Es martes a las 10 de la mañana en la feria del Cerro, sobre la calle Japón. La música de la cantante argentina Emilia Mernes suena a todo volumen desde unos grandes parlantes que están a la venta. En los puestos hay de todo: frutas y verduras, artículos de limpieza, pasta de dientes, ropa. Pero hay algo que no pasa desapercibido y que es muy demandado: medicamentos. Desde puestos modestos con las cajas en una tela sobre el piso a otros más grandes, con los vendedores sentados a la sombra tomando mate y haciendo de farmacéutico improvisado. Hasta aconsejan sobre efectos y modos de administrar lo que venden.
—Pregunte, vecina, ¿qué anda buscando? -ofrece un feriante, acomodando cajas sobre la mesa grande de su puesto en el que se ve todo tipo de medicamentos.
—¿Tenés alprazolam?
—No, pero tengo quetiapina, que es lo mismo, o bueno similar capaz. Mire que yo uso y mi señora también -responde sin titubear.
Pero la compradora duda, examina el puesto con desconfianza, parece que sabe que no es lo mismo, y decide seguir caminando.
El alprazolam es un fármaco de la familia de las benzodiacepinas y se utiliza para el tratamiento de los estados de ansiedad, mientras que la quetiapina es un medicamento antipsicótico que se usa para tratar enfermedades mentales como la esquizofrenia, la depresión bipolar y la manía, aunque también es usado para regular la ansiedad.
Unos metros más adelante, en la misma cuadra, encuentra lo que busca: una caja de 30 comprimidos de alprazolam de 1 miligramo. Precio: 300 pesos. Una joven mujer junto a un puesto de frutas y verduras tiene en el piso unas pocas cajas, aunque todas muy prolijas, nuevas, parecen recién llegadas y que no tuvieron muchos viajes a ferias.
¿Por qué esta vecina compra un psicofármaco en la feria? Su respuesta es simple y directa:
—Hace unos años, durante la pandemia, me lo recetó un psiquiatra. Yo la pasé muy mal, bueno, como todos, pero mi marido estuvo internado. Ahora no lo tomo todos los días, es para cuando lo necesito, y con un cuarto estoy bien.
—¿No te preocupa que el medicamento esté vencido o sea falso?
—Siempre los reviso bien antes. Miro la caja, verifico la fecha de vencimiento y me fijo que no haya estado al sol. Uno se da cuenta.
—¿Y no vas a ahora al médico para que te lo vuelva a recetar?
—No, ya me dieron el alta en la mutualista, estoy bien. Además no lo tomo como caramelos, porque me deja zombie.
Con el alprazolam en la cartera, un carrito lleno de verduras y un sombrero de paja para protegerse del sol, se pierde entre tantos que caminan por la feria. “Está bravo el calor, parece que recién ahora empieza el verano”, comenta antes de seguir su camino.
La vendedora, que con este alprazolam acaba de hacer su segunda venta de la mañana, solo tiene psicofármacos a la venta, que requieren receta verde. ¿Cómo los consigue?
—Mirá, a mí me lo trae para acá una persona que trabaja en un laboratorio -cuenta-. Y no sé si él los saca o se los dan cuenta.
En la feria del Cerro se ve de todo: desde blisters de analgésicos para aliviar dolores, pasando por psicofármacos de receta verde, ansiolíticos, antidepresivos, relajantes musculares, medicamentos para controlar la acidez o antialérgicos, entre otros. Los precios varían de 50 a 500 pesos.
Y si no hay, se consigue. En las incautaciones que hizo la Intendencia de Montevideo (IMM) en 2024 aparece esa misma variedad. Por ejemplo, el 23 de abril de 2024 en la feria de Juan Paullier encontraron fluoxetina (un antidepresivo), diaformina (utilizado por pacientes con diabetes), risperidona (un antisicótico), ibuprofeno y amoxicilina, entre otros, según información brindada a El País.
Las cifras de incautaciones reflejan una problemática persistente. En 2018-2019 la IMM decomisó 7.345 medicamentos ilegales. Este número aumentó a 11.850 en 2020, disminuyó a 10.688 en 2021 y luego dio un salto alarmante en 2022, alcanzando los 19.854 productos retirados de circulación. Sin embargo, en 2023 la cifra cayó a 5.887, según los registros oficiales a los que tuvo acceso El País y publicó en setiembre pasado.
Pero que se incaute menos no significa que se venda menos. Si quisieran, los inspectores podrían incautar medicamentos cada fin de semana.
“Aunque no tenemos datos de 2024 todavía, estimamos que los números se mantienen estables”, dice a El País Andrés Fernández, responsable del Servicio de Convivencia Departamental de la IMM. No hay una sistematización de estos datos, porque los inspectores realizan los apuntes a mano: ahora se está haciendo el proceso de pasar todo lo escrito en esas planillas a documentos digitales.
El trabajo de los inspectores no es sencillo. Muchas veces tienen que ir con la Policía. “La persona está vendiendo un producto que no debe vender y lo sabe, no es una intervención agradable. Nosotros tratamos siempre de no ir al conflicto”, dice Fernández, aunque reconoce que “sí, ha habido agresiones, ha habido compañeros lastimados.”
La IMM recorre las ferias para incautar todo tipo de mercadería ilegal, que muchas veces llega de contrabando, como café o pasta de dientes a cigarros. “Nosotros no vamos a la causa de dónde viene este medicamento, por qué llega a la calle, no nos compete investigar cuáles son las causas. Eso es competencia de Salud Pública”, dice Fernández.
Pero se señalan mutuamente porque desde el Ministerio de Salud Pública (MSP) dicen a El País que “el control de lo que sucede en las ferias es de la IMM”.
Lo que sí hace la intendencia es facilitarle al MSP la información de los medicamentos que encuentra, antes de ser destruidos. No hay un trabajo articulado de las dos instituciones, pero desde la IMM se deja claro que sí están abiertos a trabajar en conjunto.
¿Qué hace la IMM una vez que tiene las incautaciones? Terceriza el servicio de la destrucción y disposición final. La química farmacéutica Alicia Galbarini, directora de la empresa Farmared-Logired, cuenta que al año le llegan unos 300 kilos de medicamentos para destruir y que hacen ese procedimiento sin costo, porque lo ven como un bien para la sociedad. La destrucción de la medicación tiene procedimientos muy estrictos, que se establecen por normativa.
Un mercado sin control
En la feria de Piedras Blancas, más al norte de Montevideo, los feriantes de los puestos de frutas y verduras anuncian a viva voz los precios de sus ofertas. Ocultos en la cotidianidad de este bullicio, hay pequeños puestos que llaman menos la atención: improvisadas mesas donde se venden medicamentos de forma clandestina. No necesitan publicidad ni grandes carteles; su clientela los encuentra sin dificultad.
En algunas cuadras hay hasta cinco vendedores. Con gestos rápidos y transacciones discretas, pasan casi desapercibidos.
—¿Tenés clona? —pregunta un hombre al vendedor, que en ese momento busca el cambio para una vecina que acaba de comprar una caja de lisinopril, un medicamento para la hipertensión, por el que pagó 200 pesos.
—No, vecino. El domingo traigo, pero vuelan.
—¿Te lo compro ahora y me lo traés el domingo?
Sin dudarlo, saca la billetera del bolsillo y le da 300 pesos por una caja de clonazepam de 30 comprimidos de 1 miligramo. No intercambian números de teléfono ni ninguna otra información de contacto. Solo un acuerdo tácito basado en la confianza.
Al preguntarle al vendedor si se conocían con el hombre que le dio los 300 pesos y se fue, su reacción es esquiva:
—¿Vos querés que te traiga algo para el domingo o para qué me preguntás?
Lo que ocurre en Piedras Blancas no es una excepción, sino parte de un fenómeno que se repite en muchas ferias de Montevideo. Según Jorge Moreale, director de Medicamentos de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), esta práctica acarrea graves riesgos para la salud pública.
“No se puede garantizar que los medicamentos mantengan sus condiciones de calidad y seguridad. Estar expuestos al sol, a altas temperaturas o a niveles de humedad no controlados puede hacer que pierdan su efecto, e incluso provocar reacciones adversas en quienes los consumen”, advierte Moreale. El problema no solo radica en la exposición a factores ambientales. La falta de un circuito legal que regule el transporte y almacenamiento de estos productos hace que sea imposible determinar su procedencia y autenticidad.
Pese a los riesgos, el mercado ilegal de medicamentos sigue funcionando con normalidad en las ferias. Los compradores acuden movidos por la necesidad de ahorrar, de evitar largas esperas en farmacias de mutualistas, consultas médicas con especialistas que demoran meses o porque directamente les parece “normal” comprar en una feria lo que tendría que recetar un médico o al menos venderse en una farmacia. Este circuito existe también para llegar a medicación que un doctor ya negó, quizás porque son medicamentos controlados y las personas los consumen igual.
El hombre que reservó su clonazepam en Piedras Blancas se aleja tranquilo, confiando en que el vendedor cumplirá su palabra el domingo. Nadie le pidió receta ni ningún profesional evaluó sus síntomas. Sin embargo, tras esa transacción aparentemente inofensiva, tendrá lo que quiere en unos días. Y a un precio que no es el que se puede conseguir con una receta verde en una farmacia de barrio, donde ronda los 900 pesos.
El clonazepam es un medicamento controlado que pertenece a la familia de las benzodiazepinas. Se utiliza para tratar la epilepsia y los trastornos de ansiedad.
Una sociedad que todo lo soluciona con una pastilla
Jorge Moreale, director de Medicamentos de ASSE, cree que el sistema de venta en ferias persiste no solo por la automedicación, sin conocer los riesgos, sino también porque existe un trasfondo cultural más amplio. “Hay una medicalización de la sociedad y, a la vez, una medicamentalización de la consulta médica. Son dos conceptos diferentes”, explica el médico. Por un lado, cada vez es más común que las personas consuman medicamentos; por otro, se ha vuelto habitual que, tras consultar a un médico, se espere salir con una receta en mano.
Problema sin solución
Alberto tiene 83 años y recorre la feria del Cerro con un caminador. A pocos metros de su casa encuentra lo que necesita a precios que puede pagar. Es diabético, hipertenso y ha sido operado del corazón. No puede permitirse los tickets de su mutualista y, aunque sus medicamentos llegan de la mano de su hijo, siempre hay algo que falta. “Yo no los puedo pagar todos”, confiesa mientras mira los puestos de frutas y verduras para ver en cuál están a mejor precio las frutillas.
Como Alberto, muchos encuentran en las ferias la respuesta a su realidad económica. Aunque los usuarios de ASSE reciben medicación gratuita, los socios de mutualistas enfrentan costos que rondan los 450 pesos por medicamento. Para quienes padecen enfermedades crónicas, esto puede traducirse en varios fármacos y más de una caja por mes de cada uno.
“El promedio para un paciente con una patología crónica es de dos medicamentos diferentes por cada enfermedad, pero en muchos casos son más, y eso puede ser una carga imposible de afrontar, sobre todo en las personas añosas”, explica Moreale de ASSE.
En un puesto muy bien armado, un feriante se muestra despreocupado mientras organiza cajas y blísters en una mesa. “Yo le compro a los laboratorios, soy lo que llaman un revendedor”, dice sin reparos. Aunque sabe que lo que hace es ilegal, asegura que no teme las consecuencias “porque en todas las ferias pasa lo mismo”.
La venta de medicamentos en ferias genera preocupación en la industria farmacéutica y es un tema que siempre vuelve a aparecer, dice a El País Carlos Scherschener, presidente de la Asociación de Laboratorios Nacionales. “Los medicamentos tienen sensibilidades especiales. Exponerlos al sol, venderlos en envases abiertos o incluso vencidos puede ser muy peligroso. Aunque ofrezcan acceso económico, el riesgo supera cualquier ventaja”, opina.
El principal problema, explica Scherschener, es la falta de garantías sobre la calidad y seguridad de estos productos. “Hay grandes posibilidades de que no funcionen o incluso sean dañinos. Automedicarse con fármacos adquiridos en estos lugares es un riesgo innecesario en un país que tiene una cobertura casi universal de medicamentos”.
¿Pero de dónde vienen estos medicamentos? La procedencia es un entramado complejo. Según Moreale, algunos provienen de robos a usuarios a la salida de farmacias; otros, de pacientes fallecidos cuyos fármacos terminan siendo revendidos por familiares. También hay quienes, con acceso legal a grandes cantidades de medicación, deciden vender lo que les sobra. Además, explica que algunos usuarios consultan con diferentes especialistas y emergencias para acumular medicamentos, no con fines terapéuticos, sino comerciales. Esto crea una parte del mercado paralelo que alimenta las ferias. Pero, por las cantidades que se ven, cuesta creer que todo lo que hay llegue por estas vías. El mercado clandestino, parece claro, tiene otras fuentes.
¿Dónde fallan los controles? A pesar de los avances tecnológicos, el sistema no ha logrado frenar este problema. “Hoy los stocks de medicamentos son controlados de forma digital, pero las fallas están tanto en la regulación como en el usuario final”, opina Moreale.
Los puntos críticos incluyen el monitoreo de la distribución de fármacos por parte de prestadores, las inspecciones de la intendencia y del MSP y la falta de conocimiento de los riesgos por parte de los compradores. “El usuario debería entender que comprar en las ferias no es inofensivo”, dice Moreale. “La automedicación puede tapar síntomas de enfermedades graves. Pero muchos minimizan el riesgo”. Para los compradores de las ferias, conseguir el remedio barato y en la esquina de la casa puede más que todas las advertencias posibles.