Obituario
La actriz italiana tenía 90 años y se había retirado de la vida pública a mediados de la década de 1990; representó la modernidad en el cine con Michelangelo Antonioni
Su carrera no tuvo la trascendencia internacional de Sophia Loren ni el rango interpretativo de Anna Magnani, pero Mónica Vitti, quien falleció ayer a los 90 años, se había ganado el título nobiliario de “reina del cine italiano”.
Le bastó, para eso, una belleza moderna y eso de estar en el lugar indicado en el momento indicado, lo que para el caso es haber sido la estrella en la parte más fermental de la carrera de Michelangelo Antonioni. Eso equivale a ser la estrella de uno de los momentos más renovadores en la historia del cine mundial. Ella solo quería ser una comediante.
Con Antonioni —de quien además fue pareja y, digamos, musa— filmó la llamada trilogía de la desolación integrada por La aventura, La noche y El eclipse. Estrenadas entre 1959 y 1962, esas películas fueron un intento cinematográfico de adaptarse a los inexplicables nuevos tiempos. Su tema central, según el director, era sobre la alienación de la vida moderna. La mujer que representaba Vitti era un modelo inédito en el cine mundial.
También estuvo en la primera película a color de Antonioni, la notable El desierto rojo que es de 1964, donde interpretaba a Giuliana, una mujer complicada dividida entre su hijo y un romance con Richard Harris en un paisaje modernamente industrial.
Vitti daba justo con su belleza exuberante pero introvertida para el personaje de mujer conflictiva en un mundo conflictivo. Era la antidiva, tomando el término diva cómo sinónimo de estrellas femeninas del cine italiano, que solían ser exuberantes, pulposas y peleadoras. Ella no era así.
Antonioni, dicen, le prometió ser la Carole Lombard, una estrella de Hollywood de la segunda mitad del siglo pasado, un objetivo que se cumplió a medias.
Trabajó, eso sí, en un montón de películas, en muchas de las cuales despuntó su deseo de ser percibida como una comediante, más que como una actriz así de seria.
A pesar de haberse reencontrado con Antonioni una vez más (en El misterio de Oberwald en 1981), el resto de su carrera no alcanzaría ese grado de calidad. Uno de sus grandes éxitos fue Modesty Blaise en 1966 y dirigida por Joseph Losey, y estuvo a la orden de cineastas relevantes: Luis Buñuel en El fantasma de la libertad; Ettore Scola en Celos estilo italiano, Dino Risi en Las mujeres somos así y Mario Moniccelli en La muchacha de la pistola, que en 1968 la convirtió en una figura popular en Italia.
Su última película fue Ma tu mi vuoi bene?, un proyecto para televisión de 1992.
Su relación como pareja con Antonioni duró hasta 1967. Estuvo también casada con el fotógrafo de El desierto rojo, Carlo Di Palma, y con el también fotógrafo y director Roberto Russo, con quien se casó en 1995 y la sobrevive.
A finales del siglo pasado, después de ganar el León de Oro a su carrera en Venecia, decidió retirarse de la vida pública. La prensa siempre fue discreta con ella: sufría el mal de Alzheimer desde 1996, una condición que recién se supo públicamente 15 años después de manifestarse.
Nacida Maria Luisa Ceciarelli el 31 de noviembre de 1931, se graduó en la Academia Nacional de Artes Dramáticas en 1953. Antonioni la descubrió siendo actriz de teatro. Aunque conocida por interpretar a esa mujer bella y algo apesadumbrada (y con esa voz ronca tan atractiva), su gran pasión era la comedia. Vivió, así, lo mejor de los dos mundos del cine italiano.
Pero ayer, ante su muerte, los obituarios se centraron en sus películas de la década de 1960 con Antonioni. Limitar su presencia en ellas a la categoría de musa es menospreciar el aporte de Vitti a la Claudia de La aventura, por ejemplo, la primera película moderna del cine europeo.
Vitti era una belleza distante, algo fría y que, como todas las reinas, resumió su tiempo. Un tiempo que, inevitablemente, se va con ella.