En el final deLos Fabelman, Steven Spielberg hace que David Lynch —el director de cine estadounidense que murióayer a los 78 años— personifique a John Ford, el gran maestro norteamericano. Codificaba un canon y certificaba un linaje.
Ford, el fundador de un modelo y Lynch, un disruptivo respetuoso, eran parte de una misma tradición. Fue un parricida raro: su genealogía incluye a Douglas Sirk, Fritz Lang, el Nuevo Hollywood, pero también el surrealismo, el cine experimental y el cine-arte europeo.
Usó esas influencias para pintar una aldea tenebrosa. El comienzo de Terciopelo azul (1986), un melodrama noir que lo popularizó como autor, es bastante revelador de su viaje al mundo que yacía debajo de la belleza de postales de la utopía suburbana. Pero un acercamiento convierte la escena pastoril y perfecta termina con unos cascarudos feísimos peleándose en primer plano: ese césped que se veía tan verde pero es también ruidoso y feo. Ahí, justo ahí, transcurría el cine de Lynch.
Nacido en Missoula, una ciudad del estado de Montana, el hijo de un científico y una maestra y uno de cuatro hermanos tenía desde siempre vocación de artista. Estudió en la Facultad de Bellas Artes de Pensilvania donde hizo sus primeras pinturas y cortometrajes. La contracultura y las exploraciones vanguardistas que absorbió en su formación, las trasladó a su ética y su estética cinematográficas.
En 1977, a los 30 años, estrenó su primera película, Eraserhead, una pesadilla expresionista con su correspondiente blanco y negro que se convirtió en una película de culto quizás a la novedad de su exotismo. La misma paleta cromática pero teñida de elegancia británica, estaba en El hombre elefante, que le dio dos nominaciones al Oscar. Ganaría uno honorífico en 2020 y había estado nominado a mejor director por Terciopelo azul y El camino de los sueños (2002).
Además, ganó, entre otros premios, la Palma de Oro en Cannes: por Corazón salvaje (1990), una fantasía de sordidez rocanrolera con Nicolas Cage y Laura Dern. Le encantaban esos lugares.
El éxito de El hombre elefante lo llevó a afrontar, al servicio del productor Dino de Laurentiis, el desafío de adaptar Duna, la novela de Frank Herbert, que siempre fue un reto y ahora está tan de moda. El traspié fue tal que Lynch no volvería a trabajar con ese grado de compromiso con la industria. El rodaje se convirtió en una leyenda y una broma, y la película en blanco de malas críticas.
La siguiente etapa fue inaugurada por Terciopelo azul, donde trasladó el noir (el género, junto con el melodrama, de mayor influencia del cine moderno y en su obra) a un territorio prostibulario, violento, inexplicable.
Allí había un voyeur algo tonto (Kyle McLachlan) que se dejaba llevar por una femme fatale (Isabella Rossellini), al mundo de Frank Booth que encarnado por un Dennis Hopper desmadrado y el primero de los grandes villanos lyncheanos. Cuando Dean Stockwell, hacía un playback drogado de “In Dreams” de Roy Orbison se representaba, seguramente, una de las grandes escenas del cine.
Exploraría una infraestructura similar en Twin Peaks (1990) la telenovela de autor que lo certificaría como un provocador, un independiente, un visionario y un pionero de la serie televisiva como acontecimiento.
Tomando el modelo de teleteatros como La caldera del diablo, Twin Peaks seguía la investigación de un crimen (el de Laura Palmer) en un perfecto y apacible paraíso americano, pero que oculta un sustrato feísimo. El héroe era un policía recién llegado (McLachlan), quien se hundía en capas de realidad, todas aterradoras.
Con la honrosa excepción de Una historia sencilla (1999), sobre un anciano arriba de un tractorcito —una suerte de remanso, la película zen de un director que hizo de la meditación una filosofía de vida— la última etapa derivaría hacia lo experimental. Algo así como un Buñuel ciberpunk.
La primera escala en ese territorio fue Carretera perdida (1997), una película brillantemente molesta, un noir alquitranado, que transcurría en espacios temporales y espaciales guiados por un arlequín siniestro: un Robert Blake con la cara toda blanca. Lynch, que también era músico, pasaba explícitamente de las melodías vintages al free jazz.
Ordenaría un poco esas ideas narrativas en El camino de los sueños, (considerada su película más importante, y quizás lo sea), en la que mostraba un Hollywood gobernado por una burocracia siniestra. Las víctimas de ese monstruo eran Naomi Watts, aspirante a estrella aunque lejos de conseguirlo que se cruza con Laura Harring como una femme fatale amnésica. Es una pesadilla fantasmagórica en el que se ponen en cuestión certezas del mundo y el cine y que, como casi todo el cine de Lynch exige un compromiso de parte del espectador.
Seguiría profundizando algunos de esos conceptos en Inland Empire (2006), que es decididamente experimental y tiene a Laura Dern como una actriz confundida.Fue filmada en video de baja resolución por el propio Lynch con una cámara doméstica.
Es su película más rara y su décimo y último largometraje pero sus créditos como director superan el centenar de proyectos. Allí hay publicidades, videoarte y un montón de cortometrajes, incluyendo uno para Netflix en el que fuma y habla con un conejo. Además tuvo fundadas inquietudes en pintura, música, instalaciones, literatura hasta un video diario en YouTube en el que sacaba números de un bolillero. Su imagen a lo Beckett en incontables retratos lo volvieron una figura cultural reconocible.En general aparecía fumando.
Todo eso parecían desvíos, sí, para un cineasta magistral y único. Pero conforman una obra única y el mapa de un artista que fue agorero y cronista de tantas de nuestras pesadillas.