RESEÑA
Este miércoles se estrena la película en la que Luis Mario Vitette, Fernando Araujo y más cuentan cómo robaron el banco Río de Acassusso en 2006.
El mayor aporte de Los ladrones: la verdadera historia del robo del siglo es que vuelve a renovar ese extraño vínculo con un crimen imposible. El espectador se encontrará ahí, frente a la pantalla de Netflix, frente a los hombres que perpetraron uno de los asaltos más relevantes de la historia argentina, y entre cuestionamientos y dudas e indignaciones sentirá, también, fascinación. Y esa fascinación tendrá un nombre.
El millonario robo al banco Río de Acassusso, cometido en 2006 entre ribetes cinematográficos (con armas de juguete, sin violencia), no ha perdido presencia en el imaginario colectivo. El audiovisual le cedió el protagónico en los últimos años, y eso dio paso a una taquillera película de ficción —El robo del siglo, de Ariel Winograd, con Guillermo Francella y Diego Peretti—, un podcast —El verdadero robo del siglo, de Adonde Media— y, quizás, al fenómeno mundial La casa de papel.
Eso sostiene, al menos, el uruguayo Luis Mario Vitette, la pata local de toda esta historia. El “hombre de traje gris”, el que publicó un libro llamado El ladrón del siglo y el que hoy maneja una joyería en San José. El de la foto con lentes y bigote espeso. Él, que ha denunciado que la serie española es un plagio a su recordada “obra” ilícita.
Él, el más mediático de estos atracadores, está lejos de ser la estrella de Los ladrones: la verdadera historia del robo del siglo. El documental que Netflix estrena mañana, que dirige Matías Gueilburt y al que El País tuvo acceso, pone en el centro al ideólogo del asalto, al artista, a Fernando Araujo. Y ese es su diferencial, su gran fortaleza.
Esta es, como se anuncia, la historia de un crimen, pero es también el retrato de un hombre. Un hombre de buena posición económica, un hombre culto, un hombre inquieto. El hombre, dice, “más feliz de la tierra”. Uno que tiene algo del glamour bizarro de Guido Suller, de Ricardo Fort, de ese mundo de bordes donde la fascinación también es clave y que, un día cualquiera, decidió robar el banco de su barrio.
Araujo es la estrella de la película de Gueilburt, un documental que incorpora, en su forma y relato, elementos propios de la ficción, del cine de acción. Araujo relata, posa; riega su cultivo de marihuana, practica artes marciales, conduce una moto a alta velocidad, flota, fuma, vuelve a los lugares donde todo comenzó. Actúa. Seduce. Cautiva.
Y encima explica, y habla de la trascendencia vital, del delito -si eso existe- artístico, de una obra. De “una performance de alto vuelo”.
Los ladrones... se sostiene en las entrevistas, en las voces de los protagonistas, que se introducen en bloques y con presentaciones limpias: están Araujo como “el artista”, Vitette como “el actor”, Rubén “Beto” De la Torre como “el hampón”, y Sebastián García Bolster como “el ingeniero”. El famoso Nene, por si se lo pregunta, aún sigue siendo un misterio. Y Julián Zalloechevarría, “el doctor”, no aporta su versión.
Hay, más o menos explícito, algo de persona y personaje que los atraviesa a todos. Vitette lleva esa dicotomía al límite cuando luego de haberse mostrado en bata y en jacuzzi, se despoja de sus joyas, se quita los diamantes, se limpia el maquillaje para mostrarse desnudo, íntimo.
Pero la cámara, las decisiones y el guion marcan una diferencia clara en el tratamiento y hacen de esta una película de Araujo. El relato que prima es el suyo, la voz que prima es la suya, y la cara también: las secuencias de la confusión, de las ideas ahogadas, de la epifanía; su recorrido por el desagüe del que se aprovecharían para escaparse del banco y así. Cuando él no está, el interés decae. Es el gran personaje.
Las recreaciones no le temen a lo bizarro: ahí están Vitette de bigotes mientras hace llamadas telefónicas, Beto con peluca y un maniquí sujetado bajo el brazo, Araujo frente a un pizarrón —a imagen y semejanza de El Profesor de La casa de papel— para indicar paso por paso de su plan, y así.
Todo lo grotesco que puede tener el recurso se equilibra, al momento del robo, con la aparición de unas pocas voces que le dan, a esta aventura, el aterrizaje de lo que fue: un crimen con toma de rehenes, con armas (de utilería o no, con tensiones. El testimonio de Leandro, un bancario, es —entre otras— la más emotiva contracara de un asalto histórico. La presencia que viene a decir: esto parece pintoresco, esto suena fascinante, esto se convirtió en un producto de masas. Pero esto fue feo.
La voz quebrada de Leandro es, quizás, lo más revelador de un documental que niega que Alicia Di Tullio, la pareja de Beto, lo haya delatado por despecho; que reconstruye a velocidad luz el desenlace conocido, y que resume cuatro destinos sin reunirlos, sin volver a encontrarlos.
La otra voz es la que entrevista, que irrumpe al principio y al final, con las dos grandes preguntas de este asalto: por qué se decide uno a robar un banco, y cuánta plata se llevaron de aquella sucursal.
Las respuestas, entre pintorescas y evasivas, cierran el gran truco de magia: la ilusión que hace que a veces, cada tanto, un delito mayúsculo se convierta en fenómeno masivo. Netflix le sacará provecho.