Si frenáramos todas las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) hoy, tendríamos, al menos, 50 años más de clima cambiante. Sabemos que la temperatura en La Tierra seguirá aumentando, pero la comunidad científica no coincide en cuánto ni a qué ritmo. Y habrá cada vez más sequías, inundaciones y otros eventos extremos para los que la mayoría de los gobiernos no está preparado. Para Walter Baethgen, vicepresidente del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA) y científico senior de la Universidad de Columbia (Nueva York, EE.UU.), estas son ideas a las que deberíamos prestar atención si de verdad nos importa el cambio climático.
Baethgen es ingeniero agrónomo y máster en Ciencias Ambientales. Ha trabajado en países de América y África y tiene experiencia científica en sistemas agrícolas, gestión de recursos naturales, evaluación y gestión de riesgos, y sistemas de información y apoyo a las decisiones. Además, fue consultor del Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), entre otros. Conversó con El País acerca de cómo prepararnos frente al cambio climático, cómo está Uruguay luego de la sequía y cuáles son las claves para implementar una ley de riego efectiva.
— Algo que ha repetido varias veces es que si hoy paráramos todas las emisiones de GEI, igual habría al menos 40 o 50 años más de clima cambiante. ¿Por qué?
— La razón fundamental es que la vida de estos gases en la atmósfera puede ser muy larga. El dióxido de carbono (CO2), por ejemplo, permanece durante 1.000 años. Entonces, si desde la Revolución Industrial quemamos carbón, luego petróleo y luego gas natural, podemos decir que desde hace más de 200 años que liberamos gases tóxicos a la atmósfera. Y eso se ha venido acumulando, acumulando y acumulando…
Hay una diferencia importantísima entre los diferentes gases de efecto invernadero: si bien el CO2 permanece durante tanto tiempo, el metano tiene una vida útil de entre 10 y 15 años. Esto significa que, si lográramos parar las emisiones de metano, eso tendría un impacto mucho más directo en la temperatura del planeta. Pero el gas con el efecto invernadero más grande es, por lejos, el CO2. Entonces, la solución no es solamente dejar de emitir estos gases, sino también capturar el que ya está en la atmósfera.
— Capturar CO2 y reducir o incluso parar las emisiones son cosas que no sucederán de un día para el otro. ¿Cómo nos preparamos para un clima que seguirá cambiando?
— Trabajo en muchos países de América y de África y la primera pregunta que siempre hacen los ministros tiene que ver con cómo será el clima del futuro y qué debemos hacer para adaptarnos a él. Y lo cierto es que las mejores herramientas científicas que tenemos nos dan escenarios muy inciertos. Todos los modelos coinciden en que en cualquier lugar del planeta la temperatura aumentará, pero cambia mucho el cuánto. Es como si dijera que el tipo de cambio dólar/euro a fin de siglo estará entre 0,8 y 4,3… Es un dato que no sirve para planear nada.
Pero hay otro punto en el que todos los modelos coinciden y es que los eventos extremos serán cada vez más frecuentes y más dañinos. Y eso está pasando ahora. Sequías, inundaciones, olas de calor: vemos que en muchas partes del mundo esto se da más y con mayor intensidad. Así que, frente a esa primera pregunta de los ministros, respondemos: ‘¿Ustedes creen que están adaptados al clima de hoy? Cuando viene una sequía grande o una inundación, ¿están bien preparados?’ En el 99% de los casos, la respuesta es: ‘no’. Entonces, empecemos por eso. Empecemos por adaptarnos al clima que estamos sufriendo hoy y así estaremos mejor preparados para lo que traiga el futuro.
— ¿Cómo está Uruguay en ese sentido?
— Recuerdo tres sequías muy grandes: la de 1988-89, la de 1999-2000 y la última, de 2022-23. Y cada una se enfrentó mejor que la anterior. En el ‘88 había muchísimos más animales de los que el suelo podía mantener y la tecnología agropecuaria no era buena. Muchos campos no estaban preparados para dar agua a los animales, es decir, había carencias grandes. En el ‘99 ya era muy difícil encontrar un campo que no tuviera aguadas para el ganado, la tecnología había mejorado y la gente había aprendido a manejar las pasturas de manera que, cuando había exceso, la guardaba o la cortaba y hacía fardos. La sequía del 22-23 fue la peor desde el punto de vista de la lluvia y afectó mucho a la producción de cultivos como soja y maíz, pero no tanto a la ganadera. ¿Por qué? Principalmente, porque el productor agropecuario aprendió. Cada vez produce mejor, usa tecnología más avanzada y entiende mejor cómo manejar la pastura.
— ¿Y qué aprendimos esta vez?
— La sorpresa más grande fue en la ciudad, pero el productor rural también sufrió horrible; sobre todo, como decía, el que tiene cultivos. La mayoría no pudo ni siquiera cosechar. No dio el agua ni para que creciera. Y sorprendió en el exterior. El presidente de INIA fue a China y una de las primeras cosas que le dijeron fue: ‘Ustedes no pueden un año vendernos toda esta cantidad de soja y al año siguiente, por tener una sequía, no vendernos ni un kilo. Tienen que regar. Si lo que les falta es agua, metan riego’.
— ¿Es decir que hay que apuntar a la ley de riego?
— Sí. Hay que reglamentarla y empezar a usarla. Pero no es solo eso: también hay que hacer un trabajo importante de educación. Por ejemplo, en el caso de los pequeños productores, la solución sería tener represas multi-prediales, pero ha habido casos en donde se intentó hacer eso y no fue exitoso, a veces por temas de diseño y otras veces por un tema cultural de no estar acostumbrados a manejar el recurso contemplando la necesidad del otro. Entonces, la ley de riego es una buena base y luego hay que salir a educar, a discutir, a ver cómo hacemos para que el sistema sea rentable y accesible para los distintos tipos de productores y que tampoco genere un problema ambiental.
Ley de riego en pocas palabras
La Ley de riego fue aprobada en 2017 e implicó una modificación sustancial de la ley homónima, que venía de 1997. Su aprobación despertó polémica en su momento. Incluso, hubo quienes plantearon ir por la vía de un plebiscito para derogarla.
El objetivo de la norma —que fue impulsada por el entonces ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca, Tabaré Aguerre, y se aprobó con votos de todos los partidos— es incrementar la cantidad de represamientos para el uso agropecuario del agua. Esto generó alerta en la academia y en diversas organizaciones ambientalistas, que denunciaron no solo los problemas ambientales que podría traer su puesta en marcha, sino también lo que consideraron una violación de la Constitución, ya que entienden que se privatiza el recurso.
Entre otros puntos, la norma permite crear asociaciones agrarias de riego entre productores o personas jurídicas y establece que las obras hidráulicas deben tener la aprobación de un proyecto de obra y un plan de uso y manejo de suelos y aguas, así como la autorización ambiental.
— ¿Qué ha venido frenando la reglamentación de esta ley?
— No estoy seguro. Lo que sé es que hay un aspecto interesante del comportamiento humano que llaman ‘el ciclo hidro-ilógico’: empieza a llover poco y la gente se preocupa, luego el agua no alcanza y la gente se preocupa de verdad, luego no hay agua para la ciudad y la gente se vuelve loca y empieza a pensar en un plan de riego y de acumulación de agua, y de repente empieza a llover y la gente se olvida. Y unos años después, otra vez llueve poco y el ciclo vuelve a empezar. No es un tema de Uruguay, es la naturaleza humana.
Pero esta vez es distinto. Hoy veo en Uruguay una preocupación y un interés real por implementar la ley.
— ¿Lo ve posible en el corto plazo?
— Creo que hay que ser prudentes. El tema del agua es muy sensible al ser humano y hay gente que se vuelve muy fundamentalista, hacia un extremo y hacia el otro. Hay quienes dicen que será un desastre para el entorno, que modificará todos los ecosistemas naturales y que dañará el caudal ambiental, y, por el contrario, hay quienes dicen que hay que regar todo y que hay que hacer represas por todos lados. Creo que hay que ser conscientes de que el riego ayuda mucho, pero si se hace bien. No podemos regar todo el país, pero sí es bueno para ciertas zonas. Y ahí es donde hay que meter cabeza y ciencia y no volverse fundamentalistas porque sí.
Tenemos la ventaja de que hay un cultivo que se hace 100% con riego, que es el arroz. Hay muchas experiencias buenas de las cuales podemos aprender. Si uno habla con productores que hacían arroz hace 30 años te dicen que era bravo, había unas discusiones espantosas, y desde entonces la gente aprendió muchísimo y hoy el rendimiento está entre los primeros del mundo, es decir, muy pocos países producen tanto arroz por hectárea como acá. Entonces, tenemos experiencia y hay buen conocimiento en la Facultad de Ingeniería y en el INIA, es cuestión de sentarse y armar un buen plan con la mayor ciencia y el menor fundamentalismo posible.
— ¿Qué más debemos tener en cuenta para futuras sequías y otros eventos extremos?
— Lo primero es entender cómo es el sistema —ya sea un pueblo, una ciudad o un campo— y cuáles son sus partes más vulnerables. Por ejemplo, en el sistema agropecuario los más vulnerables son los productores más pequeños porque no tienen espalda financiera ni área para hacer reservas de forraje. Lo segundo es informarse: aprender del pasado —de lo que funcionó y lo que no—, monitorear el presente —el INIA, por ejemplo, tiene una herramienta para eso que enciende una luz roja si en un departamento comienza a faltar agua, entre otras cosas— y estar alertados sobre el futuro, no de acá a 80 años, sino qué pasa en los próximos dos, tres, cuatro meses. Lo tercero es contar con tecnología para reducir los daños, es decir, saber cómo manejar las pasturas, como hacer que el suelo absorba mejor el agua para que tenga reservas cuando deje de llover, etcétera.
Y hay un cuarto punto que tiene que ver con transferir el riesgo que no puedo controlar. Uno puede entender dónde está la vulnerabilidad, tener la mejor información del pasado, el presente y el futuro, y contar con la mejor tecnología del mundo, pero igualmente la sequía le pegará, la ola de calor le pegará y la inundación le pegará. Hay riesgos que nos sobrepasan y esos son los que debemos transferir. ¿Cómo? Con un seguro. Uno que, por ejemplo, si deja de llover tantos milímetros, permita al productor ir a un banco o a una aseguradora, sacar plata y comprar fardos o ración para los animales que no tienen qué comer.
— ¿Eso existe en Uruguay?
— Sí, pero es mejorable. No hay seguros accesibles para todos los riesgos que enfrenta un productor. En la ciudad hay seguro contra todo; de hecho, la póliza de mi casa incluye una lluvia de meteoritos. Pero en el campo no pasa eso. Y me pongo en el lugar de una empresa de seguros y entiendo que tendría que tener cuidado porque, si bien hay información, no está suficientemente analizada como para saber cuál es la probabilidad de que pase tal o cual cosa. Esa falta de información se traduce en pólizas más caras. Entonces, ¿cuál es la solución? Aprovechar los datos que tenemos y analizarlos mejor para cuantificar los riesgos.
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