Es uruguayo, tiene 34 años, lo siguen más de 17 mil personas en Instagram y en 2020 fue reconocido como Fotógrafo del Año por los Sony World Photography Awards. Pablo Albarenga, fotógrafo documental y narrador visual, vive entre San Pablo, Brasil, y Montevideo, Uruguay, y centra su trabajo en la justicia social y ambiental, la ciencia y el cambio climático.
Es explorador de National Geographic, ha sido beneficiario del Centro Pulitzer —una organización sin fines de lucro que apoya el periodismo independiente— y su trabajo ha recorrido el mundo en publicaciones como The Washington Post Magazine, The Guardian y 6 Mois. Actualmente, su obra puede visitarse en el Centro de Fotografía de Montevideo, con la muestra “Semillas de resistencia”.
“El mundo vive un colapso climático, la violencia crece y la corrupción de la clase política es sumamente detestable. Pero, al mismo tiempo, cuando estoy en los territorios, escucho a esta gente y conozco otras historias, me lleno de esperanza”, contó en entrevista con El País y compartió su experiencia en zonas de alta vulnerabilidad económica, social y climática.
— ¿De dónde viene su interés por los pueblos nativos?
— Vivimos en un país que hasta el día de hoy no reconoce a los pueblos originarios y tenemos una imagen de ellos totalmente obsoleta, que perfectamente puede estar en un museo, pero poco tiene que ver con la realidad que viven esos pueblos hoy en América Latina. Entonces, mi interés surgió, primero, por curiosidad y también con el fin de contribuir para que esta historia sea contada de otra manera.
— ¿Cuáles son las grandes transgresiones a la justicia social y ambiental que ha detectado en estos territorios?
— Las violaciones en América Latina son infinitas, innumerables. Vivimos en un continente saqueado, justamente, porque es extremadamente rico, pero esa riqueza está yéndose a unas pocas manos mientras millones de personas son subordinadas a un régimen que no es nada justo.
Latinoamérica es constantemente explotada por el capital y las múltiples dimensiones culturales que tiene son también aplastadas y separadas para obligarlas a convertirse en otra cosa, en algo que no son. Tiene que ver con llevarlas a un modelo que no es propio, es ajeno, y esa es la relación colonial que tenemos con estos pueblos: no entender sus múltiples dimensiones, sino querer convertirlos en otra cosa.
Actuamos como una suerte de misioneros; no de forma pacífica o discursiva, sino que con componentes sumamente violentos. La forma en la que los pueblos originarios hoy son obligados a incorporar y adoptar un modelo ajeno —el modelo del capital— es tremendamente violenta.
— ¿Por ejemplo?
— Indígenas siendo asesinados en Mato Grosso do Sul por la expansión del agronegocio. En Mato Grosso, capital de la soja, más de la mitad de la tierra cultivable está en manos de menos del 1% de los terratenientes. Hablamos de grandes latifundistas que están plantando soja y destruyéndolo todo. Otro ejemplo es el conflicto en tierras indígenas Yanomami, donde el crimen organizado extrae miles de kilos de oro con un valor elevadísimo en el mercado. Los territorios están completamente invadidos y controlados por estos grupos criminales armados, las mujeres son violadas y hay desnutrición infantil y una gran epidemia de malaria, porque la deforestación favorece su propagación. Y no es fácil para la Policía ni para el Ministerio de Ambiente o cualquier otro ente de Brasil acceder a este territorio. Son alrededor de 40.000 invasores dentro de un territorio indígena y eso está pasando ahora mismo, mientras hablamos.
— ¿Qué ha aprendido de cómo se vinculan estos pueblos nativos con la naturaleza?
— Se trata de otras propuestas de ser y estar, no solo sobre el territorio, sino con el territorio. En Brasil hay 305 pueblos indígenas identificados que hablan aproximadamente 170 lenguas diferentes. Cada lengua es una forma de entender el mundo, de explicarlo, de nombrarlo. Por ejemplo, para el pueblo indígena Wayúu, que vive entre Colombia y Venezuela, la palabra ‘frontera’ no existe, pero cada vez que pasan la frontera es un gran problema porque en un lugar son unos y en otro, son otros. Entonces, esta diversidad y multiplicidad de pueblos indígenas trae consigo diferentes formas de ser y estar con la tierra. Y si hay algo que he aprendido es que la historia que nosotros nos contamos es apenas una de las numerosas historias que nos hacen quienes somos.
Vivimos en relación a la tierra de una forma completamente insostenible. Buscamos el crecimiento infinito; nos preguntamos cuánto creció el país, cuánto creció el PBI, cuánto creció el comercio… Pero los recursos son finitos, así que la única forma de sostener esto es apretando la soga cada vez más en los que menos tienen. Los sojeros buscan expandir la soja a costa de deforestar la selva, asesinar a los pueblos indígenas y expulsar a los pequeños agricultores. Se trata de una sociedad completamente enferma, atravesada por el consumo y el crecimiento infinito basado en recursos finitos, y esa forma de estar sobre la tierra no nos lleva a ningún lado positivo. Entonces, deberíamos escuchar estas otras propuestas de ser y estar con el territorio. Eso es, al menos, lo que ha resonado más en mí.
— ¿Hay algún principio que le parezca especialmente importante?
— Una vez que dominamos la ciencia, la medicina y otros aspectos de la realidad, adquirimos una sensación de mucho más poder del que realmente tenemos. Eso hace que nos percibamos por encima de todo. No puedo hablar por todos los indígenas porque, como dije antes, hay mucha diversidad, pero sé que una gran mayoría entiende al ser humano no como algo superior, sino como algo en relación con las demás especies. Para muchos indígenas, la Tierra es su madre. Para algunos, la montaña es su abuelo; para otros, lo es el río. Son parientes. Necesitan que estén bien para ellos mismos estar bien.
Una cosa es sentirse parte de algo y otra, muy distinta, es sentirse por encima del resto. Y esa historia tiene que ver con la vida en la ciudad, donde no tenemos ni idea de cómo se producen las cosas. Vamos al supermercado y no importa si hay una crisis; quizá la lechuga esté más cara, pero siempre habrá lechuga, ya sea importada o sacada de un congelador. Si viviéramos en la tierra, cultivando, veríamos directamente las consecuencias del calentamiento global. Para nosotros, todo eso está atrás de un telón.
— ¿Y qué ha aprendido de cómo es el vínculo entre las personas?
— Para ellos se trata de relaciones comunitarias. Hablamos de gente sumamente empobrecida y amenazada cuya única salida es colectiva. Nosotros, por el contrario, buscamos el éxito individual. Somos seres individuales que viven en sociedad, compitiendo todo el tiempo entre nosotros.
— Su proyecto ‘Semillas de Resistencia’ está en el Centro de Fotografía de Montevideo hasta el 17 de noviembre. ¿De qué se trata?
— Las fotografías muestran personajes y su lucha por los territorios. Ellos hablan de ‘reforestar mentes’, es decir, que su lucha sirva como ejemplo para generar más resistencia y más lucha.
— Y del 6 al 9 de marzo de 2025 presentará el proyecto ‘Memorias del Río’ en el PhotoVogue Festival de Milán, Italia. ¿Qué puede adelantarnos?
— Es un proyecto colectivo que hice junto a la uruguaya Mariana Greif Etchebehere y el brasileño Sol Souza sobre la represa de Belo Monte, una de las centrales hidroeléctricas más grandes del planeta, y el daño que causó al río Xingú. La propuesta recoge memorias de personas que vivían en el río y necesitaban de él para vivir.
— ¿Qué hay detrás de sus fotografías? ¿Fé en un mundo mejor o enojo e impotencia?
— Cuando uno ve la foto como un todo, la sensación es de mucha desesperanza. El mundo vive un colapso climático, la violencia crece y la corrupción de la clase política es sumamente detestable. Pero, al mismo tiempo, cuando estoy en los territorios, escucho a esta gente y conozco otras historias, me lleno de esperanza y siento que otro mundo es posible. Es una mezcla de sentimientos encontrados.
— Si tuviera que elegir una experiencia que lo haya marcado, ¿cuál sería?
— Es difícil. Hay muchas y todas tienen su magia. Una vez, conversando con Raimunda, una pescadora del río Xingú, ella me decía que los periodistas les llevamos esperanza de que el problema que viven podría solucionarse y yo le decía que para mí es al revés, que en un mundo sin esperanza son ellos quienes nos dan esperanza a nosotros.
— ¿En qué está trabajando ahora?
— Desarrollo un proyecto financiado por la National Geographic Society sobre la relación entre la industria alimentaria y el cambio climático en Brasil. La agricultura es muy reciente en la historia de la Humanidad y, sin embargo, está transformándose rápidamente, así que la idea es mostrar cómo esas transformaciones impactan en el territorio. Estaré en la Amazonia, en el sur de Brasil, en las áreas desertificadas al noreste, en el Pantanal, que es el humedal más grande del planeta… Son cinco historias en diferentes lugares. A finales de este año espero terminar el trabajo de campo y empezar a preparar la publicación. También trabajo con clientes de forma independiente y colaboro con el equipo educativo del Centro Pulitzer y National Geographic Learning para difundir estos temas a un público más amplio.
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