Tomasso Koch, El País de Madrid
Ante David Fincher hay una mesa y un vaso de agua. Lo habitual, la decoración mínima de cualquier entrevista. Pero el talento del director (Denver, 61 años) poco tiene de común. Tanto que, con dos ráfagas de palabras, transforma el anodino cáliz en protagonista de una repentina clase magistral de cine. Cómo podría filmarse, desde dónde, con qué intención, y un largo travelling de disquisiciones técnicas, montado a golpe de frases frenéticas, capaz de convertir en todo un thriller tan insulsa premisa. He aquí la síntesis de la unicidad de su trabajo.
La versión larga, en cambio, abraza tres décadas de carrera, películas como Seven, La red social, Perdida, Mank o la serie Mindhunter, y el estatus de uno de los cineastas más admirados del planeta por su estilo visual, su indagación en los abismos de la mente, su narración envolvente. Un perfeccionista implacable, como en El asesino, la película que llega este viernes a la plataforma Netflix, con Michael Fassbender como el hombre del título, perseguido tras cometer un error fatal.
“Es difícil ser David Fincher”, resumió una vez Jodie Foster. Él confesó, en una charla con Sam Mendes, que la frase que más repite en el set es “cállate la puta boca, por favor”. Y reconoce que se vuelve firme cuando nota que alguien afloja. Lo cree necesario vistos el proyecto, el tiempo y el dinero en juego. Al espectador, en cambio, nunca lo deja relajarse. Fincher va por su camino: hace años, estuvo en conversaciones para dirigir una película de Spider-Man, pero lo que propuso debió de ser tan distinto que los jefes lo aborrecieron. Exceso o razón. Amor u odio. El estreno de El club de la pelea, en su momento en el festival de Venecia, despertó sobre todo lo segundo. “Querían arrancarnos la piel”, contó tiempo después el creador. Sin embargo, cuando volvió hace dos meses a la Mostra, donde se celebró esta charla, el certamen lo recibió como un divo.
Esta es una versión reducida y editada de la entrevista original.
—¿Cómo decidió dedicarse al cine?
—De pequeño, lo concebía como algo que ocurría en tiempo real. Con siete años, mi película favorita era Dos hombres y un destino. Y, en mi cabeza, habrían tardado unas tres semanas en hacerla. Luego vi un documental y de repente filmaban la primavera en Utah y el invierno en Wyoming. Entre la pantalla, todo lo que ocurre fuera de ella y el tiempo que se necesita, pensé: “Espera, ¿vuelas una balsa tamaño real con trenes, colocas pirotecnia en la pared al lado de unos malditos caballos y pasas un rato con Katharine Ross? Es el mejor trabajo del mundo”.
—Su debut con Alien 3, sin embargo, fue “una pesadilla”, ha dicho.
—Bueno, lo que sale de todo ello no es una pesadilla. Y eso es lo que te sigue empujando. Sigue siendo como hacer magia para niños. Hay una satisfacción inmediata que sacas de eso, y por más que el sindicato de directores intente que lo que hacemos suene como arte, al final en realidad somos claramente perros adiestrados que aman hacer la voltereta y que todos aplaudan después.
—¿Cuánto tiene que pelear por mantener su visión de la película?
—Claro que tienes que pelear. Es muy técnico incluso solo grabar, antes de darle alguna intención a alguien que está delante de esta ventana y camina y toma este vaso de agua. Ya solo eso implica una decisión: ¿lo seguimos?, ¿ponemos una vista panorámica y lo vemos en el espejo? Pero entones se vería la cámara, así que tenemos que mover aquel mueble. Y así empiezas a subdividirlo y estas son preguntas que debes hacerte. Hay una idea coloquial recurrente sobre la forma europea de hacer cine y la de Hollywood. En Europa te centras en dos personas hablando, pueden caminar hacia ti un rato, o girarse o alejarse. Y es perfectamente aceptable. Pero no lo era en los años cuarenta si tenías a Cary Grant y le estabas pagando un maldito millón de dólares. Quieren ver la cámara delante de ellos, así que vemos su cara, y es un mandato que fue bajando desde arriba y se volvió una forma de encararlo. Pero los europeos dicen: “Ya sabemos quién es el tipo, estaba en el póster y por eso compramos la entrada. No necesitamos verlo todo el rato”. Así que siempre está este ballet entre lo que ves y no ves y no mostrar algo importante cuando debe ser así. Al final, dirigir es muy sencillo: qué ve el público, cuándo, cómo, si refleja o contradice el texto. Y todo esto es solo la mecánica, la poesía aún no está allí.
—Se habla mucho de arte y poesía. Pero ¿cuan importante es el dinero en el cine?
—Lo es todo, porque equivale al tiempo que tendrás. Si a alguien le gusta el guion y te da cinco millones para hacerlo, todo tiene una equivalencia en números. La cualidad y la experiencia de los actores, el director, los guionistas, los operadores. La gente más conocida por su técnica supone una contribución valiosa, pero aumenta su costo. Juntar a los profesionales para una película es como montar un equipo de la NBA. Estás constantemente ajustando la alquimia. Es cómo distribuyes tu atención, tu trabajo y tu ética del trabajo y lo aplicas a la obra. Creo que el mayor perjuicio jamás hecho a la narración cinematográfica vino de las familias que empezaron los estudios en Hollywood: la noción de que podías tomar lo que había hecho Henry Ford para fabricar una Model T y aplicarlo a las historias. No es así. Cada uno trabaja diferente. Hay directores que quieren que el equipo nunca entre hasta que se haya tenido una discusión muy íntima y otra gente quiere a 80 personas mirando porque así los actores estarán más atentos. Es alquimia. A veces es magia; otras, psicología, a veces solo buen timing y gestión humana, y todo eso existe simultáneamente.
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—¿Por qué le fascinan tanto los asesinos y sus mentes?
—Pregúntele a Hitchcock. Me gusta el drama y siempre he estado interesado, incluso antes de ver La ventana indiscreta, en los callejones sin salida. Recuerdo de niño que volvía a casa a las siete u ocho de la noche. Nadie ha bajado aún las persianas, el sol se ha ido, estás en la oscuridad, caminando cerca de los árboles, y las luces se encienden y parece una película, toda esta vida que se mueve y tú la miras y piensas. Especialmente cuando hay una pregunta. Por ejemplo, se ha escuchado a alguien gritando. Ahora hay un tipo que fuma. Ahora tiene un maletín... Siempre he estado interesado en la idea de la deducción siniestra. Y sucede en Zodiac o en Seven, que considero una película de terror incomprendida. Porque pretende ser un thriller, pero eso consiste en si llegan o no al tren. Cuando Kevin (Spacey) se entrega te das cuenta de que te has centrado en lo equivocado y ahora estás en un tercer acto totalmente distinto a lo que esperabas.
—Las certezas de El asesino se vienen abajo tras un único error. ¿Le ha sucedido alguna vez algo así?
—Mis errores son mucho más grandes. Si no tienes remordimientos, no has vivido.