CRÍTICA

Se estrena en cines el fenómeno actual del cine de terror y la película más vista detrás de la nueva "Avatar"

"Megan", sobre una muñeca robot tenebrosa, es un eficaz homenaje al género que habla de algunos problemas contemporáneos

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Megan

Megan es un poco —dirán los sobrevientes de viejas matinés— como Chucky, aquel muñeco maldito que pasaba de ser el mejor amigo de un niño a un asesino despiadado que, en alguna de las entregas de su saga, hasta tenía novia.

Hay algo, también, de Frankestein y hasta de Terminator en Megan. De la novela clásica de Shelley está la lección que el entusiasmo y la necedad suelen ser los peores aliados del científico. De la de James Cameron, toma eso de que las máquinas pueden ponerse realmente malignas y la saluda con una cita bastante explícita cerca del final.

La científica acá es Gemma (Allison Williams, la nena que vuelve a casa con novio nuevo en en ¡Huye!) quien, al servicio de la industria del juguete, crea clandestinamente una suerte de robot/mascota/amiga, la M3GAN del título original que es un acrónimo en inglés de Modelo 3 de Androide Generativo.

Tiene la capacidad de aprender todo el tiempo, revelar estados de ánimo ajenos y hacerse la apagada, lo que no está bueno. Para el niño es como una madre sustituta, una hermana mayor y una compañero de juegos. Y todo por el irrebatible precio de 10.000 dólares. Conviene, eso sí, leer la letra chica.

La propia doctora, que dispone de un equipamiento que se ve oneroso aún para el rubro, anda algo presionada porque se llevó a vivir con ella a su sobrina Cady (Violet Mc Graw), quien quedó huérfana tras un nevado accidente de tránsito que es mostrado como prólogo. No tiene la madera de madre por lo que terceriza, con excusa de experiencia de campo, la crianza y la paciencia que requiere la nena en el prototipo de Megan. Una de las tantas decisiones espantosas que toma a lo largo de la película.

Previsiblemente, la relación nena-robot se empieza a volver cada vez más tóxica y violenta. Desde encargarse de un perro y un niño malcriado, la amiga mecánica se toma atribuciones que no estaban en el manual. Los asesinatos aunque crueles son mostrados con pudor.

Se intenta, así, hablar de la dependencia en las máquinas y la inteligencia artificial, de las negligencias de la paternidad moderna y la tercerización de sus obligaciones ya sea en Ipad, teléfonos o un robot así de feo. Empieza, como Robocop -que hablaba de otras tercerizaciones cibernéticas-, con un aviso de televisión, en una mirada anticorporativista que es parte del género.

Todo eso es mostrado con la decencia que precisa por Gerard Johnstone, impersonal director que claramente conoce lo que hay que hacer. Es una película que no desentonaría entre algunos clásicos de los ochenta a los que todo el tiempo parece referir.

Los verdaderos responsables, en todo caso, son James Wan y Jason Blum, quienes figuran como guionista y productor y productor, respectivamente. Son de los dos nombres más importantes del Hollywood de hoy.

Wan, quien es australiano, es visto como una suerte de autor (es un poco exagerado pero, bueno, vale) desde El juego del miedo, que consistía básicamente en una sesión de tortura compartida entre los personajes y el público. Ha producido muchas de esas que están siempre en el cable (El conjuro, La monja y Annabelle que es justamente sobre una muñeca siniestra) a las que conseguía imponerles cierto estandar por encima de las convenciones habituales. Algunas de ellas las dirigió (La noche del demonio es considerada su obra mayor) y dio el salto a las grandes ligas con una de las Rápido y furioso (la séptima, la que impulsó la saga) y una feísima Aquaman.

Está en ese nivel de demanda. En Megan coescribió la historia con Akela Cooper, quien, como ya ha hecho para la casa, se encargó del guion.

Blum está al frente de Blumhouse, la productora con la que Wan ya ha hecho cosas, y que se ha especializado en películas baratas que se ven como caras. Eso lo ha convertido en una suerte de moderno Roger Corman, el siempre rentable productor de Clase B en la década de 1960.

Sus películas más recientes han sido las nuevas Halloween, El hombre invisible y El teléfono negro. Tiene una asociación muy beneficiosa con los estudios Universal y entre sus casi 200 producciones, la tendencia es al terror más popular, pero Blum también ha financiado cosas como Infiltrado en el KKKlan de Spike Lee o ¡Huye! de Jordan Peele.

Megan se convirtió en otro de los exitos sorpresivos que suelen aportar Wan y Blum a la taquilla. En su primer fin de semana en Estados Unidos, superó los 30 millones de dólares de recaudación y es un montón. La inversión fue de 12 millones de dólares.

Esa rentabilidad se debe, principalmente, a una fuerte campaña de marketing en redes, centrada en los ominosos pases de baile que se tira Megan, repetidos millones de veces en Tik Tok y Twitter. Se hicieron eventos con modelos vestidas con la elegancia sobria y tenebrosa de Megan. Funcionó.

También puede haber ayudado que la película es más entretenida y menos agresiva de lo que aparenta. Sin ser original, tiene el suficiente coraje para burlarse un poco de sí misma y de los lugares comunes a los que se atreve. La nostalgia está bien administrada y tanto Blum como Wan saben como presentar algo así.

Y está Megan, un bicho que mete miedo y representa la peor de las pesadillas modernas: el monstruo al que le confiamos las nuevas generaciones. Y eso si que mete miedo.

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