EN BUSCA DE PAZ: CRUZAR EL CHARCO
Brian Majlin cumplió el sueño de su generación: se radicó en Montevideo. Y no es el único. En cinco meses de 2021 4.509 argentinos pidieron residencia. Poco más de 7.000 lo habían hecho en todo 2020
Este contenido es exclusivo para nuestros suscriptores.
Me rompen el vidrio del auto por segunda vez en 10 días y dejan la pelota de Messi que me traje de YPF. No sé cómo tomarlo: ¿es un código futbolero que nos hermana?, ¿es la famosa amabilidad uruguaya acaso? O capaz es un desplante: no queremos argentinos, ni siquiera a Messi.
Cómo van a despreciar una pelota.
Llevamos viviendo en Montevideo cinco meses y la inseguridad —una de las premisas que, se supone, arroja a los argentinos a la gesta de la migración interbalnearia porque venir a Uruguay es, en el imaginario popular, venir a la playa— deja de ser una sensación.
—Yo me iría a Argentina —me dice una mujer detrás de un escritorio, mientras anota las vacunas de mi hija Almendra en el calendario, para que validen su carnet de salud local— pero allá hay demasiada inseguridad.
—Todos creen que el otro país es mejor —le digo.
—Sí, pero sobre todo aquí.
Yo quiero estar en Uruguay. De hecho estoy en Uruguay por elección. La migración es una gesta rabiosa y ciclotímica: de a ratos quiero, de a ratos no quiero.
Nos fuimos de Buenos Aires en la meseta de una pandemia estridente que no afloja e hizo más reales las fronteras que otros soñaron y escribieron líquidas.
Uruguay nos recibió con su parsimonia. Aunque supusimos que sería sinuoso, el recorrido se hizo esquivo porque en medio de una sucesión de pruebas y errores, el gobierno uruguayo decidió cerrar la frontera —o impermeabilizarla con un colador, digamos— para que los turistas argentinos no coparan sus playas y las regaran de COVID.
Entonces, lo que era un viaje bastante prolijo y programado (casa alquilada, colegios elegidos, camión de mudanza programado, papeles en regla, gata vacunada y registrada, compra de vinos por mayor para llevar, etc) devino una corrida para pelearle a Buquebus un pasaje. Obtuvimos el ticket, pero la frontera se siguió cerrando y cancelaron nuestro barco: la excusa oficial era que la empresa había vendido pasajes sin permiso, pero aun así la beneficiaron con el monopolio de la frontera: solo podían pasar quienes vinieran en los buques autorizados. Finalmente rompieron, a instancias oficiales, todo protocolo: el barco —que salió durante todo 2020 con excepciones y regulaciones, hisopados negativos y solo de 200 a 300 pasajeros distribuidos y obligados a levantar las manos hasta para ir al baño— zarpó con más de 900 personas hisopadas, free shop liberado y sin medidas más que el pedido de mantenerse con tapabocas colocado.
La llegada el 9 de enero pasado fue prolija, rápida, bastante bien dispuesta. Algunas revisiones poco arduas y a casa. Alguna casa.
La mayoría en Argentina preguntaba —pregunta— por qué y a dónde íbamos.
Luego de nuevo por qué.
En Uruguay, en cambio, preguntaron si íbamos a Punta del Este. Solo cuando respondimos Montevideo es como que bajaron la guardia: ok, son bienvenidos. Desde entonces, preguntan, sobre todo, para qué. “¿A qué vienen?”, dicen unos y otros, unas y otras. Es una pregunta incómoda porque obliga a reforzar certezas que no siempre son tan sólidas ni tan certezas.
El verdulero de la vuelta de casa —aún en Buenos Aires— me dijo que se había ido hacía 40 años de Montevideo y que jamás volvería a vivir allí. Cuando, segundos después, le conté el plan, me felicitó sin titubear: es lo mejor que podés hacer, es ideal, es perfecto para tus chicos, qué bien, qué bueno. Como si no hubiera acabado de decirme que jamás volvería a vivir allí (aquí).
Cuando digo que no voy a dejar de tributar en Argentina la gente entrecierra los ojos —o los abre mucho— y me mira en silencio, como desconfiando: qué raro, piensan y dicen. Hay una idea que ronda la migración argentina al otro lado del río: vienen a bajar el ritmo, pero sobre todo a bajar impuestos y, si luego se adaptan, bien. Los datos no son tan claros: en todo 2020 se expidieron 7.261 residencias a argentinos y poco más de 600 residencias fiscales.
¿Por qué viene Matías Woloski, dueño de uno de los últimos unicornios argentinos, que se vendió hace un mes en 6.500 millones de dólares? ¿Por qué viene Marcos Galperin, dueño de Mercado Libre, la empresa más exitosa de la Argentina y probablemente del continente en los últimos años? ¿Por qué viene Alejandro Bulgheroni, dueño de una de las fortunas más grandes del mundo y un viñedo impresionante en Garzón? ¿Y los anónimos, por qué vienen a Uruguay?
¿Qué tienen en común el dueño de un unicornio, el dueño de la empresa más grande de América Latina, una empleada de una librería en Cordón, un director audiovisual freelance que se instala en Maldonado, un gastronómico del microcentro porteño que vende facturas argentinas en Pocitos, una docente universitaria que se muda a Carrasco y este cronista y docente?
Una frontera posible.
Hay una fantasía: salir del país ofrece oportunidades. Los diarios argentinos se llenan de ese imaginario: solo esta semana una seguidilla furiosa de notas: el joven que ganó dos mil euros pedaleando por Berlín, los cinco consejos para migrar a España y las claves para abrir una cuenta en Uruguay. Y un editorial en Clarín, ese inconsciente colectivo de la clase media urbana argentina, que anuncia que todos quieren migrar.
¿Pero qué futuro hay afuera? ¿Qué es Uruguay? Un salto intermedio. Una frontera posible. Un irse, pero estar cerca. Una ilusión difusa.
Durante todo 2020, en el pico de la pandemia del otro lado del río, los diarios argentinos dijeron que había un maremoto de argentinos escapando hacia Uruguay. Los diarios uruguayos se hicieron eco y también la BBC y The Economist.
En los números, la oleada de argentinos migrantes resultó en 641 residencias fiscales y 7.261 residencias legales (que incluye 450 temporales, y 550 previo a la llegada de la pandemia a la región) en 2020. Y en los cinco primeros meses de 2021 se reportan ya 4.509 argentinos que han tramitado residencias (832 temporales), según información del Ministerio de Relaciones Exteriores (que otorga las residencias legales) y la Dirección Nacional de Migración (que otorga residencias temporarias), a la que accedió El País. En total son 11.770 personas desde el año pasado: menos del 0,33% de la población local y apenas el 0,026% de los argentinos. Esa es la oleada.
Desde diciembre, cuando Uruguay entró finalmente en la pandemia, la idea de dejar atrás el COVID-19 se disipó. Ya no hay confinamientos estrictos allí ni una vida normal aquí. Las escuelas, que finalmente abrieron, permanecieron más tiempo cerradas en Uruguay durante 2021. La vacunación avanzada en Uruguay, que sedujo a quienes tenían cédula uruguaya y agitó la venta de pasajes de Buquebus durante algunos meses, finalmente se aceleró en Argentina en las últimas semanas (aunque aún lejos del ritmo uruguayo). Las cosas, tan iguales y diferentes, empiezan a volver a ser.
—No era tan fácil como pensabas, ¿no? Viste qué caro que es todo acá. No es para cualquiera —me dijo apenas llegado una agente inmobiliaria de Montevideo—. Por suerte ahora tenemos Freddo y viene la heladería Lucciano's, amamos Argentina.
En Argentina es otra cosa. Uruguay se asocia a vacaciones, a calma, a estabilidad. No puedo escapar a esa asociación con la que conviví casi 40 años. Uruguay es el espejo calmo sobre el que se asienta el ser argentino. Como el espejo mágico de Alicia, que devuelve una Argentina deformada para mejor. La posibilidad potencial o el dolor de no haber sido. Un lugar común construido a base de vacaciones en La Pedrera, y escapadas a Colonia o Montevideo. Una mirada nostálgica del mundo que forja un sentido práctico a Uruguay: ser el norte de todos los argentinos que alguna vez se sentarán en la orilla a ver transcurrir el agua.
Troskistas, peronistas, macristas, budistas, veganos, nacionalistas y desarraigados. Feministas de la primera, la tercera y la cuarta ola. Machirulos, liberales, cosmopolitas y provincianos. Porteños, rosarinos, cordobeses, mendocinos, tucumanos. Clasistas y desclasados. De la UBA y de San Andrés. Todos y todas dicen que migrar a Uruguay es lo que quisieran hacer pero que en realidad no se animan: Uruguay es un horizonte argentino desde el nacimiento mismo de la patria, la posibilidad siempre latente de una vida que se supone mejor pero que casi nadie concreta.
¿Pero mejor en qué sentido?
Las comparaciones entre las dos orillas.
En la conversación con argentinos después de la calma y la inseguridad aparece la economía: si la bandera brasileña reza el mantra del orden y el progreso, la bandera uruguaya podría decir estabilidad y sosiego. Pero veamos.
Montevideo tiene casi 3.500 personas en situación de calle. Son datos de un censo del Ministerio de Desarrollo Social durante 2020. ¿Y Buenos Aires? El doble. ¿De qué? De habitantes y de gente viviendo en la calle. Están los datos oficiales y la percepción: el paisaje es relativamente similar, mucho local cerrado, mucho cartel de alquiler y venta, un centro descentrado.
Sigo al tuntún entre Uruguay y Argentina: mejor nivel de salario mínimo (400 dólares en Uruguay versus 150-200 en Argentina), aunque cayó 2,3% en 2020, ok; 11,6% de pobreza versus 40%, ok. Desempleo en torno al 11% en ambos países, ok. Costo de vida sumamente más elevado, ok. Datos, periodismo de datos. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) sacó en marzo un dato más: Uruguay es el país de la región que menos ha invertido en transferencias monetarias para paliar la pobreza en tiempos de pandemia. Y no es solo cuestión de ideología: Brasil fue el que más lo hizo.
Los números no son una razón contundente ni explicación suficiente. Hay algo de la pregunta (la propia y las ajenas) que lleva a buscar razones hacia afuera. Como si las motivaciones debieran ser exteriores: un trabajo, un salario, un familiar, un vínculo amoroso, la inseguridad, la playa, algo.
—Acá es todo más a escala —me dice una colega desde este lado del río. Algo de lo que buscamos está por ahí, intuyo (¿afirmo?), en esa calma. Lo esbozo y, acaso, me justifico.
—Demasiada calma —añade la colega uruguaya.
La escena se repite varias veces. La imagen de Argentina se agiganta ante el uruguayo como una sombra que se cierne sobre sí misma. El fin de semana en Buenos Aires, las escapadas, las vacaciones y, con el cambio a favor, las compras. Pero Argentina produce, pero Argentina tiene movida, cultura, mucho para dar. Arrecia, seguido, la pregunta: ¿a qué vienen?
“Hiciste realidad el deseo de una capa y generación: el Uruguay. Sé de muchos que lo dijeron en voz alta, sos el único que conozco que lo materializó. Va mi admiración”, me escribe una escritora desde Buenos Aires. “Ya iremos a visitarte a la tierra prometida”, insiste una colega desde los estudios de un canal de televisión porteño, e insiste en ponderar la amabilidad uruguaya.
Es cierto, son amables. Son más campechanos, te dicen vecino, te sonríen y saludan al pasar. Y también te tiran el auto encima si intentás cruzar. ¿Qué piensa realmente un uruguayo? ¿Es el amable que endiosa Hernán Casciari o el atorrante que descubre Pedro Mairal?
No lo sé, pero saben lo que queremos oír. “Acá siempre estamos igual medio surfeando la ola”, dice el encargado de una ferretería en la que me pertrecho para seguir poniendo a punto nuestra casa. Esa estabilidad es parte de una esencia que no se ve. Pero que, adivino, esa noción de que todo pase más o menos de costado, las crisis o las grandes gestas, la idea de relevancia, la trascendencia. Es un alivio ante tanta cultura selfie. Uruguay es una invitación a domesticar el FOMO, ese miedo de no estar al tanto de todo lo que pasa. ¿Lo es o soy yo quien busca eso en Uruguay?
Al menos los porteños, nacemos, crecemos, nos desarrollamos y siempre estamos pensando en una calma posterior. Montevideo es una búsqueda en ese sentido, pero hay algo, sin embargo, que se viene con nosotros, como si el viaje fuera interno y algo del movimiento lo desequilibró, algo que ya no se queda quieto.
No es por el viaje en barco.
“Lo que sea que te esté jodiendo se va con vos”, me dijo un amigo con ganas de que me quedara. En su momento lo miré de costado, como pidiéndole clemencia. Si lo que me jodía es el FOMO y la conexión permanente con el mundo —sea lo que sea eso—, una capital con casi un millón y medio de personas no es una playa en Brasil (ese otro gran mito del horizonte argentino). Se puede mejorar la calidad de vida, pero no se puede cabopolonizar Montevideo.
¿Cuánto durará la novedad?
Mudarse de país es, al menos al principio, vivir en estado de sorpresa, en ese subibaja emocional que solo es posible en viajes: la sensación de aventura permanente, del todo por descubrir. Un almacén es algo nuevo, lo mismo que una ferretería o un teatro independiente, y es un universo de nombres propios: el ministro, el juez, la maestra y el fiscal. Me asombran los nombres y las direcciones de las calles y de las compañeras de escuela de mis hijos, me divierto buscando los rincones favoritos, rutas para correr, bares para escribir, sitios en los que comprar. Y enseguida descubro periodistas, medios, urgencias, presencias, y la ansiedad vuelve a bullir.
En su última novela Los Lugares el escritor argentino Elvio Gandolfo, que vive repartido entre Uruguay y Argentina, dijo que Montevideo era llamada la ciudad de los vientos —y vaya que hay viento—, pero que bien podría llamarse la ciudad de los inviernos infernales. Escribo esto mientras es de noche a las cinco de la tarde y cae una lluvia oblicua sobre la rambla. En Montevideo puede ser de noche y también ser las cinco de la tarde. En Montevideo, como decía Pereyra en La Uruguaya —la novela de Mairal— conviven todos los tiempos.
Tres testimonios de argentinos en Uruguay.
“Estoy en un lugar más tranquilo y estable para criar a mis hijos en todo sentido: económico, político y social. Mi familia vive más cerca de la naturaleza y la playa”, dice Matías Woloski, cofundador de Auth0. Vive en Punta del Este.
“Teníamos tres locales en el microcentro porteño, pero la pandemia nos liquidó”, dicen Lourdes Olivera y Sergio Maffei, dueños de La Facturería en Pocitos. Tienen familiares acá: “Es un país tranquilo y estable”.
“Uruguay es el lugar donde armé mi vida adulta, una red de afectos y es algo que elijo”, dice Sol Kutner, coordinadora de talleres en la librería Escaramuza. “Es mi ciudad, aunque no sea mi origen. Me siento en casa”.
Un periodista argentino y su experiencia en Uruguay
El autor de este artículo se llama Brian Majlin: es un periodista y politólogo argentino que se mudó con su familia a Montevideo a principios de enero y aquí cuenta su experiencia. Escribe para varios medios de su país, como Página 12 y La Agenda, y antes en Clarín, entre otros. También es consultor en educación en el sitio Chequeado. En Uruguay da clases en la Universidad ORT y hace radio en el programa Geografías Inestables, los domingos en El Espectador. En twitter es @bniljam.