¿Y esto cómo se cuenta? ¿Cómo ordeno yo, argentino, mis palabritas para dejar dicho, narrado, en una cantidad más o menos regular de caracteres, lo que acaba de pasarle a este país?
Era el 22 de junio de 1986. Yo tenía 15 años. Miraba el partido mientras hablaba por teléfono con la amiga de la que me gustaba. Si revoleé el tubo, si me quedé sin habla: no sé qué hice cuando Diego Maradona terminó de sacudirse a media Inglaterra y marcó su gol redentor. Sé que ese gol y yo, crecimos juntos. Ahora, es diciembre de 2022. Tengo 51. La que me gustaba se casó conmigo, una uruguaya de Juan Lacaze con la que vi la final de Qatar. Lloramos juntos la final de Qatar. No es una historia rosa porque las historias rosas no existen. Si son posta, raspan. Preguntale a Lionel.
¿Cómo es crecer con un gol? El gol se va abriendo camino frente a la zarza de su posteridad, vos te vas abriendo paso en la vida. Cada tanto los dos se relojean, a ver en qué anda cada uno. ¿Todo bien, pa? Todo bien. Seguimos.
Hasta que un día el favor de los dioses te sirve el plato de un nuevo gol: Gonzalo Montiel la pone contra el palo izquierdo y Argentina gana su tercera Copa del Mundo. ¿Con qué cráter del orgullo, con qué yerra vamos a crecer durante lo que nos quede por vivir? Somos cuero de vaca humeando angustia y felicidad.
Argentina es campeón del mundo, mi Uruguay querido. Dejame contarte lo que nos acaba de pasar.
Empieza el mundial
Acá la cosa está peliaguda (es una ventaja escribirle a un país que se parece tanto al mío, no tener que explicar “peliaguda”). Vamos a decirlo derecho viejo: nos empobrecimos. Las razones y los responsables no se van a llevar una sola línea de este texto, pero nos empobrecimos. El valor de la moneda con la que nos pagan nuestros trabajos se ha depreciado y, una vez más, este montón de gente que somos se ve frente a la castración de su poder de compra y sobrevida.
Llevo dos años sin pagar el total de mis tarjetas de crédito y además he tenido que discontinuar débitos automáticos como es el caso del servicio de luz, o el de gas: ni vivo en la oscuridad ni me caliento a leña, pero pasé al control manual de cuándo se pagan las cosas. Hay, sin embargo, tres débitos directos que he decidido no cancelar.
Como Messi, nací en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe y, como Messi, me fue dada la bendición de crecer en una familia hincha de Newell’s Old Boys. Así que la cuota mensual de socio que mantiene vigente mi carnet, el de mi hijo y el de mi hija, es algo que mantengo rigurosamente al día y, esos pagos sí, se debitan automáticamente. Vivo en Buenos Aires, la pileta del club y su gimnasio me quedan a inviables 300 kilómetros. No importa, porque lo que quiero asegurarme, el día que Lionel Messi salga con la de Ñúbel a jugar su primer partido oficial, es que estemos los tres ahí. Esperar que Messi llegue a Ñúbel es uno de los nombres de mi fe. Hay una línea que me guía: ya será. Lo cuento para entregar una escala, una idea, una aproximación, de lo que significaba, antes de comenzar, este mundial para mí.
Así, llevando la camiseta que llevo y esperando del fútbol una justicia que, como el amor, no tiene por qué entregar, me senté a ver Argentina Arabia Saudita. Empezaba, para la absurda, feligresa criatura que soy, el recorrido en esta Copa. La derrota me dejó frente a un abismo hecho de tres palabras: esta vez tampoco. Supe, con el segundo gol saudí, que el fútbol, escuela de todas las cosas, si quiere, si se le ocurre, puede reclamar el derecho a ser cruel. Cuando terminó el partido, ya no me importaban el resto de los partidos. No me interesó más nada. Esperé el duelo con México como se espera una operación reparadora del mundo y ganarlo me devolvió a la Copa. A mí y al resto. El superpoder de un Mundial es convertir a cualquiera de nosotros en todos nosotros. El individuo hecho muñón colectivo, el sosiego del yo.
Los partidos contra Polonia, Australia y Holanda fueron las autopartes cruciales de un ensamble definitivo, el de nuestro seleccionado nacional como un vehículo que en tres movimientos se vuelve Transformer. Este crescendo se verificó, como todo, en el correlato del juego y de la hinchada, que hicieron juntos sus recorridos. Una mujer de Villa Luro, barrio de Liniers, La Abuela, salió con su banderita para ser rodeada por diez sujetos euforizados al finalizar el primero de estos tres partidos; por unos cincuenta, al segundo. Por móviles de la televisión, murgas, bombas de humo y unas 300 personas, al tercero. Algo se expandía. Un cuerpo de futbolistas, un país, ambos. No estaba claro quién hacía crecer a quién. No estaba claro ni tampoco importaba.
El mano a mano a quemarropa que Emiliano El Dibu Martínez le ganó al australiano Garang Kuol en el minuto 6 con 37 segundos de los 7 que el árbitro había adicionado después de los 90 reglamentarios y con Argentina ganando 2 a 1 fue el adelanto, el trailer, de una agonía, la inauguración oficial de la ansiedad.
El usuario de Twitter @lucasg escribió en su cuenta: “Una vez un argentino encaró por una cordillera arriba de una mula y dijo: primero hay que saber sufrir, y así fue por el resto de los días”. Favear y seguir.
una vez un argentino encaró por una cordillera arriba de una mula y dijo: primero hay que saber sufrir, y así fue por el resto de los días
— lg (@lucasg) December 18, 2022
Cinco meses antes, el 1º de junio, el agnóstico que soy ya había dado muestras de su resuelta fragilidad y, con registro de video incluido y mis hijos atestiguando las cosas, hice mi primera promesa. Antes del partido con Países Bajos, hice la segunda. La condición era ganarlo todo. Y ahora sólo me queda cumplir con las dos. ¿A quién le promete, el descreído? ¿Hay un dios de los creyentes súbitos en un cielo que se arma de raje, como un escenario circunstancial, y se desarma después de ocurrida la función? ¿Qué se faena en la promesa del que siempre dudó?
El señorial triunfo tres a cero frente a Croacia, completó, para los futbolistas, para la hinchada de cuerpo presente y para la remota, el proceso de ignición.
La final.
La sabalera que me gustaba de chico y que ahora mira la final conmigo me pregunta, con los ojos acuosos y la mirada en trance, por qué, qué sentido tiene, sufrir de esta manera. Francia, después de haber sido desaparecida de la cancha por el fútbol de precisión que desplegó la selección argentina durante ochenta minutos, acaba de empatar el marcador. Hay un dos a dos donde hasta hace unos instantes había un dos a cero.
Le respondo que es un encuentro dramático, pero no, no lo es. O lo será, en todo caso, para los espectadores sin compromiso emocional con lo que está ocurriendo sobre el campo de juego, entre un arco y el otro. Para los que sí, y tengo la impresión de que más para argentinos que para franceses, el partido no es dramático, sino sádico, macabro, cruento. Está bien la pregunta: qué sentido tiene sufrir así.
Unos días antes, Zlatan Ibrahimovic había dicho que era una final ya escrita, que de algún modo todos sabían qué capitán levantaría la copa. No sé en qué momento dejé caer el bastión de mi razón crítica y me dejé sitiar por el absurdo y la magia, pero le creí. No temí decirlo el día anterior entre amigos, guapeando irresponsablemente frente al devenir, despreciando la entonación de la cábala. Mañana la ganamos. Mañana somos campeones del mundo. No se juega con el hocico del león.
No tengo ninguna posibilidad de verlo sentado, así que, sin sacar los ojos del televisor, camino el living de mi casa, de ida y de vuelta. Soy un sujeto entregado a la compulsión de su sistema nervioso. Lo que está en juego no es solo una copa del mundo, sino también la expresión final de una curva, el desenlace de una parábola, la que dibuja el trayecto hecho, en estos últimos 25 años, por Lionel Andrés Messi.
¿Por qué me resulta tan importante? ¿Qué me lleva a creer en esto? Estoy fraguado en la crianza del hincha de fútbol argentino. Podría decir: rioplatense. No soy un amante del fútbol. Hay momentos amargos donde, incluso, lo detesto. No volví a ver el gol de Götze, por ejemplo. Messi perdió la final del mundial en Brasil 2014 con un gol que solo vi una vez, cuando debí verlo, en el momento en que ocurrió. ¿Por qué haría el viaje a la úlcera de renovar una contemplación hiriente? El fútbol no es un deporte. El voley es un deporte. El fútbol es la esquina donde me encuentro con los míos. Termina el tiempo reglamentario. Me abrazo a la oración frente al temor impío de la derrota. Vamos al alargue. La situación es lacerante.
Entro a la cocina a buscar nada. El Cif detergente quedó destapado. Ah, eso explica todo. Nos empató Francia porque quedó al aire una hebra de desorden que empuja otras hebras que terminan descomponiendo la maqueta entera del universo, habilitando el caos. Y el caos es un lugar donde la copa del mundo no la gana necesariamente el que la merece. Como no sé qué hacer, como no puedo intervenir en los sucesos para llevar los acontecimientos a donde deseo que vayan, tapo el Cif detergente creyendo que así restauro una armonía de la existencia. Idiota. ¿Cuántos millones de argentinos están haciendo ahí afuera las mismas estupideces que yo hago ahora acá? Ya lo sé. Estoy perdido, pero no me quiero enterar. Empieza el complemento. No tardo nada en alcanzar el último páramo del desesperado, el zanjón, la cuneta final del que necesita, y miro al cielo para pedir un gol. Argentina hace un gol. Pero Francia también. Uh, pedí mal. Lo que tenía que pedir era la Copa. Vuelvo a mirar al cielo. Me corrijo. Arrancan los penales. Solo le pido a Dios.
Se ha puesto de moda llorar. Llorar es la nueva VTV, la sigla que usamos en la Argentina para la Verificación Técnica Vehicular, pero que podríamos alterar por Verificación Técnica de la Verdad: lo que decís no es cierto, pero si lo decís llorando sí es cierto. Y si llorás en cámara, más verdadero aún. Mentira, no se puso de moda llorar, sino mostrar que lloramos. Todo el mundo subido al exhibicionismo del llanto. Los relatores relatan los goles llorando, como si así valieran doble. Ahí va Gonzalo Montiel. Si la mete, somos campeones del mundo. Le pega al palo izquierdo. Permiso, voy a llorar.
Los festejos.
Vuelve, la selección, con los 6,142 kilogramos de la Copa del Mundo bajo el brazo. La esperan, aquí, todas las argentinas que somos. La de la gresca partidista, que se trenza en la agarrada por la organización y pone a tres fuerzas de seguridad —Nación, Provincia y Ciudad de Buenos Aires— a tirarse con las culpas de gerenciar el recibimiento.
Los canales de televisión están, más que nada, entramados en este país de la rosca y de la pugna, y recortan la foto que necesitan para verificar lo que sus líneas de mando editorial de algún modo les exige. Uno llevándose a la rastra la cabeza de un semáforo alcanza para decretar el vandalismo en masa. Pero la verdad es que al otro lado de los festejos, cuando hagamos el arqueo de caja de la celebración, con esta escala de gente tendremos, apenas, un muerto que venía internado desde los festejos del domingo anterior, y una cantidad de heridos decididamente menor.
Pintaron el obelisco, sí. Y volvieron a entrarle, al comerle el estómago, para aparecer, ebrios de todo lo que se puede estar ebrio en un día como este, por sus ventanitas de la punta, setenta metros allá arriba. Después se bajaron. Es probable que la anécdota sea más perdurable que la indignación.
Son las dos de la tarde del martes 20 de diciembre. Estoy a unos pocos pasos de ese mismo obelisco de Buenos Aires. Todavía nadie entró. Y lo que veo acá es gente encontrándose en esa clase de felicidad que sólo el fútbol es capaz de entregar —cuando resulta que se le da por entregarla.
Esta otra Argentina que recibe al equipo nacional parece desinteresada del destejido político, y es masiva y festejante. Imposible contarlos y darle al número justicia empírica, pero vamos a consensuar que cinco millones de personas salieron en Buenos Aires a recibir a la selección a su regreso de Qatar. Es la mayor movilización popular en la historia de este país.
Mil quinientos pesos argentinos las remeras de “andá payá, bobo”. Cuatro mil, las copias rápidas de la camiseta, hechas de apuro, pero con las tres estrellas sobre el escudo de la AFA. El manterismo se extiende por calle Corrientes. Nunca, jamás en la vida, vi que los racimos de gente avanzando empezaran en la avenida Pueyrredón, a diecisiete cuadras del obelisco. A veinticinco de Casa Rosada.
Las fotos de los drones van a dar varias veces la vuelta al mundo, y ese mundo hablará de la pasión argentina, de la necesidad que tenía este pueblo de festejar algo grande, y se asombrará, el mundo, de que seamos capaces de alentar así a nuestros jugadores. No hay ningún secreto, ciertamente. Acá lo único que pasó es que nos creímos entre todos. Nos creyeron los jugadores la ilusión, de tanto que se la cantamos. Les creímos nosotros el hambre. Cinco millones. Estoy, ahora mismo, sumergido en ese océano de gente. Soy todos. Todos son yo.
Nota al pie: hay algo fascinante en la pulsión de treparse a las cosas, de ganar metraje hacia arriba. ¿Es para accidentar la llanura que somos? ¿Para fracturar el horizonte que nos define clavando una vertical? ¿Para romper la carpeta extendida de la pampa? El único hombre que murió, murió por haberse trepado. Y la mayoría de los heridos son trepados que cayeron. Tiene que haber algo, ahí, en esa vocación por la manualidad de la altura.
Hacia las cuatro de la tarde, frente a la casa de gobierno, vamos a preguntarnos si vienen o no. Bueno, no. ¿Algún enojado porque el micro destechado que traía a los jugadores no llegará hasta acá? No veo ninguno. Uno tira: “Si era el Diego, se bajaba con la copa y venía caminando”. Y después agrega: “Pero qué me importa, si Messi me hizo campeón del mundo”.
Tuvimos una ilusión y nos encargamos de notificársela al mundo entero. Pero los jugadores reescribieron la letra de esta historia y lo que terminó cantándose es: muchachos, ahora solo queda festejar, ya ganamos la tercera, ya somos campeón mundial.
Campeones del pago chico: los homenajes en cada pueblo
El camión de bomberos de Calchín, en el centro este de la provincia de Córdoba, paseó a Julián Álvarez por las diez cuadras del pueblo mientras el goleador saludaba a su gente. En Santa Rosa, La Pampa, Alexis Mac Allister fue homenajeado en la casa de la gobernación. Unas 150.000 personas se juntaron en Mar del Plata para recibir a Emiliano “el Dibu” Martínez. El “Huevo” Marcos Acuña, en Ferro, el club donde debutó, recibió un carnet honorífico. Paulo Dybala en Córdoba capital. Enzo Fernández y Exequiel Palacios fueron homenajeados en la municipalidad de San Martín. Lionel Scaloni, en Pujato. Nahuel Molina se quebró de emoción mientras le hablaba a la gente de Embalse, en el Valle de Calamuchita. Thiago Almada, que jugó unos pocos minutos, también tuvo su caravana en Fuerte Apache. Como si el festejo masivo de la ciudad de Buenos Aires se hubiera derramado por el resto del país, los jugadores campeones del mundo fueron volviendo a sus pueblos natales y en cada uno de ellos hubo más euforia y más bienvenida.
En Rosario, Ángel Di María y Lionel Messi fueron recibidos por el gobernador santafesino Omar Perotti y, si bien no hubo homenaje protocolar, la Navidad de Messi será, parece, con invitados especiales. Luis Suárez, por ejemplo, ya llegó a Rosario junto a Sofía Balbi, su pareja, amiga de Antonella Roccuzzo. En su casa de Funes, Lionel levantará sus copas. Las navideñas de cada 24 de diciembre. Y la del mundo, que quedó en el museo de la AFA, pero que le pertenece probablemente a él más que a nadie.