El Hospital del Cerro encarna paradojas. Es un vivo contraste entre su apariencia, su función y su entorno.
Espacioso, luminoso, impoluto. Salvando las diferencias, tiene áreas que parecen un Hospital Británico del oeste, del lejano oeste. Trata a los caídos de una guerra menos estridente que otras. Esto no es sensacionalismo sino que la metáfora de la batalla está en boca de muchos funcionarios.
“Esto pasa de la paz más absoluta a ser Ucrania”. El que habla es el director del hospital, Guillermo Avellanal.
Dependiendo de la hora, por el Cerro se puede caminar con relativa serenidad o se puede intentar hacer las paces con un corazón taquicárdico.
La tranquilidad se rompe en el hospital con la llegada, una vez al día, de un baleado. Fueron 348, además de 157 heridos por arma blanca, entre su inauguración el 6 de noviembre de 2023 y el miércoles pasado, día que cumplió su primer año.
Avellanal, un médico intensivista de 58 años, que trabajó 32 años en el Ministerio del Interior –en cárceles y en el Hospital Policial– y fue coordinador de rescates del rally París-Dakar, es un personaje de aires histriónicos y de intensos ojos azules. Recorre su hospital de más de 400 funcionarios saludando a diestra y siniestra. Al descubrir una pérdida de aire acondicionado, y un cubo de basura improvisado como balde, pregunta si ya hablaron con mantenimiento.
Saca el celular y dice: “Venite, esto es un disparate”. A otro le reclama: “Bo, me dicen que no llamaron a nadie”. Mientras sale a fumar, mastica un “pelotudos” y afuera se cruza con un operario a quien también le comenta lo del segundo piso.
Pide llaves, abre puertas, muestra. Se entusiasma con un equipamiento nuevo. Le acercan papeles que firma de pie y sin prestar mucha atención. Señala el lugar donde se construye el centro de imagenología a inaugurar antes de fin año con el estreno de un tomógrafo. En Recursos Humanos le preguntan por una prometida bolsa de bizcochos, otros le reclaman que hoy no bajó a tomar café. No deja de saludar, sonreír y repartir besos; así nadie se pone celoso. Mimos a la tropa en medio de tanta tensión latente.
El hospital intenta seguir el ritmo a una demanda que no ha dejado de aumentar. “El crecimiento genera dolores y evidencia que había necesidades. Me alegra tener la emergencia llena”, comenta entre desafiante y dicharachero, “después veo cómo lo soluciono así que… que vengan, que vengan”.
En el centro de monitoreo del hospital un policía concentra su mirada en cuatro pantallas con imágenes de 71 cámaras. Un lugar apacible y hospitalario. Hasta que empieza la acción.
Avellanal atraviesa la puerta de emergencia señalando la persiana metálica que se baja de apuro cuando se generan incidentes del otro lado. Son instantes de hostilidades, gritos y discusiones. Borbollones de familiares. Hay policías e igual se trenzan entre parientes de bandas rivales. “Andá para allá”, le gritan a uno. A otro lo tiran contra el capó de una ambulancia.
Un agente siempre tiene la función de alertar en caso de disturbios. Siete en total están de manera permanente repartidos por el hospital. La Guardia Republicana debe aparecer en minutos. Los refuerzos, también.
A menudo los canales de televisión llegan casi a la vez. Han tenido conversaciones para evitar exponer a los funcionarios. Casi todo por acá está en carne viva y tiene una explicación. O varias.
Del otro lado de la calle empieza Cerro Norte, un hervidero de cuadras que le sacan el sueño a más de uno. Entre ellos, a niños de la zona a quienes les cuesta dormir, en especial desde que murió, el mes pasado en medio de un enfrentamiento de narcos, el hijo de uno de los líderes de la banda Los Colorados. Ese bebé de un año recibió tres balazos.
Lo bajaron de un auto, sin vida, a las 14:50 del sábado 12 de octubre. Lo entregaron al personal del hospital, se agarraron la cabeza, lloraron. Los médicos lo intentaron reanimar durante casi una hora. En vano. A su madre, también baleada, la trajeron cuatro minutos después. Sobrevivió.
Un barrio como cualquier otro (o no)
“Lloran. Vienen con sus madres a la consulta y están angustiados”, cuenta una doctora que prefiere no dar su nombre. Es una situación que corrobora Brian, un cuidacoches de la cuadra, con dos hijas de 5 y 7 años, a quienes evita llevarlas a jugar a la plaza porque “te la podés comer de costado”.
Comérsela de costado implica recibir una bala perdida. Es un riesgo para los habitantes de una zona donde se vive con miedo a los narcos y a los daños colaterales, y con la frustración de que nadie sabe muy bien cómo se soluciona esto porque, se pregunta Avellanal, “¿cómo le cambiás la decisión al que quiere matar a alguien?”. Cómo.
El proyecto Barrios sin Violencia, operado por la ONG Vida Nueva y financiado por el Banco Interamericano de Desarrollo tras un acuerdo con el Estado, ensaya una respuesta. Aplican la receta de la organización Cure Violence que implica mediar a través de tres pilares: detectar e interrumpir conflictos violentos o potencialmente violentos (más de 100 desde el comienzo del proyecto en mayo), el acompañamiento de personas en situación de riesgo o alto riesgo, y la prevención, que va de la mano de la sensibilización, para intentar modificar las normas de comportamiento que propician la violencia. Todo confluye en una frase simple que se traduce en un desafío mayúsculo: mostrarles que existe otro camino.
Ocho referentes barriales salen en duplas a recorrer a diario Casabó, Cerro Norte, La Paloma, La Teja y Tres Ombúes. Una de ellas, María Fernanda Pérez, explica que “a veces se pelean por 100 pesos” y que “el consumo (de droga) les hace un retroceso en la cabeza”. El proyecto sigue la lógica de “tener llegada ahí donde la Policía no puede”, remarca el referente del equipo y psicólogo Federico Ugarte, “porque en el barrio es necesario tener credibilidad”.
Cerro Norte es un barrio como cualquier otro. Un veterano le canta el 5 de Oro a otro que atiende un quiosco. Una mujer embolsa un pollo. Una pareja toma mate en la puerta de un autoservicio. Un grupo de niñas dibuja con los pies sobre el piso de un gimnasio durante una clase de patín artístico. Un cartel en un poste cuenta la historia de la perra Uma. “No es de raza ni nada”, tiene dos meses y se escapó en Porto Alegre esquina Cuba. “Si alguien la vio o la tiene”, ofrecen recompensa porque “la nena ni duerme, la extraña mucho; son muy pegadas”.
Cerro Norte no es un barrio como cualquier otro. Por seguridad no se camina por la vereda, sino por la mitad de la calle. No se chifla, en particular de noche, porque eso solo lo haría un extraño. Tampoco se arrastran los pies, porque es una forma de avisar que la Policía está cerca. Se evitan los cruces de miradas. Hay calles a las que es mejor ni asomarse.
Los códigos no son los de antes, cuando se respetaba a la familia, a las mujeres, a los niños. Hay más tatuajes de Pablo Escobar, de lo criminal, de la estética gangster, que evidencian otras referencias culturales. Hay más droga, que lo pudre todo. Hay más armas, que terminan de montar una película de terror. Y hay menos respuestas.
Una guerra en un barrio
La vida vale menos, conjetura un médico, por lo cual la situación es más difícil que antes. Algunas personas llegaron hasta tres veces a la emergencia con heridas de bala. Una tenía 20 impactos.
La paradoja de salvar vidas de víctimas, que fueron o podrán ser victimarios, es metáfora de un acertijo incómodo. Los que sobreviven pueden ser un riesgo.
En este momento operan a uno acribillado con ocho balazos en el cementerio cuando fue a visitar la tumba de su hermano asesinado el año pasado. Llegó con el pecho ensangentrado rodeado de familiares desesperados, atendidos por personal del hospital bajo la mirada de policías con el rol de disuadir. La situación exuda nervios, pero hay un protocolo a seguir, una rutina donde cada uno sabe qué hacer y cuándo.
Cada minuto de más que un paciente de este tipo permanezca en el hospital, mayor es el riesgo para el resto. Mientras le intentan salvar la vida, se coordina su traslado. Simbolizan un peligro real. Si están ahí quizá un sicario no haya terminado su trabajo. En la vuelta puede haber alguien que intenta asegurarse de que su jefe no se frustre. Ser narco de poca monta, o no, también conlleva objetivos y responsabilidades, fracasos y ascensos.
Como en cualquier empresa hay escalas salariales: 1000 pesos por día por hacer de “perro” (vigilante), 10.000 por tirar unos tiros, 20.000 por matar a alguien. Chicos que en un rato ganan más que sus padres en un mes. Que, a veces, deben ser disciplinados si compran en otra boca, si no respetan las reglas del negocio, porque la organización necesita más cuota de mercado y mantener a raya a la competencia. De esta lucha por el territorio se desprenden todo tipo de esquirlas.
La batalla genera bajas, dilemas morales. ¿Y si la policía diera tres vueltas manzanas de más y el herido no llegase con vida? ¿Incidiría en algo? ¿Habría menos violencia? Es mejor que a estas preguntas se las lleve, sin respuesta, esta pastosa brisa primaveral.
La calle del hospital suele ser calma pura, solo atravesada por las 17 líneas de ómnibus que dejan y recogen pacientes, acompañantes y funcionarios en la parada de la esquina. Los del quiosco La ventanita, que atienden como tantos otros comercios detrás de un rectángulo enrejado, son testigos silenciosos de cada ingreso por la puerta de emergencia. El medio tanque pasa con chorizos a la venta.
Del otro lado, mientras una agente de Policía Científica llena formularios apoyada contra una camilla, trabaja Eduardo Nakle, jefe interino de cirugía. Barba rala y bíceps de gimnasio; el derecho adornado por el tatuaje de un dragón desteñido. Vive de pensar, pero más que nada de actuar.
Cuando llega un baleado, tiene que imaginar dónde está la herida, comprobarlo, determinar qué tipo de arma la causó, y buscar otras cosas no tan visibles. Debe suponer qué daño pudo haber hecho esa bala o qué combinación de tejidos atravesó un arma blanca muchas veces improvisada y, por ende, perversa y misteriosamente dañina.
El problema no es si la herida tiene solo orificio de entrada. El problema no es si la bala quedó alojada. El problema es todo lo que logró en su trayecto. Tras intentar procesar esa información, toda esa especulación, y de analizarla mientras hay una persona tirada en una camilla… después de todo eso, actúa.
Dispone de segundos que pueden determinar si alguien vive o muere. Cirugía de control de daños, la consideran en la jerga médica. Tapar agujeros. Literal. El objetivo es salvar a la persona para que llegue al CTI del Maciel a 10 kilómetros de distancia. Quince o 20 minutos que desperdigan la vida de la muerte.
—¿Se puede tener la cabeza fría en ese momento?
—No. Los nervios siempre van a estar, pero se intenta disimularlos y controlar la adrenalina.
Nakle no se escabulle del tan mentado ego del cirujano. Ese ego salva vidas, piensa, porque “te lleva a querer hacer las cosas bien”, porque “te formaste para no fallar”.
En el block quirúrgico se erigen muros invisibles entre las manos que operan y la mente que procesa. No es posible cargar con las historias, los porqués o las consecuencias. “No pensamos a quién salvamos”, subraya, “si te planteás eso, no podés trabajar de esto. Hacés lo mejor que podés siempre aunque no te dé la misma satisfacción salvar a uno u otro. Somos médicos, también somos humanos”.
¿Cómo va a dar lo mismo salvar a un niño que recibió una bala perdida que alargarle la vida a quien minutos antes disparaba contra esa víctima? El protocolo médico será idéntico, la dedicación la misma, las emociones… siempre son otro cuento las emociones. La única forma de querer volver al día siguiente es domar estas contradicciones.
Entre el Tróccoli y el Pantanoso
El Hospital del Cerro tiene al arroyo Pantanoso a sus espaldas, Cerro Norte de frente, el Estadio Luis Tróccoli a unas cuadras. En una punta del Cerro está el Comando de Infantería de la Marina y, del otro lado de la ruta 1, el Grupo de Artillería Número 1 del Ejército. En el medio, está la Jefatura Operacional IV y la seccional 24 de la Policía.
El Cerro forma parte del Municipio A, que también incluye a Paso Molino y Paso de la Arena entre otros barrios, donde viven más de 200.000 personas. Allí se alcanza un año menos de educación que la media de Uruguay y apenas el 6% llega a la universidad, la mitad del porcentaje nacional. Son datos que ayudan a contar, y a entender, parte de la historia de este lugar.
El territorio que comprende a la seccional 24 tiene una tasa de 35 homicidios por cada 100.000 habitantes, más del triple que la nacional.
Las víctimas de homicidios en el país suelen ser hombres, de entre 25 y 30 años, con algún tipo de relación o conocimiento con el agresor. La mayoría de los casos se dan en la calle, por venganzas o represalias, en general vinculadas al narcotráfico. Aunque no siempre claro, porque cada historia es un mundo aparte.
Muchos de esos casos terminan en el Hospital del Cerro, que no tiene CTI, por lo que las situaciones más graves suelen ser derivados al Maciel. Si hay tiempo suficiente. Entre el Cerro y el Maciel hay unos 10 kilómetros de distancia.
El hospital de la polémica: “Somos Vietnam”
En el hospital no se ve un papel en el piso ni una cosa fuera de lugar, salvo la pérdida del aire acondicionado mencionada al inicio de esta crónica. Brillan cosas que ni deberían brillar. Casi un exceso de pulcritud, aunque el baño de la emergencia huela a baño de la Ámsterdam. La sala de emergencias es la más concurrida del país: 300 personas al día.
Años atrás, cuando todavía no era hospital, los médicos amenazaron con dejar de atender porque se inundaban los consultorios. “Esto estaba abandonado, era una mugre”, cuenta otra doctora que prefiere quedarse en el anonimato, “pero en lugar de hacer un hospital, era mejor fortalecer las policlínicas”.
A un año de su inauguración todavía polariza, porque hasta los hospitales se politizan. Ella susurra que a cualquiera le viene bien cortar cintas y lamenta que las dificultades se mantengan. “Las listas de espera siguen siendo dantescas. Y si tenés poca plata, ¿dónde la vas a destinar, a salvar baleados o en atender niños que necesitan ver a especialistas?”.
El juramento hipocrático choca contra la realidad de un tejido social perforado que, a su vez, se enreda con el intento de llevar una vida normal (¿normal?).
Ana María Núñez tiene 55 años y desde hace 13 vive en el Cerro. Atraviesa el barrio a pie para llegar al hospital, donde trabaja como supervisora de enfermería. Ilustra la situación de tal manera que es mejor dejarla hablar:
—Parece que somos Vietnam. Estamos siendo más conocidos por los heridos de arma de fuego que por la función que cumple el hospital. Acá hay gente que viene a parir, hello. No vienen todos heridos de bala, pero capaz que viene gente que no se controló en todo el embarazo y entonces es un parto de alto riesgo. Aunque lo primero que sale es el baleado, con ocho balazos, todo agujereado, y el que nació, bueno nació, uno por semana. No hay que estigmatizar tanto al hospital. Todos estos casos se iban al Maciel y no se cubría tanto cuando iban al Maciel, ¿no? El problema de estigmatizar es que después no te quieren aceptar una guardia para cubrir. Es cierto que hay violencia, quizá lo naturalicé, pero no se puede seguir discutiendo si era necesario o no un hospital acá. Esa discusión se laudó. Ahora tenés que reforzar los equipos.
Lacalle Pou inauguró el hospital hace un año
El presidente Luis Lacalle Pou y otras autoridades inauguraron el Hospital del Cerro el lunes 6 de noviembre de 2023 tras una inversión que superó los 16 millones de dólares. El centro de salud cuenta con cuatro pisos, dos quirófanos y decenas de camas de internación. No dispone de CTI.
El lugar tiene su historia. En 1994 Luis Alberto Lacalle Herrera inauguró el Centro de Salud del Cerro en el mismo predio, mientras que en 2014 el presidente José Mujica cortó la cinta del servicio de urgencia.
Cuando se inauguró el hospital hace un año, Lacalle Pou habló entre los cánticos permanentes, ruido de bombos y pancartas contra su gobierno, pero también hubo aplausos de militantes blancos y simpatizantes de su gobierno.
El Hospital del Cerro, de noche
En Cerro Norte se deambula con sigilo. El barrio todavía espera las represalias tras el homicidio del bebé. “Es la calma antes de la tormenta”, precisa alguien. De mañana, mientras “los chorros duermen” (textual), se recorre liviano de equipaje mental. El ambiente se espesa a partir del mediodía. Ya están despiertos. Nadie los ve, o nadie los quiere ver, porque cuanto menos se sabe, mejor. Pero están. El aire está cargado. Desde las 5 de la tarde dicen que el que puede evitar circular, lo evita. De hecho, la policlínica deja de atender y cierran las puertas. El sol se esconde y empieza otro ritual. Se abre un escenario incierto. Los hospitales de noche, suelen repetir los médicos, cambian. Es cierto.
Un policía unta con esmero unos manchones de mermelada sobre una galleta de arroz. Se anuncia una mujer que viene porque van a operar a su hija de apendicitis. Pasan las nueve de la noche y la emergencia sigue llena. Llueve. La emergencia no duerme (y la farmacia tampoco). Nunca se termina de vaciar y se vuelve a llenar.
Bajo la lluvia, llega un señor a los gritos. “¡Se me está desangrando el botija! ¡Se me está muriendo!”, dice. Abriendo los brazos, reclama por una ambulancia: “Están pajeándose acá, la concha de la madre”. Llueve más fuerte, se prenden las sirenas, la ambulancia se pierde en la oscuridad.
A la puerta de emergencia llegan dos personas para intercambiar ropa usada. Ella cuenta las prendas, él espera billetes en mano. Está todo en orden. Muchas gracias, chau. Una enfermera fuma contándole a otra problemas de pareja, y enseguida tira el cigarrillo a las apuradas porque unas sirenas se acercan anunciando a un patrullero. Un chico ayuda a bajar a una muchacha descompensada. “¿Sabés si ingirió algo?”, le pregunta un médico. No se escucha la respuesta, se la llevan en silla de ruedas y se meten en el corazón del hospital.
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