La vida tal cual la concebimos puede derrumbarse de un momento a otro, como si fuera un castillo de naipes. Eso le pasó a Vladimir Espíndola el sábado 8 de julio a las ocho y media de la noche, cuando recibió una impensada llamada desde Salto con el peor de los mensajes: su mujer Roxana Pesce y sus hijas Emilia y Savina habían fallecido en un accidente de auto. Ellas viajaban a la capital del departamento, de donde la pareja es oriunda, para pasar las vacaciones de julio. Vladimir se había quedado trabajando, él recorre el país visitando comercios.
Roxana tenía 44 y estaba en pareja con Vladimir, de 48, desde hacía 17 años. Emilia tenía nueve, Savina cuatro.
Por razones que se desconocen, el auto que la mujer manejaba se cambió de senda en el departamento de Paysandú, en una curva a unos tres kilómetros del límite con Salto, y chocó de frente contra un camión.
Esa noche Vladimir tuvo que empezar a entender lo inentendible. Una semana antes había muerto su padre, que también se llamaba Vladimir, pero aquella era una muerte esperada. Esto era distinto, muy distinto.
Nadie está preparado para el fallecimiento de un ser querido pero, mucho menos, nadie está preparado para que mueran todos los que lo rodean, los que le dan un sentido a su vida. ¿Cómo se sale a flote tras una tragedia de tal dimensión? ¿Qué tipo de ayuda brinda el Estado a quienes padecen una situación así? ¿Cuánto le facilitan la vida o cuánto se la complican con pesados trámites a una persona que debe rehacer su vida?
Con esas dudas me senté a hablar con Vladimir. Y con otra más: ¿cómo se entrevista a un hombre que hace dos meses perdió a su familia, sin caer en el morbo, respetándolo e incluso intentando no quebrarse por la inevitable emoción?
Trabajo hace más de 20 años en periodismo y esta debe ser la entrevista más difícil que me tocó hacer.
Espaldas a la muerte.
Jueves a media mañana en un vacío bar de Pocitos. Vladimir viene desde la casa de uno de sus hermanos cerca de La Paz, donde vive desde que ocurrió todo.
Me encuentro con alguien lúcido, consciente de los traumas con los que carga, agradecido con los que lo apoyaron y con un mensaje muy claro a dar.
—Yo estoy de pie gracias a la gente y a pesar del sistema —dice Vladimir, tras pedir un café largo—. Las cosas que sufrí cuando falleció mi familia ya pasaron, ya nadie me las va a cambiar, pero quiero que a otros no les pase lo mismo. Que estén prevenidos de todo lo que tenés que hacer.
Entonces hace un silencio y agrega:
—Yo siempre viví como si la muerte no existiera, de espaldas a ella —explica, y pienso que a todos mal o bien nos pasa lo mismo.
Vladimir quiere que se conozca el largo collar de burocracias que debió sufrir en estos dos meses y pico, su odisea. Y eso lo lleva a dar la cara, a hablar.
—Ni hoy, dos meses después, estoy en condiciones de cumplir con todo lo que la burocracia te pide.
—¿Qué te piden?
—Me piden certificados de todo tipo, de defunción, de nacimiento... En OSE, en Antel, en la Caja de Profesionales, en la DGI, en el BPS, en el banco, en la mutualista, en la emergencia médica.
—¿Para qué?
—Porque si quiero seguir en el sistema, tengo que hacer todo eso. Lo debo hacer para cada paso. Es una tortura, aunque ya me acostumbré. Hace dos meses que lo hago.
Pone un ejemplo: Roxana era arquitecta y entre otras cosas tramitaba habilitaciones de Bomberos, ahí también hubo que presentar certificados de defunción para que el socio, Federico Román, pudiera terminar los trabajos.
Lo que debería ser automático, que con un solo clic todas las oficinas públicas se enteren de una situación, termina convirtiéndose en un trauma para el involucrado, que debe ir organismo por organismo.
Se plantea Vladimir:
—Si te ponen una multa de tránsito en la ciudad de Artigas, te la cobran en cualquier lugar del país al instante. Y la DGI todos los meses sabe, antes que yo, lo que cobré y lo que gasté. Para eso el sistema funciona perfecto. El Estado ya demostró que lo puede hacer. En este caso participaron el Ministerio del Interior, el Ministerio de Salud Pública y el Poder Judicial. ¿Cómo puede ser que el resto de las oficinas del Estado me exijan a mí que les lleve en mano la información que sale del mismo Estado? Es inhumano: no acepto que día por medio deba estar presentando certificados de defunción de mis hijas y de mi mujer.
—¿Qué te dicen los funcionarios?
—Me dicen que cada ente tiene la potestad de pedir la documentación que crea conveniente. Yo acepto que la UTE pida una documentación específica para conectar la luz o la OSE para el agua, pero para el mismo trámite no acepto que cada ente te pida lo que se le antoje a cada burócrata a cargo.
Hay situaciones aún más curiosas: hace nueve años fue con su mujer a firmar el concubinato en el BPS para poder inscribir a la primera niña en el Fonasa de cualquiera de las dos empresas que tenían, pero el Estado dice que eso es válido solo para ese ente.
—¿Solo vale para el BPS ese trámite?
—Claro. Yo tengo que ir a demostrar (el concubinato) a cada oficina con pruebas. Por ejemplo, la Caja de Profesionales me pidió fotos para cerrar la caja y poder cobrar parte de los gastos funerarios.
—¿Fotos de qué?
—De nuestra vida. También testigos y recibos de entes de los dos en la misma casa durante los últimos cinco años.
—Además del drama personal, que pidan todo eso parece casi demencial.
—Es una demencia. Entregar fotos de mi vida con mis hijas y mi mujer... Lo mismo para que se cumpla el seguro de vida de mi mujer: en el banco me piden la historia clínica de todos los años que tuvimos un préstamo de la casa. Y ella chocó de frente con un camión. Por supuesto que yo no tengo acceso a esa historia clínica, porque para el Estado no soy el concubino. Solo para el BPS lo soy.
Entonces vuelve a lo del inicio: quiere que la gente sepa que si le pasa algo parecido a lo que él tuvo que vivir, va a necesitar “mucho tiempo, mucho dinero y muchos conocidos que tengan influencia”, para poder continuar con su vida.
—Porque si te pasa esto y no tenés estas cosas, quedás fuera del sistema.
Las horas más difíciles.
Vladimir habla sobre aquel fin de semana y otros insólitos problemas que debió afrontar. Él viajó a Salto en la madrugada del domingo junto a su madre y hermanos. De esas horas no recuerda casi nada:
—Desde que me dijeron hasta el lunes de mañana, recuerdo muy pocos detalles. Me cuentan que en el camino yo iba preguntando dónde las íbamos a enterrar, era algo que no imaginaba.
Cuando llegaron en la mañana, tuvieron que esperar hasta las cinco de la tarde del domingo por los cuerpos que venían desde Paysandú y ahí se enteraron que había una orden de no hacer velorio:
—Eso se le transmitió a la empresa fúnebre La Salteña desde el Estado y ellos a nosotros. Pero igual la empresa, que trabajó fuera de horario sin decir ni mu, permitió hacerlo.
Segundo problema: el accidente había ocurrido a 10 kilómetros de la ciudad de Salto pero habían llevado los cuerpos 110 kilómetros hacia atrás, hasta Paysandú, por un tema de jurisdicción.
—¿Nadie podía tomar la decisión de llevarlas para Salto? —pregunta, indignado—. Porque después los familiares tienen que hacerse cargo del traslado. En este caso desde Paysandú hasta Salto.
El lunes una hora y media antes del entierro una amiga de Roxana, Fernanda, le avisó que justo cinco días antes ella le había dicho que si un día moría quería ser cremada y que sus cenizas fueran esparcidas en un lugar que la hiciera feliz.
—Desde ahí tengo memoria —dice—. Me paré, dejé de llorar y salí a la casa de sus padres a decir cuál era su voluntad, que también se la había dicho a una tía unos años antes.
Y ahí, cuenta, tuvieron que ir a pelear con el Estado porque en Salto existe una reglamentación municipal que indica que alguien que tiene una muerte violenta no puede ser cremado, salvo que exista la orden expresa de un juez.
—La empresa fúnebre nos avisó de esa disposición. Y nos dijeron: “Ustedes vayan y hagan todo lo que puedan, pero les avisamos que en todas las ocasiones anteriores esto nunca fue concedido”.
Así las cosas, lograron que se aprobara la cremación con la ayuda del abogado Sergio Batalla —al que dice que le debe “el estar parado acá”—, además de un “montón de personas” que llamaron a las autoridades.
—Después de conocer que la voluntad de mi mujer era ser cremada, nadie la iba a enterrar si yo estaba vivo. Pero, bueno, si yo seguía los pasos de la ley, no salía. Salió de manera pacífica y de la forma en que se hacen las cosas en Uruguay: a base de conocidos y de gente que llama a otra gente. Yo invito a pensar en que esto ya sucedió muchas veces y que la voluntad de las personas no fue respetada.
Una relación que se inició con un océano de por medio
Vladimir y Roxana se conocían de vista en la Facultad de Arquitectura de Salto, carrera que él empezó pero nunca terminó. Después de eso, entre 2003 y 2007 Vladimir vivió en España, entre Mallorca e Ibiza, y al sacar la residencia legal volvió de visita en diciembre de 2005. Ahí se reencontraron en Salto en un baile en Nochebuena. Ella viajó a España en Semana Santa de 2006 “y empezamos”. Estuvieron un año y medio viéndose cada tres meses. En mayo de 2007 Vladimir volvió definitivamente al país y se inició la convivencia. Tuvieron dos hijas hasta que todo se truncó por el accidente.
Federico Román, amigo, colega y socio de Roxana, dijo semanas atrás al diario El Observador que ahora “el gran reto” es apoyar a Vladimir a salir adelante: “Había un vínculo en todas partes, con mi familia, yo con ella, ella con mi hermana, mi hermana con Vladimir (...) Esto es como un tsunami que viene y te dice, bueno, aquí estoy”.
Vladimir relata que, cuando iban a Salto, le preguntó al hermano dónde había sido el accidente y al pasar por el lugar a las ocho o nueve de la mañana, él le dijo: “El accidente es acá pero no voy a parar”. Y aceleró.
—Yo no dije nada, no podía decidir nada, ni si tenía que tomar agua o respirar. Pero el viernes siguiente, de regreso, dije que quería parar. Lo recorrí, estaba todo tirado aún, partes del auto, parte del camión, papeles, juguetes y ropa. Junté algunas cosas. Estar en el lugar del accidente fue uno de los momentos más bravos después de verlas en un cajón. Estuve como una hora, después paré en la comisaría de Chapicuy y pedí para ver el auto, que estaba ahí. En el piso del acompañante alguien dejó un cartón con un Padre Nuestro escrito y se lo quiero agradecer, no sé quién es. Ver todo eso era una manera de estar con ellas, yo necesitaba pasar por ese dolor —dice y no puede seguir. Se quiebra en el bar y caen lágrimas. ¿Qué decir ante una situación así? Nada, lugares comunes como “no hay apuro”, “tranquilo”, “si querés, cortamos” y silencio.
—Es un ratito. Todos los días lloro, varias veces al día, y después sigo.
Retomamos el diálogo.
—Cicatrizar te llevará mucho tiempo.
A esta altura a mí también me cuesta hablar.
—El dolor más fuerte que me podía tocar en esta vida ya lo tengo. Yo no lo voy a esconder, lo llevaré conmigo y punto. Estoy en paz por el tiempo que le di a mis hijas y a mi mujer en vida. No me imagino lo que debe ser pasar por esto que estoy pasando con culpa. ¿Vos me preguntás cómo cicatrizar esto? No sé si cicatriza. Y yo llegué a la conclusión de que cuando alguien en esta vida te necesita, vos no le estás haciendo un favor, esa persona te hace un favor a vos. Eso me di cuenta con mis hijas. Ellas se pasaban para nuestra cama todas las noches, la más chica tipo a las cuatro de la mañana. Me llamaba para que la fuera a buscar. Yo tengo plena consciencia de levantar a mi hija, era hermoso cuando me tiraba los brazos y se abrigaba conmigo. Yo mentalmente le decía “gracias”, eso empecé a hacerlo con las dos un par de meses antes de que fallecieran.
La primera vez que volvió a Salto, un mes después, pasó por el lugar del accidente y seguía todo tirado.
—Conseguí una camioneta y me fui con bolsas de basura con mi hermana y estuvimos ahí juntando los restos, cosas de mi familia, hasta dibujos de mis hijas, cuadernos de mi mujer, ropa, pedazos de juguetes —recuerda—. De ahí fuimos al basurero de Salto, donde hay gente que vive. Son familias adentro de la basura. Era un sábado de tarde. Se vinieron todos arriba. Había mujeres, hombres, niños. Les dije: “Mirá, estos son los restos de un accidente donde murió mi familia. No hay nada de valor”. Ellos me dijeron: “No importa, nosotros revisamos igual”. Les pedí que esperaran un poquito. Empecé a bajar las bolsas y enseguida ya estaba la primera destrozada y todos hurgando. Ver eso fue fuerte pero no sentí nada contra esa gente. Sí me generó bronca e indignación pero no con ellos, sino con los que vivimos afuera del basurero. No puede ser que haya gente que viva en ese extremo. Gente que no le importa nada.
A su casa de Neptunia, que aún está como la dejaron y donde vivían los cuatro, vuelve seguido, al principio iba todos los días, ahora día por medio. Cuando no está en el interior, ahora vive en la casa de su hermano Antonio y familia:
—Ellos son cuatro. Y da la casualidad de que tiene una hija de la edad de la más grande mía y un hijo de la edad de la más chica mía. Y mi sobrina Francesca me adoptó: no sabés cómo me cuida, nunca di tantas explicaciones como ahora. Ella tiene que saber a dónde voy y cuándo vengo. Si me voy por dos días ya me pregunta por qué —cuenta, se ríe y le brillan los ojos.
Es la primera vez que sonríe en una hora de charla.
Dos semanas después volvemos a hablar. Viene de trabajar desde Maldonado y para en un bar por Portones. Al día siguiente debe retornar al este. Posa para el fotógrafo, se le nota el cansancio en la cara y una inevitable tristeza. Dice que a veces duda de absolutamente todo. Pero también sabe que la vida sigue.
“Tres soles”, la nueva calle en Villa Juana, el barrio de Neptunia donde ellos vivían
Una de las preocupaciones de Vladimir Espíndola es agradecer a todos los que lo ayudaron en estos dos meses. Habla de su familia, amigos y la empresa para la que trabaja como empresa subcontratada, Monte Paz y todo su personal, “especialmente a José Pepe Chiappara y Mike Da Rocha” que gestionaron su situación hasta que pudo volver a trabajar. También a Andrés Elissalde, quien hizo llegar a El País su historia, y a Laura Vivas (“que me ayuda a cargar el alma, la vida, con su típica ironía, para alumbrar mi camino, alguien que se apellida Vivas”).
La lista es larga y él sabe que es imposible incluirla en una nota. Pero menciona a mucha gente del Colegio Salesiano de la Costa, donde estudiaban sus hijas: “Fueron hasta Salto el director, maestras, padres. Si hubiera sido acá en Montevideo los esperaba a todos, pero hicieron 500 kilómetros. Verlos aparecer fue tremendo”. Y agrega: “Padres de las clases, funcionarios del colegio, vecinos de El Pinar donde viví hasta hace tres años y otra gente que no conozco, están todos en un grupo de WhatsApp y se encargan de ver cómo estoy. Se turnan para mandarme mensajes”. También menciona a los vecinos actuales de Villa Juana en Neptunia, que además de cuidar la perra, la gata y la casa, le pusieron nombres a las calles del barrio: la de entrada ahora se llama “Tres Soles” y la de su casa “Los Cardenales” en honor a Roxana; a ella le gustaban.
También: “A los policías de Chapicuy, a la Policía Caminera, a la gente de la salud, a los bomberos, a todos los que estuvieron con mi familia en el lugar del accidente. Fue duro para ellos. Yo siento que lo hicieron con respeto y con dolor”.
Lo mismo a una psicóloga en Shangrilá, Andrea Loriente, quien lo recibió el viernes posterior a la tragedia: “Me consiguieron la psicóloga para que fuera a verla antes de ir a mi casa, para que me ayudara a entrar. No me cobró nada a pesar de que estuvo conmigo dos horas y me esperó todo el día”. También tiene una historia destacable con una doctora de Cosem, Isabel Villanueva, con la cual él se atendía por problemas respiratorios y que lo orientó y ayudó para coordinar junta de psicólogos y psiquiatra en la mutualista. Igual una nurse llamada Leticia, “todo el mundo está haciendo una excepción conmigo, menos el sistema que cada día me espera con una nueva piedra en el camino”.