Crítica: "Avatar: El camino del agua" es una experiencia visual a la altura de la inversión

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Avatar: El camino del agua

ESTRENO

Se estrena en Uruguay, la nueva película de James Cameron que recupera el 3D para contar una historia llena de color y poca profundidad dramática

Qué se le exige a un artista sino un compromiso con su obra. Es por eso que James Camerones un artista, pero a la vez una suerte de Elon Musk (sin el componente político) del cine. No es un mal lugar para estar si su arte, además, entregó dos de las tres películas más vistas de la historia.

La obra de Cameron va más allá del estreno hoy, en todo el mundo, de Avatar: El camino del agua, secuela y reinicio de su Avatar de 2009 que es, justo, la película más taquillera del mundo. Lo que hace Cameron, como otros artistas a su altura (Damien Hirst, Banksy), es mucho más que una película e incluye el proceso de creación, los obstáculos tecnológicos y humanos que llevaron a su estreno, la espectacularidad y la innovación del producto terminado, su campaña de marketing y la repercusión en la taquilla.

Que El camino del agua sea una gran película depende, en gran medida, de su impacto en donde duele: las entradas.

Que una vez más coincida con el zeitgeist con tanta puntería como en Titanic -uno de los negocios más rentables de la industria y el último gran clásico del cine americano- o en la primera Avatar es parte de la obra completada.

El camino del agua tiene las mismas aspiraciones que la primera, lo que es una apuesta fuerte, incluso, en un apostador de los fuertes como Cameron. Tiene preparado, y se presenta como evidencia, que la saga de Avatar se prolongue por tres películas más hasta 2028, una inversión que estaría teniendo en cuenta la volatilidad de la cultura pop contemporánea.

A Cameron parecen no preocuparle esas cosas. En una entrevista reciente, Sigourney Weaver decía que, dentro suyo, el director es un adolescente de 16 años, y hay algo de eso. Su perseverancia en continuar esta historia de, básicamente, unos bichos azules que ven amenazado su hábitat por la llegada de la prepotencia humana es parte de su fascinación con su arte.

Es un poco caprichoso, quizás, pero está en todo su derecho. Es uno de los grandes maestros del cine contemporáneo no solo por cosas como estas, sino también por obras importantes como Terminator, Terminator 2 y Aliens, que es una secuela con vida propia.

Es, además, un megalómano capaz de autoproclamarse monarca universal (“Soy el rey del mundo”, profirió cuando ganó el Oscar por Titanic, citando justamente una de sus frases más emblemáticas), y que está a la altura de cualquier desafío.

En los 13 años entre la primera y esta segunda Avatar, por ejemplo, se dedicó a construir una máquina capaz de llevarlo a la mayor profundidad marina conocida en la Tierra, la fosa de las Marianas. Está loco.

Su fascinación con el mar ha quedado clara, además, en su cine que incluye, aparte de la obviedad de Titanic, El secreto del abismo, uno de sus clásicos menos conocidos y que habla de un contacto extraterrestre en el fondo mismo del océano. Para contar la historia (una suerte de Encuentros cercanos del tercer tipo subacuático) no escatimaba en gastos e innovación tecnológica.

Una buena parte de las tres horas y media de El camino del agua transcurren en la tierra de los Metkayina, un reino acuático con referencias maoríes que queda a un trecho largo desde Pandora, el escenario de la primera.

Su celeste turquesa y sus fondos marinos con aspecto del salvapantallas más caro del mundo marcan en la película, un tono totalmente distinto al amenazadoramente selvático de la Avatar de 2009.

Aquella era, en definitiva, una alegoría sobre el daño a la ecología, provocado por el atropello imperialista americano que, uno cree, es una avanzada del capitalismo. El camino del agua va por el lado de la paternidad y la familia aunque el alerta ecológico está siempre presente y corporizado en los cazadores de turkun, una ballena feísima pero muy inteligente que contiene un líquido que detiene el envejecimiento.

Parece una motivación narrativa propia del infantilismo del cine de Clase B.

La familia son los Sully. O sea el patriarca es Jake Sully, el héroe humano de la primera ahora asumido como Na’Vi, una de las tribus de Pandora, una raza antromoporfica pero indefinible que vive en simbiótica convivencia con su planeta.

Sully (Sam Worthington) está casado con el interés romántico de la primera, Neytiri, la guerrera Na’vi interpretada por Zoe Saldaña. Tienen dos hijos adolescentes (Neteyam, el mayor, interpretado por el Jamie Flatters) y Lo’ak (Britain Dalton). Lidiar con la pubertad en la familia es toda una subtrama explícita.

El clan lo completa Kiri, que es adoptada y es interpretada por Sigourney Weaver, hija biológica del avatar de la doctora Grace Augustine, que en la primera también interpretaba Weaver. Los avatares son creados con capturas de movimientos de actores de carne y hueso.

Están, además, Tuk, una niñita, y Spider, el adolescente humano que quedó anclado por allá y que frecuenta a los Sully.

Se los ve contentos, con una paz de esas que en el cine no duran mucho. La amenaza son la “gente del cielo”, o sea los humanos generalizados en un montón de marines liderados por el coronel Miles Quaritch (Stephen Lang), el villano de la primera, ahora en estado sobrecargado convertido en un Na’Vi.

Eso obliga a los Sully a irse de ahí y a ser alojados con cierta desconfianza por los Metkayina, donde milita Ronal, que es Kate Winslet en un azul un poco más tenue que los Na’vi, trabajando con Cameron por primera vez desde Titanic.

Las dos primeras horas son una preparación para la batalla final, que es en un barco que se hunde e incluye escenas de acción a la altura del convite. Y hasta citas de Cameron a su propia obra.

A lo que Cameron invita,a lo largo de este largo viaje, es a una experiencia visual que recupere, el lado más fantasioso del cine. Es una película que extiende el concepto del arte: nada de lo que se ve es real. Eso provoca un distanciamiento al que el 3D aporta lo suyo.

Es tanta la información visual, el recurso tecnológico, la técnica innovadora que, cierto, se corre el riesgo de perder la empatía con los personajes. No hay mucha profundidad dramática.

Es, se insiste, una experiencia visual que invita al juego. Y pone varias cosas en debate, incluyendo el propio concepto del cine. Desde su bidimensionalidad, su concepto de realidad y hasta la forma de actuar de unas estrellas que, quizás, podrían no estar ahí abajo de esas máscaras y disfraces digitales.

Pero es un espectáculo en el que la credulidad no tiene nada que hacer. Avatar: El camino del agua es una experiencia inmersiva que no da tregua visual durante un montón de rato. Esa es su parte, ahora, la obra la tiene que completar el público.

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