Redacción El País
Fernando Kliche, actor, artista plástico y escritor uruguayo está radicado en Chile desde hace más 40 años. Allí hizo carrera como galán de las teleseries (telenovelas) que fueron furor en las décadas de los ’80 y ’90. Tiene 69 años y sigue actuando en el mundo de las plataformas y nuevas tecnologías.
Primer marido de Silvia Kliche (quien tomó el apellido de aquel matrimonio) y padre de Ignacio y Federico Kliche, el actor se casó tres veces más y tiene siete hijos de varias nacionalidades; además de los uruguayos, los hay ingleses, holandeses y chilenos. “Mi hijos son la bendición. Ese es mi imperio, mi tesoro”.
—¿Cómo se dio tu llegada a Chile?
—Llegué en 1981, un viernes 3 de enero a las 15:15 en el vuelo 126 de Lan Chile. Fue un momento imborrable, pero yo no vine con intenciones de radicarme. Mi padre, también actor, había hecho temporadas aquí pero la intención era la de estar unos días y volar a Europa. Sin embargo, en la historia se produjo un giro extraño o milagroso. Yo había hecho algo como actor en Uruguay. Estaba separado (de Silvia Kliche), tenía dos niños chicos y se me hacía muy pesado irme a vivir a Europa, tan lejos de ellos. Así que ocurrió el milagro: la producción televisiva en ese momento en Chile estaba en un momento muy intenso, con la llegada de la TV color se hacían nuevas teleseries y fui convocado por Canal 13, donde mi padre había estado trabajando. Fue el trabajo ideal porque además, me permitieron viajar cada 15 días a Montevideo para ver a mis hijos.
—Luego vino una etapa de crecimiento exponencial. De hecho al poco tiempo, quedaste en papeles protagónicos. ¿A qué crees que se debió ese éxito?
—Tenía 26 años en los comienzos. Era un cabro (un muchacho) con muchas ganas, sueños y ambiciones, además del sentido de responsabilidad por mis hijos. Los uruguayos en el mundo tienen un plus, gracias a nuestra educación universal. Yo fui a la escuela número 32 de en el barrio Atahualpa de Montevideo. Las herramientas que aprendí en esos salones, vestido de moñón azul y túnica blanca, me fueron muy útiles en cualquier parte del mundo. Porque además de en Chile, tuve la suerte de trabajar y vivir en Europa, en Estados Unidos y otros países.
—¿En Uruguay habías actuado?
—Sí había hecho algunas cosas. Me casé muy joven con Silvia y había que ganarse la vida. Me formé como veterinario, además. Pero gracias a la “facha” hice algunos papeles como modelo en comerciales. Todo eso también me ayudó muchísimo.
—El acento nunca lo cambiaste…
—No, cuando trabajaba en teleseries hablaba lo más neutro posible, lo mismo que en Miami y otros países del Caribe. Eso creo que me salvó. Si hablara como chileno, habría perdido la pega muy rápido.
—También te dedicas a la pintura y a escribir relatos. ¿Cómo nació esa faceta?
—Nació un poco todo junto. Provengo de una familia de artistas: mi padre actor, mi abuelo fue tenor lírico, mi tío pintor, mi madre hizo ballet y cantaba como los dioses… tuve la suerte de que el arte fuera parte fundamental de mi vida. La pintura la tomo como terapia que me ayuda mucho a canalizar. Me atrae mucho. Cuando tuve la suerte de vivir en Europa aprendí mucho, estudiando las pinturas de la Edad Media y de las diferentes épocas. Tengo la suerte de dibujar relativamente bien, aunque dibujar y pintar son cosas muy distintas.
—¿En qué estilo enmarcarías tus pinturas?
—Me gusta mucho pintar rostros, retratos. Y en todos los casos se trata de rostros de personas que he conocido en distintos viajes por el mundo. Más allá de pintar bien los ojos o la boca, me interesa que las expresiones vayan de acuerdo a lo que sé de ellos, las historias que me han contado, las impresiones que me dieron. Muchas personas me han contado sus historias y cada uno las atesoro. Quizás por esto también escribo, para tener registro, para no olvidarme de la gente que me ha costado su propia historia.
—En cuanto a la ficción televisiva estamos en un momento diferente, con la proliferación de plataformas y de otras maneras de contar. En la actualidad formas parte de un proyecto de “audioficción”. ¿De qué se trata?
—Paraíso sin escalas es una ficción realizada a través del podcast. No es otra cosa que el viejo radioteatro, del que en Uruguay llegué a formar parte muy lateralmente, adaptado a los nuevos medios. Implica el desafío de contar todo desde la voz y los sonidos. Me gusta mucho.
—Además de un camino laboral y artístico, tuviste intensa vida amorosa. Tuviste cinco hijos más de distintas madres…
—Sí, todos mis hijos son una bendición. Una verdadera bendición. He logrado que se conozcan, que hablen sus idiomas, que conozcan a las madres de sus medio hermanos. Ese es mi imperio, mi tesoro. El resto es historia, nada más.
—¿Has pensando en volver a Uruguay? ¿Volviste en este tiempo?
—Cuando estaba mi madre viva iba más seguido. Falleció hace siete años. Tengo a mi hermana allá, con quien tenemos una linda relación. Mis hijos también están grandes; cada uno tiene sus compromisos. Entonces voy menos. En la familia somos muy independientes y en ese sentido cada uno nos hacemos cargo de nosotros mismos. Más allá de eso, estamos siempre comunicados gracias a la tecnología. Yo me acuerdo que cuando llegué a Chile, tenía que pedir línea de larga distancia y podía estar una hora con el teléfono en la mano hasta que se me habilitara la llamada. Hoy, podemos hablar con cualquiera en cualquier parte del mundo tocando un botón.
—¿Cómo quedó el vínculo con Silvia Kliche?
—El vínculo quedó perfecto. Tengo una relación maravillosa con todos los integrantes del “imperio”, con todas mis exparejas. Me casé cuatro veces. Ahora Silvia está muy vinculada a lo espiritual. Tiene su onda, cosa que me parece bien.
—Se quedó con el apellido, como una hermana…
—Sí... Bueno, no me molesta. No sé si a alguien de mi familia le habrá molestado, pero a mí en lo absoluto. Soy de muy amplio criterio en ese aspecto.
—Mencionaste la importancia de la educación y la formación en Uruguay. ¿En qué crees que te ayudó?
—Más allá de que yo crecí en tiempos difíciles en Uruguay, en los años 70, los valores de la educación son fundamentales. Me preocupo cuando leo noticias que hablan de un deterioro en la educación pública, laica y gratuita en Uruguay. Sería una enorme pena perderla. Porque también educan en la humildad y en la posibilidad de estar equivocado. Los uruguayos somos humildes, escuchamos y en un intercambio de ideas damos la chance al otro de que tenga razón. Eso en el mundo, no abunda y es invalorable.