Gregorio Belinchon, El País, España
Cuando era pequeño, la ilusión de Alexander Payne (Omaha, Nebraska, 62 años) era ser proyeccionista. “Y míreme ahora”, bromea. El doble ganador del Oscar por los guiones de Entre copas y Los descendientes —además de otras cuatro candidaturas, dos en dirección y otras dos en guion gracias a títulos como Election o Nebraska— pertenece a la estirpe de los cineastas que pueden hacer lo que quieran.
“Bueno, me muevo en presupuestos de tamaño medio, no soy muy prolífico... Eso ayuda, pero me gustaría haber sido más rápido”, confiesa. “Respeto mucho el buen cine como para hacer cualquier cosa. Aunque... hay cierta pretenciosidad en tratar de no ser pretencioso. Me declaro culpable”.
Hace un par de semanas se estrenó Los que se quedan, la historia de tres personajes en pleno naufragio vital que se quedan solos y sin rumbo unas navidades de inicios de los 70 en un internado de Nueva Inglaterra: un profesor de Historia Antigua, un alumno díscolo y la cocinera, que acaba de perder a su hijo en la guerra de Vietnam.
Dos de sus intérpretes, Paul Giamatti, que da vida al docente, y que se hizo famoso hace dos décadas por Entre copas, y Da’Vine Joy Randolph, que encarna a la cocinera, ganaron los Globos de Oro y están nominados a los Oscar. Allí, la película llega con otras menciones: película, guion y edición.
El director quiso estudiar cine, pero su familia le obligó a hacer Derecho en Stanton. La única universidad europea que tenía en los ochenta un convenio con la suya era la de Salamanca, y por eso en 1981 pasó un curso en España. De ahí que conozca perfectamente el cine español y use alguna expresión en castellano -como “a la deriva” o “entre otras muchas”- durante la charla.
Aunque solo haya dirigido ocho largometrajes, Payne suele trabajar simultáneamente en diversos estados de sus proyectos. Los que se quedan nace de una proyección en el festival de cine de Telluride de 2011, donde Payne vio Merlusse, el clásico de Marcel Pagnol de 1935.
“Ahí está la historia del profesor con un problema ocular. Pero ya. Fue la premisa, no la semilla. Porque años después me llegó un guion para un episodio piloto de David Hemingson, a quien no conocía, con una historia cercana a aquella, y le llamé y le reté: ‘¿Y si lo reescribieras para una película?’. Y aceptó. El mérito es suyo”, explica.
¿Cómo decidieron en qué época datarla? “Los 50 es territorio Peter Weir (por La sociedad de los poetas muertos). Y en la actualidad no hay colegios unisex y sí demasiados celulares”. Por eso se quedaron en los 70, en un momento de cambios políticos y sociales, cuyos ecos transpiran en la historia.
“Así llegamos a la necesidad de hacerla como si estuviésemos en 1970, desde los títulos de crédito a los movimientos de cámara. Pensé que sería divertido, que la haría interesante. Hace una década ya busqué algo especial filmando Nebraska en Cinemascope y en blanco y negro. La clave estuvo en que rodamos no como si fuese un largo de época, sino como si trabajáramos en 1970, en un filme contemporáneo. Toda una experiencia radical”.
A Payne no le gusta hablar ni de él como persona ni de su cine, sino que pastorea la conversación hacia otros creadores y sus películas. Aunque en ese paseo asome su credo.
“De niño me impresionó Tiempos modernos. Luego, en Salamanca vi La dolce vita. Y, sobre todo, descubrí Viridiana. Nunca pensé que una película pudiera ser tan bella y subversiva”. A su vuelta a Estados Unidos en San Francisco asistió a la proyección de una copia restaurada de Los siete samuráis.
“Decidí que intentaría estudiar cine, más por mi pasión como espectador que por una pulsión creativa. Pensé: ‘Nunca escalaré una montaña tan alta, pero quiero estar en esa montaña’. Y esa frase me la he repetido numerosas veces en mi vida. No importa si el resultado deviene en fracaso, lo que importa es intentar las cosas”.
Durante sus rodajes, los viernes por la noche el equipo se reúne, bebe martinis y ve películas que proyecta Payne: “En esta ocasión presenté El graduado, Klute, Luna de papel, El casero, Harold & Maude o El último deber”. Las tres últimas las dirigió Hal Ashby.
“Me gusta mucho”, dice. “Sobre todo sus siete trabajos en los 70, década que acabó con Desde el jardín. También me gustan de aquel tiempo las películas de Mike Nichols o de Carlos Saura”.
Porque Payne pertenece a una generación de cineastas estadounidenses que se confiesan herederos del cine del Nuevo Hollywood, como Paul Thomas Anderson, Jeff Nichols, James Gray o David O. Russell. “Probablemente, porque tenemos parecidas edades y crecimos viendo aquellas películas, antes de que el cine de estudios se jodiera. La adolescencia es la época que marca tu carácter. El personaje del alumno me interesaba mucho porque está al final de ese periodo, va a dar el salto y su vida puede cambiar radicalmente”.
Gracias a su libertad, Payne no ha necesitado trabajar bajo el esquema rígido de una plataforma.
“Hago lo que quiero. Nunca he rodado algo contra mi voluntad. Aunque ahora mismo tengo tres guiones en la mano, sospecho que me decantaré por un wéstern escrito por Hemingson . ¿Sabe en qué soy un privilegiado? En que dirijo cine en un tiempo en que los espectadores aún van a las salas. ¡Encima, la humanidad ha estado miles de años sin inventar el cine!”. Y retorna a los patrones narrativos actuales: “Tengo claro que cada historia es distinta, pero que ante todo son como la vida. Agridulce. Habrá momentos de subidón y otros de bajón. Por eso me importan los finales, y los hago ni felices ni pesados, porque me preocupa la sensación con la que salga el público de la sala. Julio Cortázar decía que escribir es como un combate de boxeo. La novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe triunfar por K. O. Pues igual es una película: tiene que vencer por puntos”.