La excusa para charla con el expresidente Julio María Sanguinetti es la edición de Memorias de una pasión, su nuevo libro. Subtitulado “Una vida junto al arte y los artistas”, recopila textos de todas las épocas,en un homenaje y una crónica de primera mano del arte nacional.
Lo edita Taurus, el sello a través del cual Sanguinetti publicó, entre otros, "La fuerza de las ideas", "La trinchera de Occidente" y "El cronista y la historia". Memorias de una pasión sale 1.090 pesos.
—-¿Cuál fue el primer cuadro que lo impactó?
—Diría que los gauchos de Blanes. Había una tía mía que me enseñaba aritmética y como premio me llevaba al Museo Blanes, y ahí empecé a ver esos cuadritos y me maravillaron. Luego vi los grandes cuadros de Blanes y vino mi primer deslumbramiento, que enseguida se proyectó a todos los aspectos de mi vida. El primer regalo que le hice a Marta cuando nos ennoviamos fue una carpeta de reproducciones de Van Gogh, que era mi pasión de los 18 años.
—¿Cuán exótico es que un político tenga su pasión por el arte?
—No es común. Igual, habla un poco también del país de nuestra generación y las inquietudes culturales que la motivaban. Éramos muy apasionados con ciertos temas: el jazz y el comienzo del rock, el cine italiano, el sueco, esos movimientos que irrumpían y eran las grandes novedades en nuestra juventud. Desde ese punto de vista, diría que no es anómalo que un político de aquella época tenga una pasión que no necesariamente es la política. El propio Don Pepe Batlle decía que si no hubiera visto determinadas zonas de injusticia, se hubiera dedicado a la filosofía, que era lo que lo motivaba. Luis Alberto de Herrera era un historiador con libros muy relevantes: he discrepado mucho con Herrera político, pero me ha resultado siempre apasionante como historiador. Es decir que los políticos uruguayos, digamos clásicos, tuvimos siempre una visión que iba un poco más allá de la política. A mi, el periodismo me llevó al arte. Por eso he sido comentarista, divulgador, prologuista y gestor cultural, ya sea desde la Comisión de Bellas Artes o el gobierno.
—En el libro recuerda con mucho cariño a la Comisión...
—Mi comienzo político es un poquito extraño. En 1967, Gestido anuncia su gabinete y aparece un joven diputado de 31 años de ministro de Trabajo, y ese diputado, que era yo, no acepta el cargo y pide la presidencia a la Comisión Nacional de Bellas Artes. El general se sorprendió y mucho más mis colegas diputados, que no podían entender que un joven diputado rechazara un ministerio. Lo que veían como un diletantismo fuera de lugar.
—¿Qué es lo quería hacer?
—¡Eso es lo que me decían mis colegas! Y contestaba: renovar los salones nacionales, la política de las bienales, mostrar mejor al Uruguay hacia el exterior en esa dimensión, intentar una gran renovación del museo, de la actividad artística en un país que tiene un capital artístico gigantesco. Uruguay, he insistido, tiene dos dimensiones de la cultura desproporcionadas a su bajísima demografía: el fútbol y la pintura.
—¿Y le gustó la tarea?
—Los años de la Comisión, entre 1967 y 1973, fueron de los más felices. Y la extrañé muchísimo. Estaba con amigos extraordinarios. Mis vicepresidentes eran nada menos que el maestro José Cúneo y Antonio Grompone; los secretarios eran Ángel Kallenberg -quien venía de dirigir con brillo el Instituto General de Electric, una revolución en la vida cultural del país- y Alfredo Tedeschi. Estaban Washington Barcala, Germán Cabrera, Jorge Páez Vilaró, Mario Payssé Reyes, Luis García Pardo, Lalo Scheck. Una comisión de lujo.
—¿Y pudieron hacer cosas?
—Impulsamos un gran cambio en la política cultural y su gestión y también reabrimos el museo con el apoyo de otra figura excepcional, el arquitecto Alberto Muñoz del Campo. Y con él propiciamos a Kalenberg como director, y lo transformó en una institución cultural de valor internacional y de enorme proyección hacia dentro del país. Nos rompimos todo con eso.
—¿Cómo surge Memorias de una pasión?
—Tiene una estructura particular porque recogí textos viejos, la mayoría prólogos, y les hice un prefacio que los contextualizara. Si uno lee el primer prólogo que le escribí a Ricardo Pascale, por ejemplo, y no sabe de qué se trata y cuál era mi relación personal con el artista, no tendría sentido. Así, el libro se estructura con un prefacio y luego textos que me dieron bastante trabajo para encontrarlos. Pensé que era muy fácil, que tenía todo en la computadora, pero no fue así. Por ejemplo, me encuentro con un texto muy lindo sobre Manolita Piña y de cómo habíamos trabajado para fundar el museo Torres García, y cómo tocó el piano el día de la inauguración. Ese texto me interesaba porque cuento cómo era la personalidad de Manolita y su devoción por Torres, pero no hallaba para qué lo había escrito. Finalmente lo encontraron en el museo: se publicó en Chile en un seminario sobre Torres.
—¿Cuál era su intención con el libro?
—Lo que he tratado es abrir una ventanita sobre lo que ha sido la capacidad creativa del país. Despertar, especialmente en los jóvenes, una mirada sobre estos artistas, no sólo los grandes clásicos sino los que vienen luego, que son justamente el núcleo de amigos a quienes prologué y comenté. Allí están Barcala, Pascale, Jorge Páez, Bruno Widmann, Damiani, Iturria. De cada uno de ellos hice un capítulo. Y tiene el valor del testimonio de lo que se vivió de esos años, de cómo veíamos a los maestros. Hubo, por ejemplo, una revalorización importante de Figari, a la cual apliqué mucho esfuerzo. Lo mismo con Barradas, Torres.
—En el libro también le dedica un espacio a su vínculo con Cúneo...
—Teníamos una amistad personalísima, muy entrañable y muy familiar. Vivíamos cerca y yo era no tanto el abogado, si no el gestor de las pequeñas historias de la vida. Algunas las cuento en el libro. Tengo, por ejemplo, el cuadro de la señora Matilde Pacheco que lo llamó “Misia Matilde” y que lo pintó en 1922 en Piedras Blancas, donde fue a retratar a Don Pepe, pero no lo logró hacer posar. Así que le pintó un óleo de la señora y esperaba que alguien se le elogiara y nadie le dijo nada; se lo llevó para la casa. Ahí lo tuvo colgado por años y en 1970, época turbulenta en Uruguay, me llama y me dice: “Sanguinetti, no sé dónde terminará esto del Estado batllista, y como usted es un batllista que me va a sobrevivir unos años más, guarde el cuadro de Misia Matilde”. Teníamos ese tipo de relación. ¡Mi tía Ida hacía dulce con el guayabo de los Cúneo!
—En Memorias de una pasión queda claro que fue muy amigo de artistas.
—Con Ignacio Iturria, por ejemplo, tengo amistad de muchos años. En 1985 hago la visita de Estado a España con el tema de la reconciliación de la sociedad uruguaya. Se hizo un acto en el Montjuïc de Barcelona, donde estaba todo el exilio uruguayo. Iturria se me acerca y me dice: “Con Claudia nos va fantástico en Cadaqués y estábamos dudándolo, pero después de oírlo nos volvemos a Uruguay”. Ahí se me cayó el piso de la responsabilidad de no defraudar a esta gente que volvía al país.
—¿Qué aporta el arte a la identidad nacional?
—Lo destaco en el libro. El arte está inscripto en la identidad nacional del país. Y no sólo como arte sino como afirmación identitaria. ¿Cómo se hace para reverenciar a un fundador, un héroe nacional sin rostro? Artigas no tenía rostro hasta que Blanes le hace su “cédula de identidad” con un cuadro emblemático que todos hemos reverenciado y que no sabemos bien cuánto tiene de parecido con la realidad. El símbolo lo construye el arte. Como el cuadro de los 33 Orientales en esa escena teatral, o Belloni con “La carreta” o José Luis Zorrilla con el Obelisco y “El gaucho”. Hay una afirmación identitaria nacional en la cual el arte uruguayo es sustantivo pues, como nacemos con eso ya incorporado, lo damos por sentado.
—Desde aquellos gauchos que vio con su tía en el Blanes, el arte nunca lo abandonó.
-Siempre estuvo en mi vida y sigue estando: ahora es una comunidad familiar. Marta me acompañó siempre, los hijos me acompañaron, ahora los nietos. En los almuerzos familiares de los sábados se habla más de fútbol y de arte que de política.