La casa y el taller de Walter Tournier son realmente fascinantes. Podrían ser perfectamente la escenografía de una película de animación.
La casa es antigua, de noble arquitectura, con detalles de una época que poco tiene que ver con el presente. Y los adornos hablan de su amor por la escultura, y por supuesto, por los juguetes y los objetos de animación. Luego sigue un fondo frondoso, donde se ven restos de escenografías de películas que han recorrido el mundo y ganado premios. Y al fondo está el taller, repleto de objetos, herramientas, cosas que utilizó en sus películas, todo prolijamente ordenado, propio de un artista que se dedica a un oficio donde cada detalle cuenta. Sobre una de las mesas de trabajo, una máquina para hacer tallarines, que él utiliza para ablandar la plasticina.
El lugar tiene mucha madera, y muchos vidrios grandes, por donde entra el sol. Allí recibió a El País para hablar de su nuevo proyecto, ¡Alto el juego!, un corto de animación artesanal que planifica realizar por medio de una campaña para recaudar fondos. Tournier habla con honestidad, con lucidez, y lógicamente un tema va llevando al otro, recordando sus años de estudiante en la Facultad de Arquitectura. "Supongo que tuvo que ver con mi interés por trabajar con el volumen, el espacio, las maquetas. Incluso muchos de mis colaboradores están vinculados con los estudios de Arquitectura", reflexiona.
Con tiempo para conversar, el director y guionista de cine habló de su formación, de la enseñanza del cine de animación, del lugar del género en el mundo, de los niños de hoy, y también de la casa de su infancia, esa otra casa donde se forjó su gusto por las manualidades y el trabajo creativo y paciente.
— ¿Cuánto hay de autodidacta en usted?
—Todo. Nunca estudié, no había escuelas de animación, incluso ahora, empiezan a aparecer, pero con limitaciones. A veces no se tocan determinadas técnicas. Pero hasta hace poco en toda América Latina no existía una escuela de animación, ni artesanal ni de la otra. Había gente que daba cursos, pero como hay en Estados Unidos, que está lleno. O en Europa, que son como instituciones universitarias, con carreras de cuatro años o más. Y menos cuando yo empecé: y muy pocos libros. Hoy día hay más. Tampoco te decían mucho cómo se hacía: muchos se guardaban los secretos. No era fácil, en el error uno aprendía. Yo quise llegar a un acuerdo con UTU, para formar gente, pero no llegamos a nada.
—¿Nunca le dio por hacer autómatas, o juguetes?
—No, no me interesa. Bueno, he hecho algunas cosas, me gusta experimentar con el movimiento, inventar cositas. He intentado hacer juguetes de madera, de encastre, pero quedó en el intento. Me hubiese gustado, pero evaluando, no es una cosa que se venda mucho. Fijate que el Mecano, cuando yo era joven, era una maravilla tener uno. Y cuando nació nuestro hijo, juntamos con mi señora y llegamos a tener un Mecano enorme. Pero nunca les interesó a los niños. Ni a él ni a los compañeros. Porque claro, es otra época. Eso de poner un tornillito, con una tuerca, y así cuatro o cinco tornillitos, para armar una patita de algo… es cosa de otra época. Hay que adaptarse al momento. Finalmente, en la última película, Chatarra, parte de la escenografía está hecha con ese Mecano.
—¿Cómo ve usted hoy sus primeros trabajos?
—Bueno, mis primeros y mis últimos trabajos, siempre algún problema les veo. Uno los ve como parte de algo. Cuando uno va avanzando, luego los ve y piensa que si tuviera que volver a hacerlo lo haría de otra manera. Lo más que puedo rescatar es la honestidad con que siempre hice todo.
—¿Cada película suya es un paso en su aprendizaje?
—Totalmente. Sigo aprendiendo hasta el día de hoy. Y a veces lo que me da pena es no poder transmitirlo. He intentado armar algún tipo de escuela, pero no puedo, no me da el cuero. Tampoco me interesa dar un taller. Porque dar un taller no es aprender esto. La animación es algo mucho más complicado que aprender solamente algo. Habría que enseñar guión, movimiento: porque tenés que saber cómo se mueve un felino para luego hacerlo.
—¿Cuándo dice que no le da el cuero, a qué se refiere?
—Que no tengo dinero para hacer eso. No tengo ni capacidad de ahorro, estoy sobreviviendo. No me quejo, en absoluto, porque estoy tranquilo con mi cabeza, con mi consciencia, con todo lo que he hecho. Y me doy el lujo de decirle a Coca Cola que no, a un comercial que querían hacer en Argentina, porque no estaba de acuerdo con el mensaje que estaban transmitiendo. Espantoso: que había que tomar Coca Cola para parecerse a Einstein. Ni lo presupuesté. Sobrevivimos, no es que estemos en una situación económica muy buena: por algo tengo que llegar a un crowdfunding. Yo no lo puedo financiar.
—¿Qué país tiene más cabida, más institucionalidad para su tipo de trabajo?
—Estuve en muchos lados, me sorprendió Francia. Estuve como dos meses yendo a distintos centros, en los barrios, donde hay un cine completo con la mejor tecnología, gimnasio, se puede hacer música, teatro. Y a esos centros culturales las escuelas van a ver este tipo de películas, en horario escolar. Y antes y después, se conversa con los alumnos sobre la película que van a ver. Eso da una formación de público impresionante. Vi pasar más de dos mil niños, en 30 funciones. Y las preguntas que te hacían eran increíbles. Niños de cuatro a 10 años, y saben apreciar el cine. Por algo tiene buena animación Francia, largos y cortos.
—¿Cómo era la casa de su infancia?
—La casa de mi niñez era hermosa. Cerca de Soca y Rivera: tenía casi el largo de la cuadra, con un sótano a la altura del jardín. Y allí mi padre trabajaba de técnico en pianos. Allí aprendí todo lo que tiene que ver con la artesanía. Y en los otros bloques de sótano, que eran como tres o cuatro, se hacía vino, o chorizos, o pulpa de tomate. Había gallinas, frutales. Todo eso a mí me marcó mucho: era una vida interna que tenía la casa, también por la familia, que era abundante. Y viejo y mi tío eran afinadores, conocidos, afinaban el piano del Teatro Solís, el de Zitarrosa. Era una época en que las pianolas las convertían en pianos. Y yo, en el patio de ahí, desarmando y armando cosas con ellos. Me encantaba todo eso de los tornillitos. Creo que eso empezó a marcar mi manualidad.
Cómo y por qué sumarse a la causa de un filme
"¡Alto el juego!" es un proyecto de un corto de animación, que trata sobre cómo muchos juguetes remiten a la guerra. Para realizarlo, Walter Tournier lanzó una campaña de crowdfunding en Idea.me, una plataforma latina de financiación colectiva. El objetivo es recaudar un mínimo de 15.000 dólares, necesarios para su realización, en un plazo de dos meses. Los montos de colaboración van desde 10 a mil dólares, y los colaboradores también pueden ayudar compartiendo y difundiendo entre sus amigos y redes sociales.
La forma de pago es a través de Paypal y en Uruguay también pueden hacerlo en Abitab cuenta 52667 Alto el juego. En la página de Idea.me se dispone de información sobre el proyecto y cómo colaborar. El objetivo último, un mundo mejor.
El balance de años y años de mucho trabajo
Frontal en sus declaraciones, Tournier explica cómo siente que fue la distribución de su película Selkirk, su primer largometraje de animación, de 2012. "En su momento fue la película uruguaya más vista, ese año. Creo que fueron 20 mil personas. Pero hasta el día de hoy sigue dándose por cable: ya es imposible tener idea de cuánta gente la vio".
"No me gustó la explotación que le dio Buena Vista, que la distribuyó. Se estrenó en verano, que no es la mejor época para estrenar una película para niños. Creo que tenían la expectativa de lograr el doble o el triple de los espectadores, y como no lo lograron, decidieron guardar la película. No se dio más, y no se va a dar más en América. Porque además, de por vida tiene el contrato", señala Tournier.
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