Pasó todo por los pies. Fue aquel plano adelantado en el tráiler, en el que la actriz se sacaba las sandalias para quedarse descalza pero parada en puntas, con el mismo arco imposible que es una de las marcas registradas de la casa Mattel, el que terminó de disparar la fiebre por la película Barbie. Un gesto mínimo, inventivo, lleno de épica, que demostraba que acaso Greta Gerwig estaba cerca de darnos lo que no esperábamos, de poder construir algo “en serio” con la muñeca que se convirtió en la síntesis misma de la frivolidad, la hegemonía, la inalcanzable y pretendida belleza.
Pasa todo por los pies. Hay otros antecedentes, otras fallas en la matrix, pero cuando la Barbie de Margot Robbie se da cuenta, en la película que llegó en la medianoche a cines locales con 14.500 entradas vendidas de antemano, que su arco se extinguió y ahora puntas y talones tocan, a la misma vez, la arena de su tierra soñada, es cuando entiende que su perfecta burbuja está a punto de estallar.
Pasa todo por los pies, que también resumen el final, porque esta película, que hasta el estreno nadie sabía bien de qué iba, se trata de eso: de quiénes somos, de cómo caminamos este mundo, de la huella que queremos dejar.
Barbie es la consagración de Greta Gerwig en un mundo de hombres, un estallido rosa entre tanto traje negro y la creciente tendencia a las escenas, literal y metafóricamente, cada vez más oscuras de Hollywood.
Su prestigio como directora venía tallado por Lady Bird (2017), una película pequeña, y su versión de Mujercitas (2019), con la misma estrella que la anterior (Saoirse Ronan) y un perfil más alto. Compartían mucho: eran dos historias femeninas, sobre el coming of age, los sueños, y el poder —el humano, el interno— más que el empoderamiento. Y eran bellísimas.
Barbie toma ese mismo corpus y, en clave de sátira, lo eleva hasta lugares exagerados, porque así es su universo: rosado, sí, pero con el rosa como un estado espiritual, un modo de vida, una alegría permanente e imperturbable. Funciona, incluso, como el cierre de una trilogía de autora que sabe bien lo que quiere decir.
Su nueva aventura, sin embargo, es la más arriesgada de todas. Gerwig había modernizado con amabilidad y respeto al clásico Mujercitas, pero la figura de Barbie —la muñeca que hace 64 años revolucionó al mercado como la primera de características adultas en pleno reinado de los llamados “bebotes”— proponía desafíos mayúsculos.
Propiedad de la compañía Mattel y creada en 1959 por Ruth Handler, la muñeca Barbie no tiene historia alguna. Apenas muchas apariencias físicas, muchas profesiones o facetas, una especie de novio eterno y la pretensión de inspirar a las niñas, de enseñarles que pueden ser todo aquello que quieran ser. El envase, de un ideal estético tan imposible, la convirtió casi que en una antítesis de las luchas feministas. Barbie era un aspiracional infantil pero, al final, estaba lejos de ser el deseo de una mujer.
Pero en Barbieland, este oasis rosa creado de manera magistral por la diseñadora de producción Sarah Greenwood y la decoradora Katie Spencer, eso no se sabe. Las Barbie son felices en su vida infalible, de repetición mecánica, de sonrisa blanca y extensa, de ideales nobles. Eso, hasta que Barbie Estereotípica —la fabulosa Margot Robbie— piensa por primera vez en la muerte, y desencadena una serie de pequeñas “tragedias” que la dejan ahí, con sus pies enteros, planos, sobre la arena.
Para arreglar la “falla”, Barbie Rarita (Kate McKinnon, hilarante), que es lo que pasa con las muñecas cuando se juega duro con ellas, la manda al mundo real. Y así, con su Ken como un compañero inesperado, Barbie se lanza en busca de la chica que, en ese plano, la tiene de juguete y sería el detonante de tanto infortunio.
Pero en la Tierra es “como si todo funcionara al revés”, dice el dorado y esculpido Ken de Ryan Gosling, a quien nunca ningún personaje le quedó mejor. Su tiempo de comedia, su asombroso andar en el límite de lo caricaturesco y el agregado de sus dotes musicales hacen que incluso por momentos, en una película tan centrada en la mujer y el feminismo y la desigualdad de géneros, eclipse lo que tiene alrededor.
En Estados Unidos, Barbie aprende a la fuerza lo que es ser mujer en el mundo real, y Ken, tan opacado en su sombra, encuentra en el patriarcado una posible piedra para construir su imperio, todo mientras la cúpula enteramente masculina de Mattel, con Will Ferrell a la cabeza, persigue a los “muñecos” en fuga. Los enredos son sucesivos y los gags, ingeniosos, abundantes y en algún caso, cuando apuntan directo a la compañía, arriesgados. A veces el discurso el guion lo firman la propia Gerwig y Noah Baumbach— tropieza con lo lineal, pero eso puede estar justificado: no se precisa de mucha poesía para decir, como se dice, que ser mujer es literalmente imposible. Barbie también se trata de eso.
Es una película generacional y concreta en su público: cualquier hombre puede entretenerse, pero el mensaje tiene un remitente claro. Hay momentos, como cuando se promociona a la Barbie Depresiva, en que Gerwig parece estar parada ahí, frente a las espectadoras, diciéndoles que las entiende, que ella también es así, que todo va a estar bien.
Pero en su mayoría, Barbie es una aventura acelerada, divertida, llena de vida, que sortea con éxito notable eso de meterse con una muñeca tan simple y controvertida y, al final del día, nos recuerda a los adultos que la experiencia del cine también se trata de esto: de todo ese color, todas esas ganas, toda esa osadía.