Una semana atrás, los policías compartieron en sus grupos de WhatsApp un audio que les dejó la garganta apretada. Un agente solicitaba que alguna patrulla se hiciera presente en la plaza de Las Piedras, donde un compañero estaba a punto de pegarse un tiro. Al principio, el policía se aferró al profesionalismo; se expresaba en códigos, aportando la información clave, hasta que interpuso un suspiro y se le escuchó decir: “Estoy nervioso”.
Esa historia tiene un final feliz. Hubo un policía que llegó a tiempo e impidió el suicidio. Pero unos días después, una vez más llegó el anuncio tan temido. El jueves pasado, otro policía, el tercero en lo que va del año, se quitó la vida.
Esa misma tarde, la exsindicalista policial Patricia Rodríguez selló su vínculo con el gobierno inaugurando la sede central del Centro de Atención a las Víctimas de la Violencia y el Delito (Cavid). Esta dirección resurge fortalecida bajo el pedido expreso del ministro Nicolás Martinelli de que sea “un lugar humano, de sensibilidad y de empatía” para los funcionarios, dice la flamante directora.
El lanzamiento llega en el punto más álgido del drama por la salud mental de los policías, problemática convertida en el eje de los reclamos de los sindicatos, especialmente del Sipolna —que solía presidir Rodríguez—, que se declaró en preconflicto con la cartera y unos días atrás movilizó a un centenar de funcionarios en una potente manifestación.
Durante esa concentración, protestaron por las pésimas condiciones edilicias de algunas comisarías —que tienen los vidrios rotos, que se inundan, que tienen las paredes pesadas de tanta humedad, que amontonan las denuncias arriba de sillas—, el poco tiempo de descanso que imponen algunos jefes y el despido de una decena de policías eventuales, pero todos estos factores se plantearon como parte de la compleja casuística detrás de la agudización de las patologías psiquiátricas entre policías. La mayoría de las pancartas clamaban por más cuidados “para los que nos cuidan”.
Las cifras oficiales y las del sindicato
La oficina del psiquiatra Enrique Smerdiner, director del Departamento de Salud Mental del Hospital Policial es pequeña, su mobiliario luce gastado y no tiene teléfono. Lo que sí hay es una pizarra sobre la que lleva la cuenta de los policías suicidados y de los que tuvieron un intento de autoeliminación. Esas cifras son las oficiales, e indican que en 2016 se suicidaron 9; en 2017 y en 2018 fueron 7; en 2019 la cifra trepó a 10 y en 2020 descendió a 4. El salto se da en 2021: 16. Un año más tarde, 21. Y en 2023 contó 17. El sindicato, en cambio, registró 32.
Las cifras oficiales y las del sindicato
La oficina del psiquiatra Enrique Smerdiner, director del Departamento de Salud Mental del Hospital Policial es pequeña, su mobiliario luce gastado y no tiene teléfono. Lo que sí hay es una pizarra sobre la que lleva la cuenta de los policías suicidados y de los que tuvieron un intento de autoeliminación. Esas cifras son las oficiales, e indican que en 2016 se suicidaron 9; en 2017 y en 2018 fueron 7; en 2019 la cifra trepó a 10 y en 2020 descendió a 4. El salto se da en 2021: 16. Un año más tarde, 21. Y en 2023 contó 17. El sindicato, en cambio, registró 32.
Para los gremios principales la constancia de los suicidios —con la tasa más alta de Latinoamérica— constituye una “pandemia silenciosa”. Fabricio Ríos, el secretario general del Sipolna, relata que más de una vez recibió la llamada de algún colega desbordado pidiéndole que vayan a desarmarlo porque estaba a punto de cometer suicidio.
El sindicato lleva una estadística propia, que indica que el 2023 cerró con 32 policías suicidados, mientras que los datos oficiales registran 17. Según argumentan fuentes del gremio, la diferencia se debe a que el ministerio catalogó “expresamente” a algunos casos como “muerte dudosa” y “muerte sin asistencia médica”, planteando un panorama diferente al que habrían testimoniado los primeros policías en llegar a la escena.
La gravedad del asunto la reconocen todas las partes involucradas y, ya veremos, motivó un conjunto de medidas por parte del gobierno cuya eficacia está lejos de conformar a los sindicatos. Estos, por su parte, aseguran que otro síntoma detrás de los suicidios es el aumento de las denuncias por acoso laboral y sexual dentro de la institución y el duro desenlace que conlleva para los funcionarios que dan el paso.
Sin embargo, distintos jerarcas ponen paños fríos a la alerta. Plantean que, aunque los hechos son “trágicos”, en promedio apenas el 2% de los uruguayos que se suicidan son policías. Los hay quienes van más lejos y recriminan que algunas figuras sindicales crearon “un relato” del suicidio policial para exigir una mejora salarial y hasta con una intencionalidad política que, encima, genera una “estigmatización”, “dando la idea de que el policía es una persona frágil, que se suicida fácilmente”.
Pero, en definitiva, lo cierto es que hay un diagnóstico que ninguno contradice: la Policía uruguaya está angustiada. Y eso es un problema grave.
En busca de un diagnóstico.
En todo el mundo el suicidio es tres o cuatro veces más alto entre policías que en la población en general. Primero, porque se suicidan más hombres y la institución es principalmente masculina; segundo, porque ante una situación de estrés y cuando llega el impulso, el policía tiene un arma en la cintura. Pero nadie, ni siquiera los policías, se matan por una única razón, plantea el psiquiatra Enrique Smerdiner, director del Departamento de Salud Mental de Sanidad Policial.
Atacar la raíz del problema requiere un análisis profundo, y el intento de solucionarlo cambios en la propia estructura institucional. Se sabe: el suicidio es un fenómeno multicausal. “Tiene que ver lo familiar, la genética, lo ambiental, lo religioso, lo económico, lo cultural, lo biológico, todos estos factores intervienen en un fenómeno que no van a resolver solamente los psiquiatras”, lanza Smerdiner.
Psiquiatras no van al Policial: pacientes difíciles y poca paga
En julio pasado, el gobierno anunció que destinaría 20 millones de dólares para atender la salud mental y las adicciones. Según Sipolna, el monto asignado para los policías equivale a 10 camas de internación. Desde el Hospital Policial, el director del Departamento de Salud Mental dice que esta partida no se tradujo en un incremento del presupuesto. De haber sucedido, cree que podría ser la llave para mejorar el grave problema de falta de psiquiatras que tiene la institución. Son 18 y se requieren por lo menos 10 más. El asunto es que, frente a la alta demanda de estos profesionales, sus salarios son altos. El Hospital Policial ofrece sueldos más magros para atender a pacientes más complicados y armados, lo que termina resultando en un desestímulo. “Si vos vas a una mutualista, no viene un paciente con un revólver, en cambio si vos atendés acá, tenés que decidir si lo mandás con el arma para la casa o no. Hay casos ambiguos, en los que te vas pensando, ¿tendría que habérsela sacado o no?”, dice Enrique Smerdiner.
El año pasado, el equipo del Hospital Policial —76 psicólogos, 18 psiquiatras— concretó unas 40.000 consultas —a través de la unidad de estrés, que no tiene costo para los funcionarios, y asistiendo a sus familias— y brindó talleres de prevención, en todo el país, para unos 4.000 policías. Eso, sin contar que formó a más de 100 consejeros de pares: policías capacitados para captar rasgos de depresión y angustia en sus colegas. Y que se acompañó de cerca a los efectivos que tuvieron un intento de autoeliminación: unos 70, en 2023.
Algunas de estas acciones surgieron de una comisión de salud mental que integró el hospital junto a la dirección del Cavid y el sindicato, y que previó también la incorporación de un psicólogo en puerta de emergencia durante las 24 horas y de un servicio telefónico.
—¿Llaman a la línea?
—Un poco —valora Smerdiner.
—¿Vienen a ver al psicólogo?
—Sí, pero no por temas vinculados al suicidio. Vienen porque la gente está llena de problemas y cuanto más sumergido está un grupo, más problemas tiene.
Lo explica así.
Además de enfrentar una delincuencia más sofisticada y cruel, y de los conflictos en el entorno laboral, el común de la Policía está atravesada por el endeudamiento —que no está medido, pero desde el sindicato dicen que “muchísimos” efectivos cobran el 30% del salario debido a los descuentos de múltiples préstamos—, las malas condiciones de vivienda —en asentamientos, junto a delincuentes, y siendo discriminados— y, muy especialmente, por las denuncias de violencia doméstica.
“La violencia doméstica es un problema enorme en la Policía”, señala el director. Ya sean víctimas o victimarios, en ambas circunstancias estos funcionarios son desarmados. Así lo indican los protocolos. Y el desarme, además del efecto simbólico se vuelve un perjuicio económico. Ya volveremos a este dilema más adelante.
Todos estos elementos tienen su peso, pero desde los consultorios del Hospital Policial —en los que se prohibe entrar armado—, se desprende que el denominador común en el 90% de los casos graves son los conflictos familiares: problemas con la pareja y los hijos.
Como “a pesar de los esfuerzos”, el 18% de los funcionarios sigue certificado, principalmente por razones psiquiátricas, el ministerio tiene la esperanza colocada en dos apuestas. Por un lado, el nuevo rol del Cavid y por el otro, en el diseño de un diagnóstico que permitirá ejecutar un Plan de atención integral en salud mental para los policías y sus familias, meta convenida en la mesa multipartidaria que tuvo lugar el año pasado.
Para su elaboración, el ministerio apronta un convenio con la Universidad de la República. Diferentes facultades junto con Sanidad Policial estudiarán la problemática a fondo. Con la intención de que sean abarcadas todas las aristas que impactan en la salud mental, la academia tendrá acceso a un “montón de datos” de los policías. “Nos abrimos completamente para que hagan el diagnóstico”, plantea el criminólogo Diego Sanjurjo, asesor de la cartera.
La pretensión es que los próximos gobiernos continúen con el plan y además le realicen un seguimiento.
Evitando el desarme.
Los psiquiatras y los psicólogos del Hospital Policial también comparten las malas noticias en sus grupos de WhatsApp. El suicidio de los efectivos es su espada de Damocles.
—Lo primero que hago cuando me levanto es mirar en el diario si algún policía se suicidó. Es lo primero que hago. Y cuando sucede, para nosotros es una tragedia —dice Smerdiner.
Entonces, como un acto reflejo, revisan si el policía muerto era uno de sus pacientes. Pero esto casi nunca sucede. El 90% de los suicidados no había realizado una consulta en el servicio.
Otra medida que comenzará a aplicarse es un control psicológico cada dos años a los policías. Es una buena idea, opina el experto. Sin embargo, sugiere que se debería atender a quienes ingresan a la Policía. En la actualidad, los postulantes deben aprobar una evaluación psicológica, que está bajo la órbita de otro departamento. Para el sindicato este punto también es clave.
Una vez dentro de la fuerza, el policía lidia con una barrera cultural, que tilda de “flojo” al que consulta al psicólogo. Y además de esos prejuicios, la principal preocupación que desestimula la consulta es el miedo a ser desarmado por un psiquiatra. En 2022, les quitaron el arma a 2.300 policías por problemas de salud mental y denuncias de violencia.
Sin arma, un policía no puede realizar el servicio 222, un ingreso esencial para complementar el sueldo. No viaja gratis en ómnibus. En su trabajo, no puede patrullar, ni actuar como custodia. Será relegado a tareas administrativas o de apoyo. Desde el sindicato, plantean que en Montevideo, la cúpula policial expresó que ya no tiene más tareas de apoyo para asignar a los desarmados. Los envían a su domicilio. Y si son certificados, su salario se verá fuertemente reducido (podrían cobrar hasta el 45%). Luego, para regresar, deberán lidiar con las demoras de la junta médica.
El equipo del Hospital Policial “hace todo lo posible para evitar el desarme”, dice su director, pero advierte que “alguien debe hacerse responsable”. Recientemente sumaron un procedimiento para que el psiquiatra pueda devolver el arma, salteando a la demorada junta.
El jueves pasado, cuando se inauguró la nueva sede del Cavid, se entregaron unos folletos con los principales atractivos de la propuesta que, curiosamente, replica pero de una forma más flexible la manera en que el Hospital Policial aborda la problemática de salud mental.
El servicio, gratuito, está dirigido a policías víctimas de un delito y a sus familias: desde un efectivo que fue rapiñado, hasta la viuda de un agente que se suicidó. El encare es proactivo, explica Rodríguez: la dirección se comunica con el funcionario afectado y le ofrece asistencia. Por ahora éste puede negarse, pero en un horizonte cercano se pretende que deba aceptar de forma obligatoria.
Como contrapartida, el Cavid no desarma a los usuarios y mantiene bajo reserva la información que surge de las atenciones, excluyéndola de las historias clínicas. También dicta talleres de sensibilización a nivel nacional, lo que para Rodríguez constituye “un cambio en el paradigma del tratamiento de la salud mental dentro de la propia Policía”.
Sin embargo este servicio no contempla la atención a los policías que denuncian ser víctimas de acoso laboral y sexual por parte de otros funcionarios del ministerio. Esto, a pesar que desde el sindicato, su actual presidenta, Patricia Noy, advierte que “las persecuciones y los abusos por parte de los superiores” se multiplicaron y acarrean decenas de certificaciones psiquiátricas.
Crecen las denuncias.
Entre los funcionarios públicos es sabido que el Ministerio del Interior es el que tiene las sanciones más duras, tal vez como una marca más de su verticalidad.
En los últimos meses, los abogados que trabajan en el sindicato principal —con más de 10.000 afiliados— se han topado con funcionarios cuyos legajos se llenaron de sanciones, de todo tipo, muchas veces sin una justificación clara. Para Ríos, el secretario general, es una consecuencia del crujido en la convivencia de los altos mandos, designados por su perfil de “mano dura” y “vieja guardia”, y las nuevas generaciones, que apuestan a seguir profesionalizándose, que defienden sus derechos y en gran medida están sindicalizados.
El universo de denuncias se divide entre las de acoso laboral y las de acoso sexual. En el primer grupo intervienen Asuntos internos y el Ministerio de Trabajo. El segundo está supeditado a la Dirección Nacional de Políticas de Género del ministerio, que exige un acuerdo de confidencialidad con el propósito de evitar la revictimización de quien denuncia. Las denuncias de índole sexual representan entre el 30% y 40% del total: el sindicato recibe dos denuncias por semana. El País consultó a distintos jerarcas al respecto, pero todos alegaron no estar enterados de la situación.
Muchas de estas denuncias terminan en manos de los abogados Yenifer Izquierdo y Juan Pablo Pisciottano. Tras escuchar el relato, buscan indicios que ayuden a demostrar un acoso. Por estos días, los indicios más comunes además de las sanciones son los traslados, que pueden trastocar la vida de un funcionario. Y que les suspendan el servicio del 222. También buscan denuncias anteriores, testigos del maltrato y se señala si hay una relación de jerarquía o no.
El desenlace habitual incluye una importante demora por parte del ministerio, “y cuando llega la respuesta, por lo general no satisface a la víctima en la sanción que se le aplica a la otra parte”, plantea la abogada.
Detrás de estos casos, es común hallar historias que se repiten. Como las de los policías que piden cambio de turno o días libres por estudio: son sistemáticamente sancionados, o incluso trasladados.
Mientras que ante una denuncia de acoso sexual el ministerio suele reaccionar reubicando a la denunciante, al acusado lo mantiene en el lugar de trabajo, “cuando a la víctima hay que protegerla y no trasladarla”, plantea la abogada. Finalmente, sale perjudicada, “y termina estigmatizada, como una persona conflictiva, con temor a represalias”.
Hay otro patrón detectado: tras la denuncia y la estigmatización, lo que sigue es una certificación por estrés y luego el desarme. “Fueron víctimas de acoso pero terminan siendo desarmadas, lo que les ocasiona un perjuicio económico. Deben hacer tareas compatibles con su situación, pero muchas veces las mandan a la casa, porque no hay trabajo para darles. Entonces cada vez son más los problemas que se les van acumulando”, dice la abogada, que se interrumpe porque recibe una llamada.
Es una policía que, cansada de ser sancionada por su superior, presentó una denuncia. Enterado, el superior la trasladó a otro departamento. La mujer fue certificada por estrés y esta tarde el psiquiatra decidió desarmarla. Ahora deberá esperar, quién sabe hasta cuándo, el fallo del ministerio.
—Yo no estaba preparada para esto —dice, con la voz hecha un hilo.
Cuenta que mientras volvía a su casa en busca del arma para entregar, un psicólogo la llamó por teléfono. Le pidió que por favor no fuera a cometer una locura.
La pesadilla que vivió Lilián por denunciar a su jefe
En noviembre de 2017, Lilián decidió ponerle un freno al acoso sexual que soportaba por parte de su jefe desde hacía más de un año. Dos años después, la Comisión permanente de acoso sexual inició un sumario contra el denunciado y sugirió que se investigue al Jefe de Policía Departamental y a Asuntos internos por no haber activado el protocolo para estas situaciones.
La historia comenzó en 2016, cuando la mujer policía solicitó un cambio de turno para poder organizar los cuidados de su hija pequeña. Un jerarca que escuchó su relató le ofreció solucionarle un traslado. Cumplió, pero lo hizo a una oficina bajo su mando y de forma inmediata comenzó a enviarle mensajes por redes sociales. Él rondaba los 70 años y ella los 28.
“Se me empañan los ojos de solo acordarme de lo desagradable que era”, dice Lilián. Su superior le modificó el horario para que estuviera sola en la oficina, y la mudó al fondo de la jefatura, aislándola del resto de los funcionarios. El hombre siempre estaba ahí. “Durante un año me dijo que tenía que acostarme con él o nos iba a perjudicar a mí y a mi marido, que también es policía”, relata.
Una tarde la llamó a su oficina, trancó la puerta y se le tiró encima. Lilián huyó. En su celular empezaron a llegar mensajes con amenazas. Notificó al jefe departamental, que no activó el protocolo. Y presentó la denuncia en Asuntos internos, que tampoco actuó. “A los 30 días, lo jubilan”.
En la oficina empezaron los chismes. La acusaban de ser la amante del jefe. Mientras tanto, el exagresor comenzó a acosarla en la vía pública. Controlaba sus pasos por medio de las cámaras del ministerio. Le tiraba piedras en la casa, le golpeaba la puerta por la noche.
Ante la falta de respuesta por la vía administrativa, Lilián presentó una denuncia penal y otra en la Justicia civil, que falló a su favor, aunque el ministerio aún no le ha pagado.
En tanto, la junta médica no le permitió reintegrarse al considerar que tiene un alto nivel de ansiedad. “Estoy prejubilada, con 35 años. Sin poder trabajar y ganando un sueldo de 20.000 pesos”.
Líneas telefónicas de apoyo
Existen líneas de apoyo gratuitas y que atienden las 24 horas.
📞 Línea de apoyo emocional, llamando al 0800 1920.
📞 Línea de prevención del suicidio, llamando al 0800 0767 o por celular *0767