Es uruguayo, ama a los animales y con 23 años condujo una serie en National Geographic, la primera de consumo seguro para personas con trastorno del espectro autista (TEA). Hoy, un año después, Antonio Ripoll —que tiene Síndrome de Asperger, condición del espectro autista que afecta el neurodesarrollo— trabaja como guardaparques en la Estación de cría y fauna autóctona Cerro Pan de Azúcar (ECFA).
Desde niño soñó con ser presentador de documentales y educar a las personas acerca del mundo animal. Lo logró con la serie Bichero, donde salía en busca de fauna silvestre y compartía información y reflexiones, y lo sigue haciendo a diario en la ECFA.
Antonio conversó con El País acerca de su rutina y su pasión: la naturaleza. Aquí la entrevista.
— ¿Cómo es su día a día como guardaparques?
— Afortunadamente, ningún día es idéntico al otro. Las tareas que más hago son recorrer el área, alimentar a los animales y guiar visitantes, pero un día puedo dedicarme a los venados, otro a los carpinchos, a los pumas, al jaguar… También puede que me toque asistir a los veterinarios para retener a un animal mientras le aplican alguna medicación o le hacen algún tratamiento. O puede que me toque limpiar un recinto. A veces nos llegan lotes de aves rescatadas del tráfico de animales que tenemos que rehabilitar para su eventual liberación. Y otros días puedo estar subiendo al cerro para poner flechas que indican dónde está el sendero.
— Cada día es una aventura, ¿no?
— Totalmente. Los hay tranquilos, intensos, divertidos, casi aburridos… 100% aburridos no son nunca porque estoy en mi salsa, que son los bichos y el monte. Pensar que estos montes habían sido reducidos a cenizas hace 35-40 años por un incendio devastador y después de la apropiación de los predios por parte de la Intendencia de Maldonado, el área pudo renacer… Los árboles se destruyeron, pero sus semillas quedaron a salvo bajo tierra. Eso demuestra que los bosques tienen una extraordinaria capacidad para recuperarse, pero solo si se les da tiempo, respeto y paz. Y aun así, el 75% de los hábitats naturales a lo largo y ancho del mundo se han perdido en tan solo 50 años.
El trabajo que hacen los zoológicos modernos —como lo es esta estación de cría de fauna autóctona— es muy importante porque acerca los corazones de la gente a los bichos y les permite conocer especies que, por lo general, no quieren saber nada de los humanos. Con el historial de Uruguay de pérdida de hábitats, caza furtiva, atropellos por autos… La fauna uruguaya es todo menos lo que se ve en lugares como los safaris de África o los del Pantanal, que uno sale a pasear en jeep y los bichos se pasean, indiferentes. Los bichos uruguayos son mucho más reservados. Así que la ECFA es una pequeña muestra de la cara más salvaje de nuestro país.
— Mencionó que el 75% de los hábitats naturales del mundo se ha perdido. ¿Eso demuestra que no les estamos dando tiempo, respeto ni paz?
— Cada vez se ve más la consciencia que tiene la gente con respecto al cuidado de la vida silvestre y a que no estamos separados de la naturaleza. En Uruguay, por ejemplo, incluimos dos áreas protegidas nuevas en los últimos dos años: Isla de Lobos y sus aguas circundantes y el Cerro Arequita. Cada vez hay más gente que no mata serpientes, que deja de alimentar a los lagartos y que respeta a los pichones de pájaros volantones, como se llaman aquellos que dejan sus nidos antes de saber volar y cuyos padres los siguen alimentando mientras practican sus primeros vuelos. Estamos en época de cambios. Y no hay que maldecir la oscuridad; mejor, continuemos encendiendo velas, como venimos haciendo.
— ¿Recuerda alguna experiencia con un animal que haya sido especial para usted?
— Tengo miles… Pero si hay una que puedo resaltar es con Ramoncito, la lechuza. En la ECFA hay muchos animales que son rescates de mascotismo —o donaciones, en algunos casos—, es decir, casos donde las personas trataron de arrancar bichos de la naturaleza —lo cual es ilegal, por supuesto— para mantenerlos como mascotas. Hay un venado de campo que fue decomisado a un hombre que lo tenía en su patio delantero junto a su perro; un zorro de monte con una malformación en las patas, que de hecho lo salvó el mismísimo cuidador y luego lo criamos acá, así que ahí no hubo nada ilegal.
Ramoncito es otro ejemplo. Es un ejemplar de lechuza de campo, un personaje muy común en los campos uruguayos, que llegó como donación voluntaria por parte de un hombre que lo tenía de forma ilegal. Y está tan humanizado que nunca supo cómo reconocer a su especie. Él cree que su especie es el ser humano. El día que lo conocí, cuando la veterinaria me lo presentó, voló sobre mí, me dio una patada en la cabeza y pegó el grito de alarma: ‘Pi pi pi’, como diciendo ‘¡Intruso! ¡Intruso!’. Así que nuestro vínculo empezó con la pata izquierda. Pero, con el tiempo, me aseguré de acostumbrar al animal a mi presencia para trabajar mejor con él y que pudiera tener un estilo de vida más semejante al de los bichos silvestres. No es un animal para estar todo el día comiendo de un platito. Esos son bichos que cavan, corren, vuelan, cazan. Pude enseñarle a volar desde y hacia mi puño… Y eventualmente tomó tal confianza que empezó a posarse en mi cabeza y usarme como poste de vigilancia.
— Cuando uno visita una zona silvestre, ¿qué aspectos debe tomar en cuenta para cuidar el lugar?
— Lo primero es la ropa: no vestir colores brillantes. Los bichos nos ven a kilómetros de distancia y, por ejemplo, mientras nosotros tenemos tres tipos de células en los ojos para ver colores, las aves tienen un cuarto que les da visión ultravioleta. Y ven colores que nosotros no podemos ni siquiera imaginar. Entonces, lo que para nosotros es vistoso, para muchas especies brilla como un farol en la noche. Así que nada de vestir colores fuertes; dentro de lo posible, optar por aquellos que se mezclan con el entorno natural, como gris, beige, caqui, verde oliva o marrón.
Segundo, al ver a un animal silvestre, hay que estar atentos a su comportamiento y cuidar donde pisamos para no hacer ruidos con ramitas u hojas secas que puedan estar en el suelo. Hay que pisar con precisión y siempre observar el lenguaje corporal del animal. Ni bien el bicho pare de hacer lo que sea que esté haciendo para mirarnos, debemos congelarnos donde estamos y ahí el animal seguirá haciendo lo suyo. Todo esto siempre desde una distancia respetuosa.
Tercero, es importante mantenernos en senderos, a no ser que tengamos un calzado y una protección considerable, como botas de aventura o polainas para protegernos de anfibios venenosos. Por último, por supuesto, siempre es bueno llevar repelente de insectos, sombrero y binoculares o alguna guía para aves para ver mucho más en menos tiempo.
En cuanto a las instituciones zoológicas modernas, las mejores horas de visita son bien temprano en la mañana o bien avanzada la tarde, cuando los bichos están más activos. Cuando el sol está fuerte —entre la media mañana y la tarde— los animales no van a mostrarse. Y los mejores días para ir son, sin duda, los días nublados. Ahí es cuando los bichos tienen un poco más de actividad de lo normal. Y por supuesto: mirar y no tocar y mucho menos alimentar. Muchas de las cosas que nosotros comemos a ellos les hacen mal o incluso los matan.
— Antes mencionó que no estamos separados de la naturaleza. ¿Qué cosas le hacen darse cuenta de eso a diario?
— El ser humano es único dentro del reino animal, pero, al mismo tiempo, es parte de él y del planeta que habita. Nuestras casas se construyen sobre un suelo que tiene una red de hongos llamada ‘micelio’ que lo mantiene interconectado de una manera profunda; tiene plantas, invertebrados… La naturaleza se manifiesta a través del suelo, del agua, del aire que respiramos. Está a nuestro alrededor. Y nuestra civilización se sostiene en ella. Todo eso, cuando uno está en zonas suburbanas, se vuelve más evidente. A mí, por ejemplo, me visitan polillas, mantis, arañas, sapos, tamborcitos —una especie de lechuza pequeña—, gallinetas, y estos personajes contribuyen a nuestros jardines, los cuales están conectados al mismísimo suelo que sostiene nuestras casas. Y el suelo, sin su diversidad, se secaría y compactaría en un proceso que se conoce como desertificación, que es la muerte de la microbiología del suelo.
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