Estreno

No es por hacer alarde de, para estar acorde, pitoniso, pero la primera impresión con que uno se queda después de transitar las dos horas y media de Matrix Resurrecciones es algo así como un “estaba visto”. Era fácil acertarle.

Desde que se presentó al mundo con la impactante The Matrix en 1999, la saga no ha hecho más que deshilacharse con una segunda parte (el díptico Matrix recargado y Matrix Revoluciones) que no estaba a altura, una tendencia contra la que Matrix Resurrecciones, hace muy poco . Estaba visto.

Está Neo, claro, el héroe mesiánico al que Keanu Reeves construye con su habitual austeridad de gestos desde aquella primera parte. Después de haber pasado un montón de sinsabores para pelear con los dueños de la matriz, el programa que escenifica esta falsa realidad en la que vivimos y que camufla una humanidad esclavizada al servicio de unas máquinas feísimas y algunos humanos vendepatrias.

Al comienzo de Resurrecciones, Neo ha vuelto, como si hubiera elegido la píldora azul, a ser Thomas Anderson, aquel oficinista que supo ser antes de meterse en todo esto. Es un ingeniero de juegos superexitoso aunque ganado por una melancolía que no se la explica.

El juego que ha creado es, sin que él sepa si es real o fantasía y viva acosado por unos recuerdos rarísimos, la primera película The Matrix. Es una idea muy interesante que hace que ambas películas dialoguen y que hasta sea utilizada como telón de fondo en alguna escena de acción, imágenes de la anterior película.

Todo esa línea —que refexionaría sobre libertad artística, las Wachowsky en la industria y la nostalgia en la cultura pop de hoy- es apenas esbozada. Hubiera sido un buen intento de debatir sobre algunas de esas cosas tan actuales (y las referencias con su actualidad es una parte importante de la permanencia de la primera) y sí privilegia el tono de las dos olvidables secuelas. La primera hora es entretenida.

Por razones difíciles de explicar (para neófitos, la intrincada trama implica una concentración que no sé si vale la pena), Anderson es extraído nuevamente al mundo real, y descubre que Trinity (Carrie-Ann Moss), su interés romántico, también vive una vida rutinaria sin saber quién fue, quién puede ser y potencial de sus habilidades.

Neo encuentra con un equipo nuevo que viene con una versión 5.0 de Morfeo, el personaje que en la original intepretaba Laurence Fishburne (y acá Yahya Abdul-Mateen II) y un par de jóvenes ases de la lealtad a la causa. Van a entrar a lugares donde no deberían, hacer deducciones imposibles y desmantelar una organización así de poderosa, sin que nadie pueda frenarlos.

Su némesis, esta vez, es Neil Patrick Harris, un ingreso a la franquicia, que como El analista es menos listo de lo que aparenta y abre, de torpe, la puerta de un final abierto. Está, de nuevo, el agente Smith (que dejó de tener la cara de Hugo Weaving y ahora porta la de Jonathan Groff) en conductas confusas.

Lara Wachowsky dirige todo con su habitual hueca espectacularidad. En este caso, se queda corta comparado con la revolución visual que significó la primera. Más allá de las cámaras lentas de los disparos, poca cosa.

En definitiva, estaba visto y para hacer algo así, mejor se hubieran tomado la pastilla azul.