaje de 15 años.

La enfermedad despertó y M. se durmió. "Iba a visitar a las amigas y se dormía, iba al cumpleaños de un amigo y se dormía, en toda instancia se dormía. Y, cuando cumplió 18, manejar se hizo un problema", recuerda su madre.

Un día llamaron a María Elena del liceo para decirle que su hija se dormía en clase. Y le hicieron la pregunta de rigor:

—¿Su hija trasnocha?

—No. Mi hija tiene una vida normal, sana.

Los narcolépticos son discriminados por la sociedad que desconoce su dolencia. Otra paciente dijo, a través de su médico, que no quería hablar porque ya tuvo muchos problemas. "Fui catalogada de tonta porque estaba en un teórico, me dormía y todos se burlaban", le explicó y pidió que se la excusara de dar su testimonio. Otro médico relató el caso de un coronel que padece la enfermedad, pero que tampoco acepta contar su caso por todos los trastornos que debió soportar.

M. le decía a su madre: "mamá, en la clase me dicen que me duermo y no me gusta que me lo digan. Yo sé que me duermo". En ese entonces ella no sabía que tenía narcolepsia.

"No podía consolidar ninguna relación de pareja —dijo Pedemonte— porque todos los muchachos la dejaban. Se dormía en todos lados, sistemáticamente".

La doctora ha atendido varios casos. "Son pacientes que tienen encima ocho, diez años de ser tratados como tontos. Los niños son considerados subnormales o de muy baja intelectualidad porque siempre están tratando de recostarse en alguna parte para dormir".

Uno llega a entender por qué María Elena pone tanto celo en guardar el secreto de la identidad de su hija.

Los narcolépticos también sufren de cataplejía: ante una emoción fuerte, positiva o negativa, la persona puede perder la fuerza de todo el cuerpo y caer, o perder la fuerza en forma parcial de un brazo, de la cabeza o de la mandíbula.

M. cada vez que se reía perdía la fuerza de su mandíbula y de las piernas, y se tenía que agarrar de algo para no caer. Hasta dejó de trabajar de azafata en una empresa argentina de turismo porque no podía servir una copa sin que se le cayera.

Hoy M. tiene 28 años y lleva una vida normal, siempre y cuando siga las indicaciones del médico. A diferencia de otras enfermedades raras, la narcolepsia tiene un tratamiento bastante efectivo.

"Eso sí, no lo pueden dejar un solo día", dijo Pedemonte. El tratamiento consiste en hacer siestas durante el día, ejercicio físico, evitar los lugares calientes que predisponen al sueño y tomar un par de medicamentos estimulantes del sistema nervioso.

Antes de llegar a tan simple remedio, M. y su madre pasaron por decenas de consultorios, en Montevideo y el interior. Le hicieron, por supuesto, todo tipo de estudios innecesarios.

El ojo paralizado

Algo parecido le pasa a quienes contraen el raro síndrome de Behet. Se estima que en Uruguay los casos no llegan a 100. Pero no se sabe con exactitud porque no hay estadísticas y casi nadie se dedica a estudiar esta enfermedad. Sí se conoce que los países mediterráneos y Japón son las áreas con mayor número de casos. En Turquía hay 80 casos cada 100.000 y en Japón 13. En España hay cinco enfermos cada 100.000 personas. Y en Uruguay se estima una tasa similar, aunque no hay estudios que avalen el cálculo.

Carlos García tiene 39 años y vive en Sarandí Grande, Florida, a 140 kilómetros de Montevideo. Todas las semanas desde 1996 hasta 1998 viajó a trabajar a una carpintería de la capital. Hasta que un día fue a cruzar la calle y no pudo mirar para los costados. Su ojo izquierdo no le respondió. Así comenzó el periplo que lo paseó de médico en médico.

Primero fue a un oftalmólogo. Luego a un dermatólogo. Después pasó por neurólogo, neumólogo y oncólogo. También le aconsejaron visitar a un psicólogo. Todos los "logos" habidos y por haber. Es que a medida que, de modo inexplicable, le aparecían los síntomas de un mal desconocido, se los trataba. Pero nadie le podía decir qué tenía.

Después del problema del ojo le vinieron ataques de fiebre elevada acompañados por violentos temblores. "A veces subía al ómnibus y me daba un chucho de frío, era algo incontrolable. Me daba vergüenza porque la gente me miraba", recuerda.

Solucionados los trastornos oculares y febriles —que se fueron con el tiempo— a Carlos le empezó a dar una picazón desesperante, dice, sólo cuando se bañaba. "Me picaba todo el cuerpo y me tenía que rascar". El dermatólogo le recomendó que cambiara de jabón.

Probó con todas las marcas de jabones que encontró y lo único que consiguió fue demostrar que el jabón no era la causa de su picazón.

Lo que ocurría es que Carlos tenía —tiene— el síndrome de Behet, una enfermedad rara de evolución crónica que produce la inflamación de los vasos sanguíneos, tanto en arterias como en venas. El síntoma que el afectado sufre depende de qué vaso sanguíneo se dañe. Por eso es considerada una enfermedad sistémica, es decir, puede afectar a diversos órganos o sistemas del cuerpo.

Las afecciones aparecen súbita e impredeciblemente. Puede crear úlceras orales en forma de llagas dolorosas, úlceras genitales e inflamación ocular, que en algunos casos puede llegar hasta la ceguera. El síndrome de Behet causa varios tipos de lesiones en la piel, inflamaciones en las articulaciones en forma de artritis, en los intestinos que provocan diarrea, y en el sistema nervioso.

Carlos pasó por buena parte de estos síntomas, hasta que en 2000 ingresó al hospital de Florida porque se le habían formado coágulos en las venas de un brazo, una trombosis.

Ese fue el síntoma que colmó la paciencia de los médicos. Analizaron cada uno de sus síntomas anteriores y le diagnosticaron esta enfermedad crónica y sin cura. La medicina hoy sólo puede atinar a tratar sus síntomas aislados.

Con el flamante diagnóstico, García fue enviado al Clínicas. "Cuando entré todos los estudiantes me querían visitar y revisarme". En sus brazos habían comenzado a formarse pústulas (forúnculos circunscriptos por manchas negras) que luego se expandieron por todo su cuerpo. Los médicos las atacaron con corticoides, que, tomados en cantidades superiores a las normales, tienden a deformar a sus consumidores, hinchándoles la cara.

Carlos padeció también dolorosas úlceras bucales y genitales. Enrique Méndez, el médico que lo trató en el Clínicas, sostiene que muchos de sus colegas creen que estas lesiones son úlceras comunes cuando en realidad, y teniendo en cuenta los síntomas que se padecieron anteriormente, son una de las manifestaciones del mal de Behet. Por esta razón cree que la enfermedad está subdiagnosticada en Uruguay.

García sufrió también lesiones articulares con inflamación de rodillas y tobillos. Pero su mayor complicación fue una trombosis que le obstruyó en un 95% la vena cava superior, la segunda de mayor tamaño, que transporta la sangre desoxigenada al corazón. Esta obstrucción provoca que su cara luzca morada. "Además si me mirás sólo la cara parezco una persona gorda, pero no soy", sostiene.

Desde que se enfermó, Carlos dividió su tiempo entre los estudios que se tenía que hacer en forma regular, alguna internación y su familia. "Dejé de ir en Montevideo porque la enfermedad me sacó las ganas de viajar y hasta de trabajar".

Llegó a tomar siete medicamentos diferentes al día con un costo mensual de 20.000 pesos, afrontado por Salud Pública. Si bien la suya es una enfermedad crónica progresiva, tiene períodos intermitentes de remisión y de exacerbación, con una tendencia a la remisión. Hoy sólo toma un anticoagulante que también le proporciona Salud Pública.

La enfermedad de Behet no es genética, no es hereditaria, no se contagia. Al igual que la narcolepsia, no se conoce ninguna causa de su aparición. En general, comienza a manifestarse en la tercera o cuarta década de vida. García tenía 33 años el día que su ojo izquierdo quedó paralizado. Las enfermedades raras no avisan, vienen inexplicablemente. A los 15, a los 30, a los 60 años o a los pocos meses de nacer.

El hombre de cristal

Héctor Gutiérrez tiene 27 años y 34 fracturas. La primera vez que se fracturó era un bebé de 10 meses y medio. Estaba gateando y se quebró el fémur derecho. Sin explicación.

El médico de la mutualista que lo atendió incriminó a Marta Bustelo, su madre. "Dijo que se me tenía que haber caído de una azotea porque si no el bebé no podía haberse fracturado", recuerda ella. "Y yo lloraba como una estúpida".

Marta lamenta la falta de delicadeza y de interés de aquel médico. Es casi imposible que un bebé normal de diez meses se fracture, y mucho menos gateando. Pero eso no despertó la curiosidad del médico. Tampoco lo hizo el color azulado que el bebé tenía en las escleróticas, la parte blanca del ojo.

Cuando Héctor se fracturó por segunda vez, a los 13 meses, sentado en la cama, Marta lo llevó sin dudar al hospital público. "Busqué por todos lados y conocí a una doctora que trabajaba en el Pereira Rossell. Allí lo presentaron en un ateneo y dieron con la enfermedad".

Héctor tiene lo que se conoce como enfermedad de Lobstein, un tipo de osteogénesis imperfecta que se caracteriza por la fragilidad excesiva de los huesos, las escleróticas de color azul —los dos síntomas que tenía a la primera fractura— y la baja masa ósea.

Según estadísticas europeas y estadounidenses, este mal afecta a uno de cada 30.000 nacidos vivos y es hereditario. Pero en el caso de Héctor es la primera vez que se presenta en la familia. Nadie la ha tenido: ni padres, ni abuelos, ni tatarabuelos, ni hermanos, ni primos. Él sí tiene la posibilidad de transmitirla a sus descendientes. si algún día los tuviera.

Por su padecimiento, Héctor tuvo una niñez feliz pero un tanto distinta a la del resto de los niños. "Fue bastante interrumpida por la quietud. No podía jugar a lo mismo que el resto porque tenía que tener precaución de no quebrarme. Y cuando me fracturaba tenía que estar como mínimo 40 días enyesado".

Héctor se fracturó, en promedio, tres veces por año. Pasó alrededor de la tercera parte de cada año enyesado y junto a su madre recorrieron, como no podía pasar de otra forma, decenas de consultorios, médicos y especialistas.

Era controlado por el BPS, Salud Pública, ortopedia del Pereira Rossell y de Traumatología, Reumatología y por una mutualista, con la que él y su madre están totalmente disconformes

Y no es para menos. Mientras que para la mutualista había que enyesarlo inmediatamente, para Salud Pública primero había que hacerle una tracción, un tratamiento de días que supone juntar lentamente los huesos con armazones y pesas, y después recién enyesar.

Marta y Héctor seguían las disposiciones de la mutualista, "pensando que lo privado es mejor que lo público". Pero por su enfermedad los huesos nunca se juntaban y se volvían a fracturar. Además de llevar la carga de sus huesos frágiles como de cristal, tenía que soportar que se le desoldaran.

La razón la tenían los médicos del hospital. En una ocasión, Héctor estuvo 20 días internado para que fuera posible realizarle una tracción. Pero cuando concluyó ese tratamiento, no fue necesario ni enyesar, y el hueso nunca más se desoldó.

Héctor piensa que lo de la mutualista es un tema económico. "Cuanto menos te tienen internado menos gastos generás. Y yo daba más gastos que cualquier otro paciente".

Inclusive su madre tuvo fuertes discusiones familiares porque la parentela no quería que Héctor se atendiera en Salud Pública ya que, decían, iban a experimentar con él. "Si les hubiéramos hecho caso a la familia, él hubiera quedado toda la vida mirando televisión y sin hacer nada".

Ahora hace diez años que Gutiérrez no se fractura, porque una vez cumplida la etapa del desarrollo la enfermedad tiende a estabilizarse. Pero eso no quiere decir que no tenga problemas de salud: ha pasado tanto tiempo enyesado que muchos de sus huesos están deformados. Si bien, con dificultades, todavía puede caminar , casi siempre se debe mover en silla de ruedas para evitar peligros mayores.

Los últimos años sin fracturas también se deben a dos medicamentos que tiene que tomar de por vida. Uno es Calcitonina, un complemento de calcio que cuesta 2.300 pesos la caja de 100 unidades. Precisa tomar dos por mes, y Salud Pública se le proporciona.

El otro remedio es un fijador de calcio que Salud Pública dejó de brindarle hace un año y medio, al parecer debido a carencias presupuestales. Tiene un costo de 6.000 pesos por ampolla y Gutiérrez necesita tres por año.

Los resultados del último estudio que se hizo Héctor mostraron un retroceso en su salud: tiene descalcificados los dos cabezales de fémur y las articulaciones del pie. Sin el fijador, ni el calcio ni el tratamiento tienen efecto. Pero al menos las malas noticias motivaron que Salud Pública volviera a suministrarle el fijador del calcio. Pese a todos los contratiempos Héctor no se achica y va para adelante. Su madre, que tiene 60 años, le dedica las 24 horas, desde que nació. Cuando entró a la escuela, Marta iba en el horario del recreo y lo pasaba con él. Héctor dice que nunca se sintió discriminado, al contrario, los compañeros siempre lo invitaban a jugar a sus casas.

Ahora Gutiérrez está cursando cuarto año en la Facultad de Derecho. Quiere ser escribano. Sólo puede ir a algunas clases porque a los pisos intermedios no llega el ascensor y no puede subir con su silla de ruedas. Lo mismo sucede con las aulas de la planta baja que tienen un escalón. Pero de alguna forma se las arregla. En los primeros años su madre le grababa las clases, pero ahora Gutiérrez apela a la solidaridad de los funcionarios de la Facultad para cambiar las clases de salón cuando eso le impide asistir.

Héctor vive con su madre en lo que fue el garage de la casa sus abuelos. Tuvieron que irse de su casa porque el padre de Héctor nunca pudo aceptar y tolerar la enfermedad de su hijo.

Hoy están enfrentados en un juicio. "En 2001 me llegó una citación porque me quería cesar la pensión", cuenta Héctor. Recibía una pensión de 4.000 pesos y la sentencia de primera instancia se la redujo a 2.200. Cuenta que el juez le interrogó: "si estudiás en la Facultad, ¿por qué te sentís incapacitado?". Héctor, que trabaja como tesorero de la segunda Cooperativa de Viviendas para Impedidos, apeló la sentencia.

No se sabe cuántas personas padecen esta enfermedad en Uruguay.

El mal de San Vito

Imagine que a los 40 años le dicen: usted tiene una enfermedad que va a tener un curso de 20 años. Su cuerpo y mente se van a deteriorar progresivamente y no hay cura.

Eso le pasó al padre de Daniel cuando tenía 44. También le pasó a su hermano cuando cumplió 33. Él tiene 41 años y un 50% de probabilidades de que en cualquier momento le digan lo mismo.

La enfermedad de Huntington o mal de San Vito es una dolencia genética, progresiva, que provoca la degeneración de las células nerviosas del cerebro. Suele manifestarse entre los 35 y 50 años y cuanto más joven se enferma la persona más rápido avanza la enfermedad. Afecta a una de cada 10.000 personas y es irreversible.

"Es terrible", dice Daniel. "Si no hay un médico o alguien que apoye, todo queda en manos de los integrantes de la familia que estén sanos". Y en Uruguay son pocos los médicos con los que Daniel se cruzó y tenían conciencia de la magnitud de este mal.

La enfermedad provoca una serie de infecciones por lo que hay que recurrir a distintos especialistas, que en general desconocen con qué se están enfrentando. "El urólogo viene a ver un riñón, el neumólogo un pulmón y el neurólogo un enfermo que no tiene cura. Pero el paciente no es un paciente común".

Los primero que se percibe cuando comienza la enfermedad son cambios en el carácter, irritabilidad, mal humor, impaciencia y comportamientos antisociales. Luego le siguen los síntomas físicos: movimientos involuntarios, pérdidas de equilibrio, de la memoria y, por último, del razonamiento.

Daniel tenía 5 años cuando su padre comenzó a perder sus condiciones físicas e intelectuales. "Cuando era niño sabía que no tenía un padre como el de los demás. Ví cómo fue perdiendo sus habilidades. Para nosotros era normal, pero mostrar eso hacia fuera era muy duro".

Las personas que padecen esta enfermedad parecen estar bailando, o caminando como borrachas. Además pueden sufrir psicosis, paranoia y alucinaciones.

"Te condiciona tremendamente. Yo no invitaba compañeros de clase a casa porque había una situación diferente a la de los demás. Después, en la adolescencia pensaba en no tener familia. No quería tener hijos".

Su padre murió a los 64, después de 20 años de sobrellevar la enfermedad. "Murió y para mí la enfermedad se murió con él. Sin querer comencé a no quererla ver. A negarla. Eso es lo que te deja vivir durante otro tiempo".

Pero un tiempo después, la enfermedad regresó a la familia. El hermano mayor de Daniel tenía 31 años cuando comenzó con los síntomas más leves. Dos años después le diagnosticaron el mal irreversible.

Hoy Daniel tiene dos hijas, de 5 y 11 años. "Ellas conocen al tío enfermo, pero no saben exactamente cómo es la enfermedad".

Daniel pidió que no se publicara su apellido para proteger a sus hijas. "No quiero que ellas vivan con esa carga que yo tuve desde chiquito: el miedo, el pánico a una enfermedad hereditaria. No sólo porque pueda estar enfermo yo, sino porque puede ser que ellas también la tengan. Prefiero evitarlo, y hasta cuando sean grandes que no la conozcan".

El caso del hermano de Daniel es dramático. Cuando lo diagnosticaron, se divorció porque su esposa no pudo sobrellevar la situación. Él siguió trabajando, mientras pudo, en la empresa Martinelli. "Estuvo sirviendo café y haciendo alguna cosa hasta que ya no podía hacer más nada. Se le caía la bandeja y él no entendía que ya no podía más". Tenía 38 años.

Desde mayo del año pasado, después de festejar su cumpleaños 43, el hermano de Daniel vive postrado en su cama. "Vive en otro mundo. Para el es la comida, que está riquísima, y la tele. No se puede levantar".

Hoy lo cuidan las 24 horas su madre y su hermano menor, que está en la misma situación de Daniel: tiene el 50% de probabilidades de tener el gen. Y si lo tiene en algún momento de su vida desarrollará la enfermedad.

Daniel dice que el desconocimiento de la enfermedad en Uruguay es absoluto. "En mi familia dieron con el diagnóstico más que nada porque ya se sabía que había una herencia".

"Los médicos se ocupan de lo que les puede dar algo de plata. Si acá la enfermedad que está de moda es el Alzheimer, vamos a dedicarnos a eso que es lo que te da pacientes. Si es la esclerosis, arriba con la esclerosis. ¿Qué hacemos con el resto de los pacientes que no están de moda?", pregunta Daniel. "A los estudiantes y los profesores les interesa mucho más el tema. Pero los médicos no hacen nada".

Daniel quería saber cuántas personas padecían la enfermedad de Huntington en Uruguay. Se lo preguntó al médico de su mutualista. "¿Sabés lo que me respondió?: que para qué quería saber eso. La respuesta fue clara. Al tipo no le interesa que yo sepa cuántos enfermos son porque no le interesa ningún tipo de asociación ni nada. Esa es la realidad. Estaba para el negocio".

Daniel pensó más de una vez en formar una asociación, pero nunca lo concretó porque tiene sentimientos contradictorios: por un lado quiere hacer algo, pero por otro niega la enfermedad, mientras puede.

Le pasa en su propia familia. Sus tres primas también murieron por el mal de san Vito y algunos de sus hijos ya están enfermos. "Pero no nos vemos con ellos", reconoce. "Nunca más nos vimos teniendo algo tan fuerte como esto".

Algo parecido ocurre con los pacientes de otras enfermedades poco comunes. No se sabe cuántos uruguayos las tienen. No se sabe dónde están. Ellos no se conocen entre sí.

En Europa y Estados Unidos estas personas han comenzado a organizarse para que se los tenga en cuenta. Por ejemplo, la Unión Europea comenzó a tener conciencia de estas dolencias a raíz de la formación de asociaciones como la Federación Española de Enfermedades Raras, la francesa Alliance Maladies Rares y la European Organization for Rare Disorder.

En Uruguay cada médico lleva sus propias estadísticas, pero no hay un sistema unificado. Roberto De Bellis, uno de los 27 integrantes y ex presidente de la Academia Nacional de Medicina, explicó que "el Clínicas tenía un departamento de registros médicos que era un ejemplo para América del Sur. Pero ahora está en una situación financiera tal que se han perdido registros por inundaciones o porque las ratas se comieron partes de las historias".

"Cuando hay desfinanciación —dice De Bellis— se trata de proteger lo que es urgente, todo lo demás se va resignando, como este tipo de enfermedades que afectan a una minoría silenciosa".

La gran mayoría de estas enfermedades poco frecuentes se descubrieron en el siglo XIX. La narcolepsia fue descripta por primera vez en 1880, la enfermedad de Lobstein en 1833, y la de Huntington en 1841. Siglo y medio después no se avanzó prácticamente en nada.

A los sistemas de salud y a los laboratorios de todo el mundo no les es rentable dedicar tiempo y dinero en estos problemas para ellos minoritarios. A veces los médicos son rehenes de este sistema. Los que tienen el interés, a veces no llegan hasta los pacientes, o los pacientes no llegan a ellos. Y cuando tienen pacientes, no tienen los recursos para atenderlos.

Hay otros médicos que no son conscientes de la gravedad y el padecimiento de estos enfermos. Una doctora, cuando se la consultó, respondió: "¿por qué no se dedican a difundir enfermedades más importantes y que afectan a más gente?". Otra, catedrática grado cinco, dijo que no tenía tiempo para hablar sobre el tema. Tenía cosas más importantes que hacer.

Enrique Méndez, el médico que atendió a Carlos García cuando llegó al Clínicas con su síndrome de Behet, formó un grupo de pacientes de enfermedades vasculares autoinmunes, entre las que se trata de estudiar el mal de Behet, cuando llega algún caso.

"Lo que hacemos es agrupar a los enfermos, tratar las complicaciones graves y unificar los criterios de tratamiento. Es difícil porque sabemos que hay drogas nuevas pero no las podemos usar porque son muy costosas. Y eso pasa con casi todas las enfermedades autoinmunes. Para investigar la enfermedad en sí tenés que hacerlo en lo genético y en biología molecular, y esas investigaciones son para el primer mundo".

Velluti y Pedemonte, de la cátedra de Neurofisiología, asumen que en Uruguay es imposible tener un centro que estudie estas enfermedades que afectan a tan poca gente. "Acá no hay nadie que se dedique a estudiar específicamente. No hay ninguna especialidad, por ejemplo, en nuestra área, la medicina del sueño. Él es neurólogo y yo soy investigadora básica. La especialidad se dio de hecho. Pero en el mundo sí existe, en Uruguay no".

De Bellis dice que si bien en Uruguay se invierte, se hace sin planificar. "Esto sucede porque no hay una política se salud bien coordinada y este problema tiene una base económica y eminentemente política. Es decir, por un lado está el Ministerio, por otro las mutualistas y por otro la medicina privada". Cada cual por su lado.

Para quienes padecen de estas crueles y raras enfermedades, la esperanza de dejar de ser pacientes de cuarta categoría está en la posibilidad de unirse. Pero el Estado no proporciona estadísticas y ellos no se conocen entre sí. "La forma de lograr cosas es al revés", dice Daniel, que quizás tenga el mal de san Vito. "Que nadie se esconda".

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