Fernán Cisnero, Manantiales
En Quintaesencia, el argentino Julio Le Parc propone un juego. La muestra —curada por su atelier con dirección de Yamil Le Parc, su hijo, y que reúne en el Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry, obra de sus más de 60 años de carrera— es una invitación lúdica a entrar en un mundo donde formas, colores y luces invitan a la contemplación, la reflexión y, por qué no, a ser mejores.
Le Parc tiene 94 años, nació en Mendoza y desde 1958 vive en París. Ilustre ejemplo -aunque el concepto es limitante- de los artes cinéticos y op (de “óptico”), su obra ha sido saludada por la crítica como una de las más importantes de su generación.
“Es uno de los grandes representantes del arte contemporáneo”, escribió Leonardo Noguez, director del museo, para el catálogo. “Enriqueció el repertorio artístico, creando piezas que activan la percepción del público, transmitiendo libertad, energía y optimismo”. Buen resumen.
La disposición de Quintaesencia como un laberinto de luces y sombras le da algo hipnótico a la experiencia. El pensar el vínculo entre el espectador y su obra es una parte crucial de su cuerpo de trabajo.
Eso ha estado en Le Parc, ya desde los tiempos del GRAV (Groupe de recherche d’art visuel, o sea Grupo de Investigación de Arte Visual), un colectivo, justamente, de reflexión teórica y práctica.
Ya el objetivo de aquel grupo, dicho por el propio artista, era “escapar de las corrientes actuales del arte en las cuales la consecuencia es el pintor único, para tratar, a través de un trabajo en equipo, de clarificar los diferentes aspectos del arte visual”.
“Mi trabajo iba a la búsqueda de un espectador diferente, no al habitual del museo”, le contó ahora Le Parc a El País. “Que viviera una experiencia directa sin pasar por los filtros o las exigencias de que el espectador tiene que estar cultivado, con cierto nivel estético, una sensibilidad desarrollada. Lo mío trataba de ser lo más directo posible de manera que cualquier persona podía ser cómplice mío y participante de la experiencia”.
Quintaesencia (que fue inaugurada el 3 de enero) es la primera muestra individual de Le Parc en Uruguay desde una legendaria exhibición en el Instituto General Electric (el IGE, frente a la Plaza del Entrevero), un hito cultural de 1967. El director del IGE, Angel Kalenberg, cuenta, en otro texto, cómo revolucionó el arte nacional.
Por entonces, Le Parc venía de ganar el Gran Premio Internacional de Pintura en la Bienal de Venecia, reconocimiento inédito para un latinoamericano.
“Me trataron muy bien aquella vez en Uruguay”, le contó Le Parc a El País. “Me dijeron que me iban a llevar a un lugar con playas muy lindas y era Punta del Este: era solo arena y alguna casita”.
Mucho ha cambiado desde entonces pero no la persistencia y la pertinencia de Le Parc.
“Optimismo siempre”, me firmó a dos colores en el importante catálogo de la muestra. Hay algo lúdico en ese autógrafo trazado con dos lapiceras pegadas, una azul y otra roja, que generan una suerte de ilusión óptica tan propia de su obra. A partir de ahora es una de mis posesiones más preciadas.
Sobre la muestra, su carrera y otras cosas, El País charló con Le Parc. Este es un resumen de esa conversación.
—En dos textos del catálogo, hay citas suyas -una de los 70, otra más reciente- en las que dice que las distintas etapas de su carrera, a veces tan distintas entre sí, han incidido en alguna mirada crítica sobre su obra. ¿Por qué es así?
—Esta exposición, por ejemplo, alguien puede pensar que es de varios artistas en diferentes momentos. Nunca me preocupó tener una imagen de marca o un estilo. En general para seguir a un artista es más fácil que tenga una persistencia y una continuidad y que haya tantos cambios puede dar lugar a críticas. Si las hubo no me afectaron.
—En ese sentido, ¿qué papel le atribuye a la crítica?
-Hay que atribuirle la importancia que puede tener. Detrás de la crítica hay alguien que la escribió, miró la obra y reflexionó y si llegó a descubrir algunos mecanismos del trabajo o a darle una interpretación, eso es positivo. En general no doy consignas sino que queda lo más abierto posible para que todos puedan incorporar sus propias reflexiones.
—¿Cómo se valoriza una obra?
—La valorización queda en manos del grupo muy reducido de gente que puede visitar las muestras, conversarlas entre su círculo. Pero eso no trasciende, no tiene ninguna forma. En cambio, si viene alguien que tiene dinero y compra, eso ya es un acto de valorización. Y aunque puede ser legítimo no tiene compensación. Desde el comienzo fue muy interesante ver cómo la gente tiene una gran capacidad de observación y reflexión sin sin ser ni erudita, ni críticos, ni estar familiarizada con las exposiciones. Pero si se lse da la ocasión de manifestarlo, lo hacen perfectamente. Hay cosas como que el cuadro de Fulano de tal cuesta cinco millones de pesos porque eso es lo ha pagado y hemos hechos experiencias con imágenes en un barrio pobre y hemos llegado a la conclusión que podía ser comprado por la gente de ese lugar por 300 pesos. Es una experiencia que señalaba posibilidades de encontrar otras formas de valorización diferente. La valorización es un arma clave para dominar el arte.
—Tiene un peso canónico...
—Y también es un arma de penetración cultural. En un momento los norteamericanos se dieron cuenta que en el campo artístico ellos no eran los que dominaban. Y se decidió empujar sus artistas y, por lo tanto, bajar lo que llegaba de Europa y desvalorizar e ignorar todo lo que surgiera de lo que ellos consideraban un subcontinente, América Latina. Hoy, por ejemplo, me encuentro hasta en la sopael nombre de Andy Warhol. Y eso es así porque fue empujado hasta allí.
—¿Y qué le parece Warhol?
—De ese nivel ha habido artistas en Madrid, Lima, Buenos Aires y en Uruguay pero Warhol fue inflado y él mismo se infló y lo que fue haciendo fue como de cómplice del sistema capitalista. Tiene interés a ese nivel pero cuando dicen que fue uno de los grandes artistas del siglo XX, a mi no me parece. Es, en todo caso, una mercadería impuesta.
—Pasó lo mismo con Jackson Pollock ...
—Cuando decidieron que había que empujar el arte estadounidense fueron al Congreso a pedir fondos para que sus artistas sean los mejores del mundo. Les pareció una buena idea pero cuando les mostraron las obras de Pollock dijeron que no porque eran diputados y senadores familiarizados con la pintura figurativa, representativa. Así que no fueron a la CIA que les fue ayudando, pagando, aportando transporte, comprando galerías, pagando catálogos, libros. Cuando era estudiante en la escuela de Bellas Artes en los años 50, un día el director nos dice “hemos recibido un regalo de la embajada de Estados Unidos”. Era una caja grande con un aparato para hacer serigrafías y otras cositas y sobre todo libros de los artistas norteamericanos.
—Entonces, usted ha sido testigo directo de esa valorización impuesta...
—En 1962 fuimos con mis amigos a Nueva York para una exposición y un crítico que se hizo amigo de nosotros nos dijo: “a partir de ahora se terminó el predominio del arte europeo y de francés en particular”. Nos contó que se había hecho una reunión entre las diferentes galerías con críticos, historiadores y coleccionistas y los convencieron de que había que comprar solo lo mínimo del arte europeo. No le creímos. Y tenía razón.
—En ese sentido, usted tenía dos contrariedades era un latinoamericano trabajando en París.
—Peor todavía.
—Incluso en sus primeros trabajos, el movimiento es una constante. ¿Por qué?
—El movimiento era una manera de ir más adelante de la obra estática.
—¿Dónde está lo latinoamericano en su obra?
—No estuvo en la transfiguración de lo autóctono, que puede ser muy respetable como lo fueron la corriente indigenista o los temas sociales de los muralistas mexicanos. Lo mío lo veía como producto de un continente muy joven y en el que lo que predominaba era la capacidad de supervivencia, de avanzar, de inventar cosas, analizando todo lo que podía venir de cualquier lugar.
—Pero eso podría haberlo expresado de otra manera. ¿Por qué así?
—Estaba la alternativa de ser un artista figurativo que denunciara la situación social (como Berni) o con cuadros figurativos que exaltaran el trabajo o señalaran la explotación del hombre. O hacer cuadros alegóricos para un porvenir mejor. La otra era ir viendo con formas y colores simples y entablar esa relación con la gente a ese nivel. No solo señalarle injusticias, sino hacerla sentir bien. Si la gente sale de la exposición con un pequeñísimo optimismo aumentado para mí es haber ganado. Cuando hice una exposición grande en el CCK en Buenos Aires a la que fueron miles de personas, muchos me decían que habían llegado al lugar contrariados y salían con las pilas cargadas y en una posición positiva para enfrentar sus propios problemas.
—Y eso termina siendo incluso hasta político...
—Tiene ese carácter político, claro. He hecho cosas también como una serie de cuadros sobre la tortura en los 70 que son aportes limitados, una manera de poner a disposición de una denuncia de esa situación, la capacidad de saber dibujar o pintar. Pero para mí lo importante transcurre en despertar un optimismo en la gente. Y crear un pequeño mecanismo que encuentre sus soluciones sola. El optimismo, en definitiva, es un motor para transformar las cosas.