ESTRENOS
Este jueves llega a salas uruguayas "Cry Macho", la esperada nueva película de Clint Eastwood, que muestra lo nuevo del director de 91 años
El asunto cuando un director estrena una película a los 91 años es que todo el mundo piensa que es una despedida y pretende leerla como su legado, el cierre de una carrera larga y elogiada. Pocos han tenido que lidiar con esa percepción como Clint Eastwood, el más longevo de los cineastas en actividad.
Eso ya pasaba con Gran Torino, la de 2008 que en su momento se vio como la clausura de su personaje más característico: el héroe americano. Allí parecía concluir una línea de tiempo de films en los que Eastwood puso su cara y que empezó con su Rowdy Yates de la serie Rawhide, siguió con Harry Calahan, o sea Harry, el sucio; y llegó a su momento sublime con el William Munny de Los imperdonables. Los defectos y virtudes de ese personaje parecían buscar la redención en Million Dollar Baby y, principalmente, en Gran Torino y su Walt Kowalsky, el veterano de Corea y de la Ford Motor Company que dejaba su legado (a un adolescente vietnamita, encima) ante lo inevitable del martirio.
Eastwood siguió trabajando sobre la figura del héroe, convirtiéndolo en personajes de carne y hueso que fueron desde Mandela (en Invictus) a tres americanos que impidieron un atentado terrorista y que se interpretaban a sí mismos en El tren de las 15.17 a París. En alguna de esas líneas se ubican también J. Edgar (sobre Hoover), Sully acerca de un piloto que evita una tragedia aérea y tenía la cara de Tom Hanks, y Richard Jewell sobre héroe improbable.
Pero no volvió a poner su rostro hasta La mula, una película cuya mayor virtud era la austeridad y en la que interpretaba a un anciano que empezaba a trabajar para narcotraficantes mexicanos. Aunque fallida, era un interesante canto del cisne de un director y actor que envejeció frente a nosotros.
En Cry Macho, la película que, a los 91 años, está estrenando hoy en Uruguay, Eastwood se dirige a sí mismo interpretando a una vieja estrella de rodeo que, por razones ineludibles, debe ir a buscar al hijo de un antiguo patrón que está en Ciudad de México, a merced de una madre que tiene todas las maldades de catálogo. Aunque es una misión que claramente no es tan sencilla como se la venden, la acepta por esas cosas que hacen los héroes en las películas. El chiquilín es, por lo visto, la piel de Judas y se dedica al inestable rubro de la riña de gallos por lo que, seducido por la posibilidad de tener su propio caballo, acepta cruzar la frontera y reencontrarse con un padre ausente que lo precisa cerca más por cuestiones financieras que afectivas.
La película sigue a estos dos personajes (y un gallo de riña que se llama Macho) mientras los persigue un torpe, y más inofensivo de lo que él cree, sicario al servicio de la madre. No es una de acción, sino un drama bastante previsible sobre el vínculo que se va formando entre el anciano y el adolescente y un interés romántico que aparece en el camino. Transcurre en un México de novela barata.
La película empieza muy bien, principalmente en la escena en que se presenta al personaje como un héroe de otra época, un samurái que se queda sin amo. Como en muchas de Eastwood (entre las que están, justamente, Gran Torino y Million Dollar Baby) uno de los temas es el legado del héroe acá representado en la necesidad del personaje central por enseñarle los rudimentos del cowboy, un rito de pasaje masculino y americano, a ese hijo temporal. Pretende además ser una reflexión sobre la familia y las nuevas formas de integrarla.
Con ese material y en manos de un director como Eastwood, uno esperaba un mayor esfuerzo principalmente en pulir algo de los lugares comunes que abundan y estorban. Es un guion (originalmente escritor por Richard M. Nash quien luego lo convirtió en novela; ahora también lo firma Nick Schenk, compinche habitual del director) que está en la vuelta de Hollywood desde la década de 1980 y que alguna vez interesó a estrellas tan disímiles como Burt Lancaster, Arnold Schwarzenegger y Pierce Brosnan.
Acá la historia de amor parece un poco forzada, al igual que la maldad de los padres que se disputan al chiquilín interpretado por un tal Eduardo Minett, un actor de telenovelas en su debut en Hollywood que no parece a la altura de la exigencia. A excepción de Eastwood que hace de la idea que tenemos de sí mismo, las actuaciones son bastante lineales y aportan poco al rescate de todo esto.
Lo mejor parece la fotografía de Ben Davis, quien consigue imágenes aisladas más contundentes que el conjunto de la película. Eso aplica a la escena del viaje en la que vemos a Mike Milo (Eastwood), gigante y en comunión con la tierra o acompañado por una tropilla de caballos. Hay también un interesante trabajo sobre su cuerpo; lo vemos alardear de una agilidad impropia para sus años y con un andar firme, aunque achacoso mostrado con travellings reveladores. La libido que despierta en algunas mujeres es, digamos, inusitada.
Una reflexión sobre lo sobrevalorado que es el concepto de machismo (dicha por una de las estrellas que más ha simbolizado eso en el cine) y algo del personaje que es capaz de pegar un par de piñazos pero también necesita una siesta reparadora cada tanto, refuerzan esa idea de que algo se está queriendo decir.
Eso queda aplastado, la mayoría de las veces, por una forma rutinaria, que desdibuja algunas de esas inquietudes. El producto final está más cerca de alguna película menor de Eastwood, que sigue siendo un narrador que conoce el protocolo clásico, de la década de 1970.
Parece claro, eso sí, qué le interesó de Cry Macho. Reúne algunas ideas de toda su filmografía y le permite, a los 91 años, volver a su personaje recurrente. Esta vez, sin embargo, merecía una mejor película.