Manohla Dargis, The New York Times
Uno de los grandes beneficios de ver demasiadas películas son las lecciones de vida que ofrecen. Por ejemplo, si tu anfitrión menciona casualmente que las paredes de su casa están revestidas de metal, deberías fingir un dolor de cabeza y salir antes de que cierre la puerta. Si las ventanas parecen demasiado pequeñas incluso para que un niño pueda pasar, es mejor retirarse. Y si además hay una imagen enmarcada del infierno en alguna pared, definitivamente deberías noquearlo y correr. Dicho esto, si el anfitrión está interpretado por Hugh Grant, probablemente valga la pena quedarse un rato más.
Desde el momento en que las dos jóvenes misioneras de Hereje se le presentan al señor Reed, interpretado con astucia y un desbordante carisma por Hugh Grant, queda claro que lo más sensato sería disculparse y decir: “Perdón, nos equivocamos de dirección”.
Pero no lo hacen, por supuesto, porque son un cebo tentador y porque el género de terror exige al menos un par de kilos de carne desgarrada. Las mujeres entran sonriendo y no dejan de hacerlo, como si estuvieran pidiendo la inevitable ultraviolencia que transformará esta casa aparentemente normal en un terreno peligroso, y en un sangriento matadero.
Desde el momento en que aparecen en pantalla, las dos mujeres, misioneras de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, comienzan a darle calidez a la película -y a ganarse tu simpatía- con conversaciones amables y aparentemente inofensivas. Son dulces y entusiastas, aunque la mirada cautelosa y los ojos esquivos de la hermana Barnes (Sophie Thatcher) contrastan con la actitud más despreocupada de su compañera, la hermana Paxton (Chloe East).
Con una misión que cumplir, andan en sus bicicletas por un suburbio genérico de Estados Unidos hasta llegar a la casa del señor Reed, que ha solicitado información sobre su iglesia. Pronto, las tres figuras están intercambiando amabilidades en casa de Reed, un espacio sombrío con una iluminación amarillenta y crepuscular que evoca al David Fincher de los 90.
La inquietante iluminación -al igual que las ventanas minúsculas y las paredes revestidas de metal- sería suficiente para alertar a cualquier mujer sensata. Sin embargo, los guionistas y directores Scott Beck y Bryan Woods han diseñado a Barnes y Paxton como personajes confiados y convencidos de su misión. Son formales, correctas y aparentemente inocentes, lo que las convierte en el blanco perfecto para este señor Reed.
A pesar de su inquietud, se quedan porque su fe las impulsa, aunque con cautela preguntan si la esposa de Reed puede unirse a la conversación.
La película se desarrolla inteligentemente mientras Beck y Woods van ajustando la tensión. Gran parte de las escenas iniciales tiene lugar en la sala de Reed, un espacio fúnebre que se torna cada vez más claustrofóbico a medida que el anfitrión pasa de la cortesía a la agresión durante sus discusiones teológicas.
Con cada intercambio, los directores alternan los primeros planos de la cara astutamente sonriente de Reed con las expresiones cada vez más preocupadas de las mujeres, un montaje que las une simbólicamente como si estuvieran atadas. En un momento, la cámara enfoca un modelo en miniatura de la casa de Reed, y la forma hexagonal de la ventana parece un guiño al icónico diseño del suelo en El resplandor de Stanley Kubrick.
Hugh Grant disfruta visiblemente de su rol en Hereje. Su interpretación, de mirada fría y sonrisa que pasa de inquietantemente amigable a malvada, es un placer de ver.
Grant se ha desinhibido con los años, alejándose del papel de galán romántico predecible. Aquí no busca seducir a nadie, pero su presencia como un villano irreparable resulta irresistible. Aunque la película decae en su tramo final, el carisma maligno de Grant hace que valga la pena cada momento.
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