Rosario y Montevideo: dos ciudades en espejo

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Rosario, Argentina, y Montevideo, Uruguay, parecen la misma ciudad ensayada dos veces. El postre chajá y los cantautores y el río y la humedad y los apellidos en los porteros eléctricos de los edificios. Si alguna vez Rosario estuvo cerca, como canta Fito Páez, fue de Uruguay.

"No sé por qué, pero se parecen... bastante". El ex presidente José Mujica sale de la Universidad Nacional de Rosario, en la provincia de Santa Fe, en la República Argentina, medio como puede. Acaba de recibir el reconocimiento simbólico de un doctorado honoris causa y su feligresía rosarina le corta el paso, se le encima, lo apabulla. Cuatro hombres de seguridad lo cercan y él camina ahí adentro, protegido, desatendiendo el tumulto, dejándose cercar. Sin embargo, hay una pregunta que atraviesa su malla de protección y se le cuela: le entra. ¿Por qué Rosario y Montevideo son dos ciudades que se parecen tanto, Mujica? Sin abandonar la marcha, girando levemente la cabeza como buscando ubicar de dónde salió lo que acaba de escuchar, el expresidente responde. Dice que no sabe. Dice que sí, que se parecen. Y después remata: bastante.

Será el río, será la charla que ambas ciudades mantienen todos los días con el agua dulce que las orilla. Será el aire impregnado, la humedad en el aire. O será la historia. Será la arrogancia de Buenos Aires lo que, por oposición conjunta, las hermanó. Alcanza con caminar una tarde por 18 de Julio, por Boulevard Oroño, para respirar un aire común, una semejanza, unos parecidos, dos grandes metrópolis que conservan su espíritu de aldea, que siguen siendo el interior de algo. Y el fútbol y el cantautor y el rodaje diario de una melancolía mutua. Rosario y Montevideo, un mismo espíritu, una misma cultura, una misma ciudad ensayada dos veces a ambos lados de la misma frontera. La pregunta es: del fondo de qué historia viene este carácter siamés.

En el kilómetro cero de este cuento hay dos ríos y tres puertos. El Río de la Plata, el río Paraná, el puerto de Buenos Aires, el de Rosario y el de Montevideo. Y en este triángulo de pasiones nunca del todo dirimidas, los vínculos se construyeron sobre la fatalidad del enfrentamiento comercial. La lucha de puertos es un tópico de la historiografía regional que busca dejar explicadas las tensiones entre las ciudades capitales del Uruguay y la Argentina, sin embargo, si abrimos aún más la perspectiva, si tiramos para atrás el zoom e incluimos a Rosario en la foto de la historia, de lo que se trata es del centralismo unitarista en guerra literal contra el proyecto federal al que pertenecieron las otras dos. Es una reducción, puede ser, pero las reducciones son imprescindibles para comprender la verdad en apenas un título. Y después, por supuesto, Artigas, la Unión de los Pueblos Libres, la provincia de Santa Fe, las banderas celestes y blancas y el festón rojo punzó cruzando por igual al pabellón santafesino y al de la Banda Oriental. En el siglo XVII, el librecambio y la navegación. En el XVIII, las guerras civiles. Y siempre la que hoy es Buenos Aires en la vera de enfrente de las que hoy son Rosario y Montevideo, participando, Buenos Aires y sus antipatías, de la formación del carácter y la identidad de quienes debieron enfrentarla.

Pero la trama de la historia es insuficiente para comprender las equivalencias. Le da punto de partida a una afinidad pero no agota la posibilidad de explicarla porque, de lo contrario, Entre Ríos, Misiones, Corrientes y el resto de la Liga Federal deberían quedar dentro del mismo cuadro de semejanzas, y no. Algo tuvo que ocurrir en la historia que Montevideo y Rosario escribieron después, algo que trascendió la circunstancia política de compartir rivalidades.

Como en casa.

De pie junto a la mesa donde Mujica acaba de terminar su charla, Hermes Binner saluda a la gente que lo reconoce. Binner fue alcalde de Rosario durante dos períodos consecutivos entre 1995 y 2003, y luego se transformó en el primer gobernador socialista de la historia política argentina cuando le ganó las elecciones al peronista Rafael Bielsa, poeta, jurista y hermano de Marcelo.

"El tipo de gente, la forma en la que te reciben, el tono general de la ciudad. Cada vez que viajo a Montevideo me siento exactamente como si estuviera en Rosario", dice Binner.

—¿Por qué cree que siente eso?

—Son dos ciudades con la misma conformación cultural, la misma idea de integración.

—¿Como si hubieran ido haciéndose juntas?

—Sí, desde lo político pero también desde lo poblacional. La provincia de Santa Fe tiene 3,4 millones de habitantes, casi la misma cantidad que Uruguay. Ese es un dato importante a la hora de pensar similitudes.

—¿Por eso están ambas gobernadas por variantes del progresismo socialista?

—Bueno no siempre lo estuvieron, sino últimamente.

—¿Entonces será que no siempre se parecieron sino sólo últimamente?

—No, no. Yo creo que siempre han tenido rasgos comunes.

—¿Se sentirán los montevideanos que vienen a Rosario como usted se siente cuando llega a Montevideo?

—Seguramente, pero mejor sería preguntárselo a ellos.

Encontradas las empatías en el fondo de la historia se las puede buscar después sobre la superficie urgente de la trama urbana. Por ejemplo, a nadie en esta ciudad le resulta inquietante, como tampoco a nadie en Montevideo, algo que para la mirada del porteño es inexplicable: ¿qué hacen todos esos apellidos en los porteros eléctricos de los edificios? El mundo vive sobre la compulsión paranoica de la inseguridad, el crimen urbano, y Montevideo, y Rosario —especialmente éste Rosario señalado por el resto de la Argentina como nuevo páramo narco— conservan una amabilidad a contraépoca, la de informarle a cualquiera que pasa por la puerta por qué familia puede preguntar en qué piso, si quisiera hacerlo. Pareciera el residuo de una confianza entre conocidos, lo que quedó de cuando las personas en las grandes ciudades no temían, de cuando el otro no era la posibilidad de una amenaza. En el interior de nuestros países funciona como una jactancia: acá nos conocemos todos.

En la esquina de Sarmiento y Santa Fe el bar El Cairo es un revuelo. En el centro del salón sus administradores conservan debidamente señalada la mesa donde Roberto Fontanarrosa ocupaba su silla de siempre, como el bar San Rafael de Cuareim y San José conserva y señala la de Mario Benedetti. También se cruzan, las ciudades, en sus bares y sus poetas.

Un chofer de taxi con la banderita de Uruguay colgando de su espejo retrovisor se indigna con fuerza, se brota, cuando le digo que el rosarino reivindica como propia la invención del postre Chajá. Habla de Paysandú, de La Medallita. Más que hablar, declama. Se recompone un poco cuando escucha que en Buenos Aires no hay dónde conseguirlo.

Parecidas, pero no tanto.

Mejor sería preguntárselo a ellos, dijo, sugirió, Hermes Binner. Acodada sobre la baranda de la costanera, con el Paraná ahí enfrente y el Monumento a la Bandera ahí detrás, Graciela Clara Castro Clesen me cuenta su historia.

Graciela nació hace 57 años en el Hospital Español de Montevideo y creció en La Curva de Maroñas primero, y en La Teja después, sobre calle Fraternidad. Hasta los 15 años su padre, un albañil que nunca pudo construir su propia casa, le llevaba al Uruguay Montevideo Football Club, que estaba ahí cerca de donde su familia vivía, Fraternidad entre Aurora y Vázquez Sagastume. No recuerda qué edad tenía porque era demasiado pequeña. Recuerda, sí, que allí fue donde Graciela conoció la murga. Ahora vive en Rosario, a donde llegó el 5 de enero de 1975 y ya nunca más se fue.

—¿Volviste a Montevideo alguna vez?

—Cada vez que hay elecciones. Nunca dejé de votar.

Dice Graciela que no eligió venir, pero que sí eligió quedarse. Que la transplantaron. Que la política y el exilio, dice. Y que a veces el hijo de exiliado uruguayo nunca termina de pertenecer ni a un país ni al otro. Que es difícil de estimar la comunidad de uruguayos en Rosario porque es muy dinámica y tiene alta rotación pero que la mayor parte llegó en la primera mitad de los setentas, cuando aquí el boom de la construcción necesitó la mano de obra de un trabajador específico. Y que no habría un pabellón uruguayo en el cementerio rosarino si aquí lo uruguayo no hubiera elegido quedarse hasta el final de sus vidas. Que para ella el parecido es un parecido urbano, que la cuadrícula de la ciudad es española pero que los arquitectos que levantaron y construyeron Rosario eran italianos, como la mayoría de los que construyeron y levantaron el Montevideo de las casas y los barrios. Que las ciudades se encontraron durante mucho tiempo en sus patios internos, en sus zaguanes, en la distribución del afuera y del adentro, de la calle y la habitación.

—¿Cómo sería eso?

—Para la arquitectura de casas humildes, la relación con el afuera de la familia es la misma relación que hay con el afuera de la calle.

Porque las conoce bien a ambas, Graciela es capaz de encontrar diferencias íntimas en los intersticios de cada una.

—Montevideo tiene sus ondulaciones y Rosario es muy plana: acá las tormentas no son de agua, son de tierra.

—¿Y cómo impacta eso en la vida?

—Mirá, recién hace dos años, de los 41 que llevo viviendo acá, dejé de salir con un saquito por si refresca a la tarde. Me llevó todo ese tiempo acostumbrarme a que en Rosario hace más calor a la noche que durante el día. Viste, hay zonas de tu patria que no te las sacás más de encima.

—Recién hace dos años aprendiste.

—No, recién hace dos años me resigné.

Aprendió, también, Graciela, que acá el mate se comparte porque el mate forma la ronda, funciona mejor como la excusa de un montón de encontrados que como la bebida individual del sujeto que la ingiere. Que tantas veces la miraron mal cuando la vieron tomar sola. Que tuvo que explicar muy mucho (dice así, "muy mucho", porque el habla aprendida se lleva en el cuerpo imprescriptible), que ella era uruguaya, que compartir el mate no es su costumbre.

Graciela no puede evitar, a esta altura de su vida, sentirse una mujer de dos países, es decir, de dos ciudades: una mujer de dos ríos. Dice que el Paraná, tan majestuoso, tan maravilloso, fue para ella su primera gran decepción al llegar.

—Imaginate, yo venía del Río de la Plata.

—Que no parece un río, parece un mar. Así es de esquizofrénico. ¿A qué río del mundo se le ocurre no tener orilla de enfrente?

—Por supuesto, si hasta tiene olas y marea. Eso era el río para mí.

—Claro, y llegaste a Rosario y te encontraste con un hilo de agua.

—Nooo. Esto no es un hilo de agua. Acá vienen los europeos y no pueden creer el caudal del Paraná. A mí en realidad lo que más me molestó fue el color, este marrón del Paraná que es toda tierra en suspensión, barro flotante.

—Claro, en cambio vos te metés en la orilla de Pocitos y te ves los pies en el fondo. Eso no pasa en La Florida, el balneario rosarino.

—Exacto. Y una diferencia más profunda, más poética si querés. Al tener marea, el agua en el Río de la Plata va y viene, se acerca y se aleja. Acá, en el Paraná, la corriente es única, el agua siempre se está yendo, y la sensación es que se trata de un río cuyas aguas no vuelven más.

Cerca, Rosario siempre estuvo cerca. Le faltó a Fito Páez precisar cerca de quién. No era de Buenos Aires, que nunca estuvo cerca de nadie más que de sí misma. Era de Montevideo. Al final, era de Montevideo.

Playas, calles, parques: los escenarios que se replican.

La playa de La Florida, en Rosario, y las de Pocitos, en Montevideo; el comienzo (o el final) de 18 de Julio, en la Plaza Independencia, y un punto de Boulevard Oroño, la calle principal de Rosario: en un recorrido por ambas ciudades se respira un aire común y se encuentran varios escenarios que recuerdan a la otra. Rosario y Montevideo comparten rasgos de una misma urbanidad. Tienen en común un melancólico espíritu de gran ciudad que todavía se siente un pueblo, el interior de algo.

Cuando Mujica mandó a Cristina a leer la historia.

Fue un martes 31 de Julio de 2012. José Mujica, presidente de Uruguay, y Cristina Kirchner, presidenta de Argentina, se encontraban compartiendo la cumbre del Mercosur en la ciudad de Brasilia cuando Mujica se acercó y le dijo: "Leéte si podés un capítulo para entender lo que está pasando". La escena fue recogida entonces por el semanario Búsqueda. Cristina recibió de manos de Mujica un libro que en ese momento no reconoció aunque lo aceptó con una sonrisa cordial. Se trataba de "El gobierno colonial en el Uruguay y los orígenes de la nacionalidad", una obra clave de Pablo Blanco Acevedo, abogado, integrante del Partido Colorado y, principalmente, una de las voces de la historiografía uruguaya en el comienzo del siglo XX. Mujica recordaba el texto porque había formado parte de sus lecturas 40 años atrás y, por aquellos días de la cumbre, las cancillerías de ambos países cruzaban comunicados referidos al dragado del canal Martín García. El libro de Blanco Acevedo no fue un obsequio casual porque contiene, entre sus páginas, un capítulo especialmente dedicado a analizar la "lucha de puertos" entre Buenos Aires y Montevideo, que fue, según el autor, "la primera en el orden cronológico de la gran controversia" rioplatense. Si leyó el trabajo a conciencia, Cristina Kirchner se habrá encontrado con este párrafo del capítulo XII, página 266: "...con el establecimiento de esa nueva autoridad (el Reglamento de Comercio Libre de 1778) se inicia la encarnizada lucha comercial entre las dos ciudades ribereñas, cuyas consecuencias producirán las hondas divergencias y las hostilidades recíprocas de sus poblaciones. El auge de Montevideo y su rápido desarrollo provocan los celos y rivalidades de Buenos Aires, (…) preparándose francamente para una guerra de puertos".

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