Estreno
Se estrenó en cines la nueva película de Paul Thomas Anderson, una comedia romántica ambientada en la década de 1970; es alocada y encantadora al mismo tiempo
Hay cierto parecido, es cierto entre Licorice Pizza, la comedia romántica de Paul Thomas Anderson que tiene tres nominaciones al Oscar, y Había una vez...en Hollywood de Quentin Tarantino.
Los dos —de los más grandes directores de su generación— comparten una mirada nostalgiosa a la Los Angeles a comienzos de la década de 1970. Pero si Tarantino iba por la épica y recuperación de una mitología lo de Anderson (quien vuelve al barrio después de su británica El hilo fantasma) es más una nostalgiosa comedia romántica. Es más humana que mitológica.
En Licorice Pizza, está Gary Valentine (Cooper Hoffman, el debutante hijo de Philip Seymour Hoffman), un quinceañero con tremenda cara de quinceañero que anda buscando nuevos rumbos después que el rubro de actor infantil al que se venía dedicando le va quedando chico. Se cruza con Alana Kane (Alana Haim, del trío musical Haim, que completan sus dos hermanas en la realidad y en la ficción; los padres son los Haim, también) quien tiene 10 años más que él pero la misma necesidad de encontrar su lugar en el mundo. A partir de ahí empiezan a ser socios de algunos emprendimientos rarísimos (colchones de agua, por ejemplo), compinches de aventuras y, claro, interés romántico mutuo aunque demoren en decírselo.
La historia, fechada en 1973, transcurre en Encino, un barrio de Los Angeles en el valle de San Fernando que tiene algo de idílico y en el que Anderson ambientó, por ejemplo, Boogie Nights, Magnolia y Embriagado de amor. Acá es un paisaje de salones de maquinitas, calles empinadas y algo pueblerino a pesar de formar parte de una metrópolis. El título refiere al nombre de una legendaria (y real) disquería del barrio.
Cuando se conocen, él tan adolescente torpe queda prendado (“esa es la mujer con la que me voy a casar”, dice) aunque la relación tiende más a una casta tensión sexual entre dos camaradas. Se sabe, los que se pelean, se quieren.
Gary y su emprendedurismo es un poco maduro para su edad (aunque solo pueda tomar refrescos en los bares) y ella es una niña grande perdida en el mundo de los adultos.
Todo eso está sacado de la vida de Gary Goetzman, un actor niño que trabajó con Lucille Ball y que hoy es socio de Tom Hanks en su productora. El cine está presente en un par de escenas con cameos de Sean Penn (como un alocadísimo actor veterano que podría ser William Holden) y Bradley Cooper que está divertido como Jon Peters, el sexópata novio de Barbra Streisand. Ambos momentos son raros y aportan a esa idea de ensoñación que tiene la película.
Esa historia romántica es tratada por Anderson con un cariño especial y más teniendo en cuenta lo cruel que puede llegar a ser con sus personajes. Recurre tanto a las comedias románticas como a aquellos comedias de adolescentes, y hasta hay algo de suspenso. La selección de canciones apropiada completa esa sensación de que todo está en su lugar.
Anderson es el director más importante en actividad y el que mejor sostiene la comparación con Stanley Kubrick y Robert Altman, sus dos referencias más evidentes.
Acá está más cerca del último: el formato en episodios, el tono de improvisación y la libertad que sale de la historia, acerca a Licorice Pizza a cosas como Ciudad de ángeles de Altman, por ejemplo. Hay varios personajes secundarios interesantes.
Otras referencias parecerían pasar, a través de citas, por Harold and Maude, American Graffiti y hasta Taxi Driver, en las escenas en un comité político con algunas figuras amenazantes en los alrededores. Se coloca así en la tradición en la que está más cómodo, la herencia del cine de la década de 1970.
Es la película más liviana de Anderson, un tipo que ha hecho grandes obras sobre la industria porno (Boogie Nights), crisis existenciales colectivas (Magnolia), dipsómanos y Cienciología (The Master) y los orígenes del capitalismo (Petróleo sangriento).
En todo caso, el tono está más cerca de Vicio propio, su adaptación de una novela de Pynchon. Acá la mirada es cariañosa sobre una improbable pareja en un tiempo divinamente improbable pero tan mágico como los recuerdos. Anderson propone un juego y un viaje. ¿Quién se puede negar a eso?