Megalópolis, que se estrena este jueves en cines de Uruguay, es el proyecto de vida de Francis Ford Coppola, uno de los grandes maestros de la historia del cine.
Esa condecoración es por sus aportes al canon de ese arte, entre los que hay que incluir cinco Oscar y la Palma de Oro de Cannes y películas como El Padrino, La conversación y Apocalypse Now, tres obras maestras sobre las que no debería haber segundas opiniones.
Hasta hace un par de años, Megalópolis —que está muy lejos de los logros de esas películas y tiene en la autosuficiencia su mayor virtud- iba a ser ese proyecto maldito e inconcluso que todo gran director arrastra a lo largo de su carrera sin llegar a concretar.
Coppola, quien tiene 85 años, empezó a hablar de ella en 1982, cuando se supone ya tenía escritas unas 300 páginas. El proyecto fue mutando desde entonces (por ahí pasaron Paul Newman, Russell Crowe, Robert De Niro, Uma Thurman, Leonardo DiCaprio) pero su ambición se mantuvo intacta.
Como recuerda la revista Sight & Sound en la nota de tapa que le dedicó al estreno de Megalópolis, desde siempre, “su idea fue construir sobre el modelo del cine electrónico que había comenzado a desarrollar con Golpe al corazón (1981), pero Megalópolis iría mucho más allá, mezclando croma, técnicas de televisión…”, dice el artículo. “Sonaba, casi por definición, como una película imposible. Y quizás esa era la idea”.
Coppola la definió como “elaborada y bizarra”, y eso sí que se conservó.
Ese aura de proyecto imposible terminó demorándolo, y más cuando la carrera del director fue perdiendo el atractivo comercial y artístico debido a una combinación de otras inquietudes (sus viñedos en el valle de Napa) y películas autofinanciadas y fallidas.
Finalmente, Coppola anunció que, ante la imposibilidad de encontrar financistas que le siguieran la visión, él mismo la produciría, vendiendo parte del negocio vitivinícola familiar. La factura fue de 140 millones de dólares pero Coppola siempre ha aceptado y ha estado dispuesto a pagar el precio de su independencia. Ha sido un director independiente y de una generación que hacía de ello uno de sus valores esenciales.
A esa promoción se la conoció como el Nuevo Hollywood y era una forma de ver las películas y el mundo que revolucionó el cine americano. De allí también son Martin Scorsese, Steven Spielberg, George Lucas, directores atrevidos y clásicos.
Coppola aportó uno de sus tótems: las dos primeras El Padrino, una reflexión sobre el derrotero generacional que representa la caída y la fatalidad de Michael Corleone. Tenía el porte de una de William Wyler o Elia Kazan, combinado con una sensibilidad moderna que sumaba referencias a Visconti a una película de gangsters.
Cerró esa primera etapa de su carrera (donde está su gran obra de cámara, La conversación) con el exceso de Apocalypse Now que se cobró su cordura en pos de una visión demencial de la guerra de Vietnam.
En la década de 1980 atravesó un forzado exilio en el cine de género donde hay que ubicar Los marginados o Peggy Sue Got Married, dramas secos como Jardines de piedra o la autoreferencial Tucker: un hombre y su sueño, una utopía capitalista y enaltecedoramente americana.
Pero también allí estaban la experimentación formal de La ley de la calle, otro relato con referencias grecolatinas, o la independencia absoluta de Golpe al corazón, el musical en el que apostó todo y literalmente perdió todo. Con Megalópolis lo volvió a hacer.
Esa segunda etapa de su carrera se cierra con Drácula de Bram Stoker, la de Gary Oldman como el vampiro y Winona Ryder como la pobre Lucy. Allí, Coppola agota los recursos de un cine analógico y artesanal que se fundó con los hermanos Lumiere (citados en la película) y destinado a morir por la revolución tecnológica que se avecinaba.
Desde entonces, la carrera se le volvió errática, con experimentos peculiares e inconsistentes como Youth Without Youth, Twix, o Tetro que se filmó en Buenos Aires. Ninguna tuvo un estreno comercial en Uruguay. Son experimentos y parte de una búsqueda sobre nuevas formas de hacer películas, una inquietud personal de Coppola que quedó resumida en el libro El cine vivo y sus técnicas (disponible en librerías locales) y de las que Megalópolis es, en algún sentido, otra puesta en práctica.
El cine, para Coppola, es un arte en constante construcción, una materia viva siempre inacabada. Hay por lo menos media docena de versiones de El Padrino, Apocalypse Now o hasta de Cotton Club, una de sus películas menores, como si nunca estuviera satisfecho de obras que, en algunos de esos casos ya estaban perfectas la primera vez.
Sobre esa capacidad mutante del cine también es Megalopolis que fue estrenada en Cannes y saludada con una ovación de siete minutos pero recibida con una tibieza crítica que fue decantado luego el primer impacto de un monstruo así de tremendo; terminó colándose en varias listas de lo mejor del año.
Le costó, sí, conseguir un distribuidor y cuando lo hizo (a través de Lionsgate) su limitado estreno en Estados Unidos fue con salas semivacías, según una crónica de The New York Times.
Y eso a pesar una campaña que incluyó un trailer mentiroso sobre cómo las películas clásicas de Coppola fuero recibidas con desprecio crítico. Era falso aunque es cierto que nunca hubo una unanimidad exultante incluso con sus películas más canónicas. Junto con el estreno en Cannes, una extra denunció un trato extremadamente atrevido de parte del director. De esa clase de cosas se alimenta una película maldita.
Embrollo muy personal.
A pesar de ser presentada como una fábula, Megalópolis es un montón de cosas.
Al frente está una historia que parece combinar Shakespeare con Ayn Rand, transcurre en un lugar llamado Nueva Roma (con escenarios sacados del Satiricón de Fellini) que se parece muchísimo a Nueva York y funciona como símbolo de decadencias actuales. Los nombres de lo personajes tienen resonancias romanas y el accesorio de vestuario que más se usa es una suerte de toga que va con todo. Hay una inspiración en la Conspiración de Catilina, un hecho histórico, allá por el siglo VII AC.
Ahora, Nueva Roma está a merced de una élite promiscua e incestuosa, que la va de fiesta en fiesta. La cara visible de esa casta sería Paul Cicero (Giancarlo Esposito), el alcalde que recién asumió y ya tiene, a juzgar por los abucheos que acompañan sus apariciones, bajos índices de popularidad.
La estrella de Nueva Roma es César Catilina (Adam Driver), el director del Departamento de Diseño de la ciudad, quien está cargo de un proyecto personal de un barrio autosustentable -y algo mágico al estilo Oz- que lo enfrenta con el alcalde. No se entiende mucho qué quiere hacer pero depende del megalón, un material que le dio a César el premio Nobel y que sirve para un montón de cosas como vestidos transparentes y yeso para mascotas con patitas quebradas. César además tiene el superpoder de detener el tiempo, pero no lo usa demasiado.
Se parece a Elon Musk, aunque tiene algo del propio Coppola en su intención caprichosa de hacer algo que solo él entiende. Es agrandado, megalomaníaco y tiene tendencia a hacer unos pases de baile que quizás, para sumar a la desmesura, quieran aportar algo de musical. Hay, de hecho, varias partes musicales.
Julia Cicero (Nathalie Emmanuel), la hija del alcalde se involucra con César, quien tiene un némesis en Claudio Pulcher (Shia La Beuf) pero el apoyo de Hamilton Crassus III (Jon Voight), el capitalista de la ciudad que podría estar inspirado en Donald Trump. Hay un montón de personajes desarrollados a medias, o ni eso.
También hay un satélite soviético que está por caer y estatuas que representan los pilares de la democracia que se derrumban. Hay un reloj enorme mirando al cielo y el Madison Square Garden convertido en un Coliseo con cuadrigas y lucha libre en el programa. Hay montajes barrocos, diálogos que no dicen nada en un guion que parece deshilachado. Hay imágenes de Hitler y Mussolini, escenas surrealistas y una psicodélica que combina trapecio, payasos, voces superpuestas y una paleta de azules y rojos oscuros, que es de lo mejor que Coppola ha hecho en décadas.
Megalópolis no es una gran película, pero ya nadie espera eso de Coppola. Es un collage cinematográfico caótico, el proyecto piloto de una película aún en construcción o de un cine nuevo que nunca va a ser. Es una obra espectacular y entrañablemente fallida, que permite ver a un gran artista filmando su proyecto más demorado. Y corriendo riesgos de esos que ya pocos se atreven a correr.