Christopher Reeve, el Superman que quedó tetrapléjico, se volvió héroe y tiene un documental que honra su vida

Tras su estreno mundial en el Festival de Sundance, "Super/Man: la historia de Christopher Reeve" desembarcó en streaming con la emotiva historia de vida del hombre que marcó a fuego la cultura pop.

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Christopher Reeve como Superman.
Foto: Archivo

Gregorio Belinchón, El País de Madrid
Fue la primera gran estrella del cine de superhéroes, cuya era moderna arrancó con su Superman en 1978. Convertido en el invencible hombre de acero, Christopher Reeve (Nueva York, 1952) acabó su vida en una silla de ruedas motorizada y con un respirador mecánico a su lado, tras una caída de caballo en 1995. A 20 años de su muerte, llegó a Max Super/Man: la historia de Christopher Reeve, un documental biográfico impulsado por sus tres hijos que ilustra las contradicciones en su carrera y en su vida.

El documental, que está entre lo más visto en Max por los uruguayos, ha ido dejando una huella dolorosa en los espectadores desde su estreno en el Festival de Sundance: no solo murió Reeve, sino que su esposa Dana falleció 18 meses después por un cáncer, y su mejor amigo, Robin Williams, se suicidó 10 años más tarde.

Lo más contradictorio del accidente que lo dejó parapléjico el 27 de mayo de 1995 es que el neoyorquino era alérgico a los caballos. Empezó a montar para el rodaje de Anna Karenina (1985), y se apasionó tanto que desde ese momento se medicó para poder sumar la hípica a la lista de deportes que practicaba, como el esquí, el tenis y la vela. Incluso como aviador cruzó dos veces el Atlántico en solitario.

La historia de Reeve, tal como es contada desde el documental, irradia tristeza. Hijo de un matrimonio que se separó en su niñez, el actor luchó toda su vida para que su padre, F. D. Reeve, un poeta, académico, traductor de los grandes novelistas rusos y defensor de la cultura de élite, se sintiera orgulloso de él. Solo una vez casi lo logró: cuando le anunció que iba a protagonizar Superman, su padre abrió una botella de champagne pensado que actuaría en Man and Superman, la obra de George Bernard Shaw.

Sin embargo, tras estudiar en Princeton y Cornell, el actor no parecía llamado a protagonizar grandes sagas. Pasó por las aulas de la prestigiosa escuela Juilliard, donde compartió cuarto con quien sería su amigo del alma, Robin Williams, y debutó en el teatro con Katherine Hepburn.

Estaba en el off Broadway trabajando con Jeff Daniels y William en Hurt My Life, cuando su representante lo llamó para una prueba en Londres. Hurt le dijo que no se vendiera, pero Reeve recordó un consejo que recibió del legendario John Houseman en Juilliard: “Es importante que usted sea un actor clásico serio, a no ser que le ofrezcan una cantidad asquerosa de dinero por hacer otra cosa”.

Probablemente, Houseman recordaba sus penurias en el cine con su amigo Orson Welles, y jamás imaginó que de esa frase nacería el mito Reeve-Superman.

Reeve viajó, hizo la prueba y volvió al día siguiente. Richard Donner, director de la película, recordaba lo que les impresionó su aparición y la sensación de que aquel chico podía volar de verdad. Ni Hollywood ni Donner ni mucho menos Reeve —que se había emparejado con una agente de modelos a la que conoció en el comedor de los estudios Pinewood, donde rodaba su salto a la fama— podían prever lo que iba a suponer Superman para la cultura pop. Pronto hubo segunda parte, y por mucho que porfió para que el público olvidara ese papel, buscando películas muy alejadas como Monseñor, Las bostonianas o El pueblo de los malditos, Reeve nunca pudo dejar atrás al personaje de Clark Kent.

Superman no lo etiquetó: lo devoró. Y eso que fue de los primeros en tomarse al superhéroe en serio.

Para el primer film, se musculó entrenando con David Prowse (el hombre bajo el traje de Darth Vader). En el rodaje se fue a buscar a Gene Hackman, que encarnaba a Lex Luthor, para ensayar, y su compañero no lo tomó en serio: solo quería trabajar con Marlon Brando, que daba vida al padre biológico de Kal-El. Con Brando fue peor: rodó dos días, tomó el dinero y se largó.

Amarrado su destino a la kriptonita, Reeve acabó rodando Superman III, una mirada irónica al personaje, y la horrorosa Superman IV, un subproducto de presupuesto ínfimo. Amaba el papel porque aseguraba que en realidad encarnaba dos: a Superman, y a Superman cuando se hacía pasar por Kent, construyendo así un personaje dentro de otro.

Y un día llegó 1995. Reeves se había separado, dejando atrás a su primera pareja y a dos hijos en Londres. Conoció a una actriz, Dana Morosini, en 1987, y se casó cinco años después. Con ella tuvo un tercer hijo, que ya no recuerda haber visto a su padre caminando.

En el documental, los hijos cuentan dos alargadas sombras de su padre: su miedo al compromiso y que, a pesar de renegar de la lejanía emocional de su propio progenitor, se comportó con los suyos de manera parecida. Volcado al deporte y muy competitivo, solo les habló con calma cuando se quedó tetrapléjico.

Christopher Reeve

Cuando despertó del accidente hípico, que como dice su hijo pequeño, por un centímetro no fue mortal y por otro no fue tan solo una caída bochornosa, Reeve se dio cuenta de que había arruinado no solo su vida, “sino de la todos” los que lo rodeaban. Él mismo cuenta el documental en pantalla, gracias a que los documentalistas rastrearon sus mejores intervenciones en sus audiolibros de memorias, y dice que se salvó porque oyó a Dana decirle: “Sigues siendo tú y te quiero”.

Del cuello para abajo, el actor había perdido toda sensibilidad y necesitaba un respirador. Su propia madre pidió que lo desenchufaran. Tras varios días entre la vida y la muerte, salió adelante, y el primero que lo hizo reír fue Williams, que entró en su habitación del hospital disfrazado de proctólogo ruso.

“Nunca he sido un héroe y nunca lo seré”, afirmó, aunque meses después apareció en la gala de los Oscar de 1996, en silla de ruedas y dando ejemplo de perseverancia. Desde ese momento, Dana Reeve se dedicó a cuidarlo emocionalmente y coordinar los cuidados médicos de su marido, que se volcó a una doble militancia: la lucha contra la condescendencia generada por su estado físico y, de paso, llamar la atención sobre los miles de estadounidenses paralíticos que no tenían medios económicos y buscar finciación para su fundación, creada para impulsar la investigación y los tratamientos más revolucionarios, basados en células madre.

Fruto de esta batalla es un anuncio en el que aparece caminando. El director de la fundación explica que Reeve buscaba polarizar, porque no creía en lo de quedarse sentado dando pena y porque nunca pensó en la expresión “falsas esperanzas”, ya que nunca es falsa la esperanza. Es la parte Man de Super/Man, y en la que su figura, ya admirada, se transforma en leyenda.

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Christopher Reeve en la ceremonia de los Oscar.
Foto: Archivo

Durante una década Reeve trabajó en alguna película como La ventana de enfrente, versión del clásico de Hollywood, y dirigió dos más, todas con evidente trasfondo social. En cada aniversario de la caída, Robin Williams montaba una fiesta con un chef distinto para celebrarlo.

Hubo algunas mejoras en los movimientos del actor y por ello Dana abandonó la mansión familiar de Bedford (Nueva York) para ir a trabajar con un productor de musicales en California. Una de esas noches, el 9 de octubre de 2004, Reeve sufrió un fallo multiorgánico, entró en coma y murió al día siguiente, cuando Dana llegó a su habitación de hospital.

Hay un epílogo aún más triste. Tras el funeral, cuando retornó a los ensayos, Dana acusó una tos persistente. Después, un agudo dolor de espalda: padecía un cáncer de pulmón por el que murió en marzo de 2006. Matthew, el hijo mayor, apunta sobre su hermano: “William perdió en 18 meses a su padre, a su abuela, con la que estaba muy unido, y a su madre. Fue durísimo”. Y Glenn Close, amiga de la familia, verbaliza otro pensamiento que sobrevuela al público: “Si Christopher Reeve no hubiera muerto, Robin Williams todavía seguiría entre nosotros”.

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