Es la misma historia de siempre: el forastero citadino que llega a un pequeño pueblo de costumbres estrictas y revoluciona todo. Enamora, de paso, a la chica más linda del condado, enfrenta a las autoridades y, finalmente, instaurará un nuevo paradigma social. La anécdota se ha utilizado en incontables paisajes y situaciones.
Todo eso está en Footloose, la película que cumplió esta semana 40 años de su estreno mundial (aunque a Uruguay llegó el 6 de setiembre de 1984, en los cines Metro, Censa y Punta Gorda, de acuerdo al sitio cinestrenos) y que Netflix acaba de integrar a su oferta. Los veteranos pueden mostrarle a las nuevas generaciones como se divertían en la prehistoria.
Aunque parezca pura fantasía hollywoodense, Footloose está basada en un hecho real. La ciudad de Elmore en Oklahoma prohibió los bailes públicos a fines del siglo XIX y para la década de 1970, la ley seguía vigente. El asunto le interesó al guionista Dean Pitchford, quien investigó el tema y se encontró, además con la historia de un adolescente, Leonard Coffee, un recién llegado al pueblo que se rebeló contra tan represiva medida.
Envalentonado por el Oscar que recibió por la canción de Fama, Pitchford presentó el proyecto al productor David Melnick, quien primero se lo vendió a una subsidiaria de 20th Century Fox aunque finalmente se lo quedó Paramount. Se dice que escribió 22 versiones del guion.
El primer convocado para dirigirlo fue Herbert Ross, un veterano artesano que además era coreógrafo y que había estado nominado al Oscar por Momento de decisión, una de ballet con Anne Bancroft y Shirley McLaine. Su filmografía incluía correctos asuntos comerciales como El búho y la gatita, Funny Lady y La chica del adiós.
Era la persona indicada para el puesto pero por conflictos de agenda, abandonó el proyecto y quedó para Michael Cimino, que venía de fundir United Artists con la incomprendida Las puertas del cielo. Cimino pidió plata para oscurecer el tono optimista del guion; volvió Ross.
Para el personaje principal, Ren McCormack, se buscaron algunas de las caras bonitas del momento. Por ahí pasaron Tom Cruise, Rob Lowe pero fue para Chris Atkins, el galán de La laguna azul que se apareció drogado en la primera reunión con Ross y perdió el empleo.
Fue para Kevin Bacon, quien tenía 25 años y una carrera modesta que incluía un Martes 13 y Colegio de animales. El actor, quien a partir de acá se convertiría en una de las grandes estrellas de Hollywood aunque renegó al comienzo de un rol tan comercial, fue un par de horas a un liceo para investigar para el papel de un chiquilín de 17 años.
Bacon, que no era un bailarín entrenado, interpretó, dicen, en el 90 por ciento de las escenas de baile aunque fue remplazado por profesionales en las rutinas más complicadas.
Su personaje llega de Chicago al ficticio y ultrareligioso pueblo de Bomont, donde la moral y la prohibición de bailar es resguardada por las autoridades y avivada por el ministro local interpretado por John Lithgow. Tiene una hija, Ariel (Lori Singer), que, previsiblemente, se encanta con Ren: la represión extrema tiene esas cosas. En el elenco también están Sarah Jessica Parker y Chris Penn.
Después de un par de altercados (incluyendo una carrera de tractores que recuerda a Rebelde sin causa, con “Holdind Out for a Hero” de Bonnie Tyler de fondo) todo deriva en el baile final donde suena “Footloose”, la canción de Kenny Loggins, que también ilustraba los contagiosos créditos iniciales y que se llevó una de las dos nominaciones al Oscar; la otra fue por otra canción, “Let’s Hear It for the Boy”.
El baile final está buenísimo, lleno de confetti y piruetas, es contagioso y refleja un montón de energía adolescente desatada.
Eso es todo lo que Footloose tiene para ofrecer, y vista desde hoy tiene ese encanto simplista de mucha comedia exitosa de los 80. La historia es repetida pero es de esa clase de películas que se ve con afecto y no frialdad crítica.
La historia tuvo una versión en Broadway en 1998 y una innecesaria remake en cine en 2018, de la cual, con justicia, nadie se acuerda.
De lo que sí todos nos acordamos es de esa explosión juvenil, ese espíritu adolescente, de una película que, a mediados de los 80 y a pesar de sus convencionalismos, enseñó que para iniciar una rebelión solo faltaba sacarse los zapatos domingueros y empezar a bailar. Y ahí, capaz, que las cosas empiezan a mejorar.