—Viniendo de la dirección cinematográfica, ¿va a tener algo de cine su versión de Don Giovanni?
—Creo que sí. Dentro de las convenciones del género de ópera, la veo muy cinematográfica. Más allá de que conozco esas convenciones como espectador, entrar en la realización es completamente distinto. Hay cosas que hay que respetar como la música, principalmente. De hecho, dicen los musicólogos, Don Giovanni está toda contada y es suficiente escucharla para entender lo que pasa: Mozart te dice en cada momento lo que está sucediendo y a lo que se está refiriendo. Lo hace a través del uso del tempo, de la forma en que integra el dueto, el sexteto, el aria o cómo de golpe entra un grave para señalar que el personaje está mintiendo.
—¿Y cómo lleva eso a su trabajo?
—Fui investigando, estudiando, preparando mucho todo eso y mi terreno cinematográfico se nota no solo en lo visual, sino en la voluntad de contar una historia. Eso es la base de lo cinematográfico. En el cine hay un lenguaje que hoy también esta fuera de él: lo que vemos, por ejemplo, en TikTok parte de un lenguaje visual entendido a través de lo narrativo y lo dramático.
—Y eso lo vio en Don Giovanni...
—Sí, con todo un equilibrio, que para mí está siendo fascinante de hacer, con la integración de los intérpretes y los códigos operísticos en donde ante todo van la música y las voces.
—¿Cómo le llega el proyecto?
—El año pasado vino a reunirse conmigo en Madrid José Miguel Onaindia (asesor de la División de Promoción Cultural de la Intendencia de Montevideo), y me contó que el Solís había pensado ofrecerme la dirección de uno de sus espectáculos de ópera. En principio estaba abierto a cuando yo pudiera dentro de la temporada lírica y a la pieza que yo quisiera. Me fui a India de jurado y dos meses después nos juntamos con todos en el Solís y me contaron que estaba Don Giovanni en las fechas que yo tenía libres de acá a un tiempo.
—¿En qué ópera había pensado?
—El Otelo de Verdi. Al principio Don Giovanni no me entusiasmaba, pero después y de golpe fue: “¡qué maravilla!”, y como que me dio un poco más de pánico al inicio. Hoy, realmente, es una de las cosas de mayor placer que me ha tocado en los últimos años.
—¿Cómo han ido los ensayos?
—La ópera tiene unos tiempos muy marcados, muy específicos por todo lo que tiene que ver con la entrada a sala, la juntada de un elenco de voces nacionales e internacionales. Llevamos una semana ensayando y a la vez se hace la puesta en escena. Como que es mucho, todo el tiempo y a la vez. Y a diferencia del cine, no tenés tiempo para parar y se tiene que diseñar todo simultáneamente. Es una obra muy exigente llena de entradas y salidas y que juega mucho con lo no dicho.
—¿Y cómo es su lectura de una historia así de clásica como la de Don Juan?
—Capaz que por vivir tantos años en España y estar muy cercano a toda la literatura del Siglo de Oro, me dio para decir que Mozart y Daponte (el libretista) no pueden estar tomándose en serio. Me da una sensación muy similar al Quijote: casi que se están riendo de toda la lectura social de la obra. Se agarra la figura del Don Juan y se intenta categorizar con todos los aspectos vitales impulsivos pero tremendamente negativos de su personalidad: es un villano. Lo que más me resulta curioso es qué es lo que hace Don Giovanni para pasar por el escenario y volver loco a todo el mundo. Es un anormal pero en realidad le pide bastante poco a la gente. Es como un cometa que pasa y hace reventar todo un sistema y de repente no existe más la ley de la gravedad. Ese revulsivo de vitalidad caótica es lo que me afectó de Don Giovanni y trasladé en la puesta.
—¿En qué sentido?
—Lo que quise es imaginarme algo distópico pero no en el sentido de la distopía concebida como tal, sino qué hubiera sido si Don Giovanni -que fue escrita en 1787, dos años antes de la Revolución Francesa-, en ese entonces, se planteara cómo sería en 250 años. ¿Cuál habría sido la distopía? Es plausible porque las razones por las que estos clásicos siguen afectando es porque curiosamente seguimos sin resolver conflictos primarios: el sexo, el poder y la muerte.
—En esa mirada distópica desde el pasado, ¿está contemplando el debate sobre los vínculos entre hombres y mujeres?
—Don Giovanni no puede ser valorado como un personaje social: es un mito, un personaje que se define a sí mismo. Y como todo mito hay ciertos aspectos que todos reconocemos y por lo tanto no se le puede entregar una personalidad. Muchas de las lecturas que lo reducen a un maníaco, a casi un violador, curiosamente terminan convirtiendo a todos los personajes femeninos en gente sin agenda, en víctimas totales. Quise empoderar a las mujeres. El mayor manipulador no es Don Juan, sino Doña Anna (que tenemos la suerte de que la interprete Verónica Cangemi, una soprano a escala mundial) que es quien quiere que se vengue la muerte de su padre. Ese es el salto de las mujeres en esta obra: tienen verdaderamente una agenda y no son solo víctimas de Don Giovanni, llorando por las esquinas.
—¿Cómo integra una ópera a su universo de cine?
—Aún no lo sé. Para mí ha sido muy natural, si bien siempre se habla de los componentes operísticos del cine en cuanto a grandiosidad, como vehículo emocional. Sí, lo primero que hice fue bajarme las 800 páginas de la partitura en formato de guion de cine, para ordenarme. Y pude contar, sí, con dos de mis colaboradores habituales en el cine (Ale Rosasco en el vestuario y Daniela Calcagno en los decorados) que fueron fundamentales para armar toda la visión del proyecto
—¿Y cómo incide en su arte?
—Me ha hecho autoreflexionar sobre el proceso comunicacional como director de cine, y la oportunidad de poder estar al lado de Mozart ha sido de lo más cercano a tener una experiencia con el más allá. Con Mozart hay algo de conexión atemporal con el universo. Te hace reconciliar con la propia humanidad. Y darte cuenta de que después de él, todo es superfluo.
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