Gena Rowlands fue mucho más que una actriz y logró lo que pocos consiguen: sintetizar la belleza del cine

La muerte de la estrella estadounidense a los 94 años cierra una vida y una carrera comprometida con su arte y el cine, ya sea junto a su esposo, John Cassavetes o en clásicos como "La otra mujer de Woody Allen" y "Diario de una pasión"

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Gena Rowlands, actress and wife of director John Cassavetes, dead at 94
Gena Rowlands en 1995
Foto: PATRICK HERTZOG/AFP

Tanto se debate por entender la belleza del cine, cuando es algo tan fácil de mesurar. El comienzo de Una mujer bajo influencia es un buen aporte para esa discusión.

Allí, Gena Rowlands, la estrella de cine que murió el miércoles a los 94 años, es Mabel Longhetti y antes que aparezca -toda quinética, descalza y de minifalda-, su madre, la pobre abuela que carga con los nenes, les dice para calmarlos: “quedénse quietos, ya saben que mamá no está bien”. Cuando se la ve salir por el portal, nerviosa, aprehensiva, errática, queda claro cómo está.

Cuando vuelve para la casa, su deambular es acompañado por el “Donde lieta uscì” del tercer acto de La Boheme interpretado por María Callas, apropiada banda de sonido a tanta soledad, tedio, miedo.

Junto con Erica, o sea Jill Caybough de Una mujer descasada, Mabel es uno de los personajes femeninos más completos del Nuevo Hollywood. (Eso lo señaló alguien hace tiempo y tenía razón).

Esa escena (cuatro minutos, un plano con la profundidad de campo de un pasillo; un par de insert nerviosos; un contrapicado de ella sentada en la cocina) son, esencialmente, puro Gena Rowlands.

La película la dirigió sí, John Casavettes, su marido, el gran dramático independiente del cine americano, el artista, enfant terrible y la escena destila su estilo.

Pero hay que ver la desesperación en la mirada, el gesto ese de necesitar estar feliz, para darse cuenta que esa composición es el trabajo de otra artista: Rowlands.

“Mabel era totalmente vulnerable y generosa, no tenía sentido de su propio valor y se reflejaba completamente en los ojos de los hombres”, la definió. Todo eso se traduce en un trabajo corporal exuberante alcance y que ya está sintetizado en esa escena inicial. Su forma de actuar, de apariencia improvisada, se convertía en una reflexión sobre el vínculo del actor y su personaje.

Cada generación tiene su Gena Rowlands y ayer quedó claro en los mensajes de los cinéfilos compartiendo la mala nueva. Están sus contemporáneos, que se encantaron con su aire de mujer fuerte, independiente y su injustamente asignado papel de musa.

También la habrán sentido nombrar en una canción de Fito Páez (“No me gustar cantar, yo me muero con Gena Rowlands”, dice en “Circo Beat” y ayer posteó su pesar en sus redes sociales) y los millenials la tendrán por La llave maestra, una de terror de 2005. La gran mayoría lo hará por Diario de una pasión, uno de los más grandes éxitos del cine romántico y en el que la dirigió su hijo, Nick Cassavettes.

Allí era Allie Callhoum, la anciana con mal de Alzheimer a la que pacientemente escoltaba su esposo, interpretado por James Garner. Toda una generación lloró por ella.

En junio, su familia había anunciado que Rowlands había sido diagnosticada con demencia senil hacía unos cinco años.

Nacida en Wisconsin en 1936, tenía el porte de estrella de una Lauren Baccall, pero esa vacante tenía demasiadas aspirantes. Se hacía notar en sus primeras películas en Hollywood como El alto costo de vivir (1958) de José Ferrer o Los valientes andan solos (1962), el neowestern en el que era el interés romántico de Kirk Douglas. Había estudiado en la Academia Estadounidense de Artes Dramáticas de Nueva York y debutado en televisión en 1954.

Su carrera, sin embargo, rondó casi exclusivamente en el universo de Cassavetes, una troupe de camaradas que incluía a los actores Peter Falk, Ben Gazzara, Seymour Cassell, el fotógrafo Al Ruban o el productor Sam Shaw. Eso es puro Nueva York de la década de 1950.

Cassavetes era una estrella de televisión con programa propio y la necesidad de hacer películas como Sombras (1954), que sintetizaría el espíritu del cine independiente de ahí en más. Cassavetes, sí, pero también Rowlands, se aprovecharon de sus trabajos para Hollywood para hacer las películas que querían. Su debut juntos fue Rostros, la primera gran obra de Cassavetes.

Filmaban en sus casas, con apariciones para hijos, amigos, vecinos que pintaban por el lugar, lo que le daba, junto con cierto nerviosismo como estilo, un aire de improvisación jazzística pero también realismo, que parece el fin último del método actoral de Rowlands.

Con sus apariciones en series o películas comerciales, la pareja —se conocieron en 1954, se casaron en 1959, tuvieron dos hijos, hicieron media docena de películas juntos, algunas de ellas, obras mayores— pudieron financiar experimentaciones existencialistas como Rostros, Así habla el amor, Noche de estreno, Torrentes de amor, Una mujer bajo influencia y Gloria. Por esas dos últimas estuvo nominada al Oscar y ganó uno honorífico por el alcance de su carrera en 2015.

Por fuera de ese círculo, que parecía consumir todo el tiempo, fue una de las escasas heroínas en la filmografía de Woody Allen en la bergmaniana, La otra mujer, en la que era Marion, otra de sus grandes actuaciones. Es otra de sus corporizaciones de angustias y fragilidades que entorpecen esta vida.

En todas esas películas, Rowlands es una presencia inevitable (exagerando, pero bien, arrolladora). Su Myrtle Gordon, la agobiada estrella del teatro en Noche de estreno, si se permite, es una favorita personal. El prólogo, con Rowlands y Cassavetes en escena, es otra de esas cosas que sintetizan la belleza del cine.

Más que actriz, artista, reflejó en sus personajes, las debilidades de un tiempo, el suyo, pero que se parecen a las debilidades de siempre. De esa vigencia de su arte, viven solo los más grandes. Rowlands era de esas.

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