CRITICA/JORGE ABBONDANZA
Es la película de un snob, categoría que consiste en deslumbrarse con ciertos mundos a los cuales no se pertenece y a los que se busca ingresar para mimetizarse con ellos. Claro que en el caso de Woody Allen (como en el de Wilde o el de Proust) el snob es un creador de primer orden, de manera que esa debilidad no es motivo de menosprecio sino un sello de identificación para consumo de curiosos y admiradores. Después de fascinarse con el cine ajeno (el de Bergman) y con algún medio social (el de los intelectuales neoyorquinos) que impregnaron buena parte de su obra, Allen cruza el Atlántico y se instala en Londres, acaso por descubrir tardíamente que en ciertos aspectos Nueva York es provinciana y la verdadera metrópoli está del otro lado del océano. Se ha sentido tan a gusto filmando en Inglaterra, que luego de Match Point ha radicado allí otras dos películas, con lo cual ya corresponde hablar de su etapa británica al cabo de cuatro décadas de trabajo en Manhattan. Y así el snob ha sido finalmente cautivado por el crepúsculo de un paisaje imperial, cosa que antes ocurrió con Henry James, T.S. Eliot y hasta James Ivory, otros yanquis igualmente atrapados por ese mismo fulgor.
El protagonista es un joven advenedizo que viene de Irlanda y hace ventajosos contactos al emplearse como instructor de tenis en un club de la campiña londinense. Ahí conoce a un muchacho rico cuya hermana se enamora de él cuando le echa el ojo en un palco del Covent Garden, mientras esas relaciones familiarizan al héroe con todas las tentaciones de una gran vida, desde las mansiones campestres hasta las vidrieras de Bond Street, los rascacielos de Canary Warf o las exposiciones de la Tate Modern. El joven se casará con la heredera y así podrá trepar por la escalera de las empresas del suegro hasta conquistar una posición envidiable, pero tropezará de manera fatal cuando conoce a la novia de su cuñado, una norteamericana pobre y aspirante a actriz, por la que sentirá una atracción irresistible. A partir de allí se entablará el combate entre la esfera de los intereses y el remolino de la pasión, un torneo que Allen se toma tan en serio como para incorporarle citas de Dostoievsky o Sófocles y envolverlo en arias de ópera (Verdi, Donizetti). Pero esa batalla tan engalanada se cerrará con un broche siniestro.
"Es más importante tener buena suerte que talento" dice el protagonista en la primera escena, aludiendo a la pelota de tenis que puede quedar un segundo suspendida sobre la red y no se sabe si caerá de un lado o del otro, con lo cual se gana o se pierde el partido. Cerca del final sucederá lo mismo con un anillo sobre la baranda de un río, y allí vuelve a jugar el azar (o la suerte) en la ocurrencia más seductora de toda la película, permitiendo salvar a un individuo culpable y demostrar sobre qué frágiles vaivenes penden la vida y la muerte (o la fortuna y la condena) en este mundo.
MODELOS.La historia del muchacho ambicioso nadando en las prodigalidades de una clase alta, remite a ilustres antecedentes cinematográficos (Ambiciones que matan de Stevens y sobre todo Almas en subasta de Clayton). Ambas referencias también valen para su dilema entre una esposa rica y una amante desgraciada pero exigente. En eso Allen no oculta su manejo de abundantes modelos que incluyen por cierto otros matices del relato, que por momentos se aproxima a Hitchcock, se codea con Chabrol y hasta se emparenta con lo que Losey y Pinter hicieron en sus visitas a la opulencia británica, aunque los diálogos de Pinter tenían otro filo y su destello era más salvaje. Por el momento Allen no parece saber que la clase dominante en Inglaterra es más distante en sus réplicas, más indiferente en su relación con los outsiders, más discreta en su interés por la vida ajena, más punzante en su ironía verbal. Con Match Point no consigue el prodigio de pescar en el aire el exacto tono y el carácter de la sociedad que pinta, como lograba hacerlo su compatriota Robert Altman cuando se asomó por única vez a la aristocracia inglesa en Gosford Park. Pero ya aprenderá, considerando que resolvió por el momento seguir rodando en esa isla.
Al margen de ello, la película tiene el permanente interés de su intriga, incluye alguna sorpresa entre vuelcos agridulces y luce un aire ubicado a medio camino entre la tragicomedia y el dramón burlesco. Al realizador no se le escapa que en ese mundo clasista el bastión de la riqueza sabe defenderse ferozmente contra el asedio de una pueblerina de Colorado y puede ser un suelo resbaloso para un irlandés que ha subido hasta allí desde la nada. El sarcasmo final consiste en un cálido cuadro familiar que ha sobrevivido invicto a la amenaza del arribismo, el engaño, la codicia y el crimen, aunque por el camino se ha encargado de suprimir o domesticar a los intrusos. Uno de ellos ha logrado sin embargo infiltrarse en la jaula dorada, y en la última escena esa estampa doméstica hasta se permite el lujo de triunfar sobre sordideces que todos los presentes (excepto uno) ignoran, imagen victoriosa en la que no hay un dictamen moral sino una ácida conclusión sobre el juego del poder y el reinado de las apariencias. Es probable que en ese asunto donde se cometen dos asesinatos impunes exista un castigo, pero en todo caso es menos epidérmico que en el habitual puritanismo cinematográfico anglosajón y puede quedar clavado en el fondo de la conciencia del culpable (por algo lo visitan los fantasmas de sus víctimas).
De cualquier forma, la película es una recuperación y un estímulo después de varios años en que el interés promedial del cine de Allen había decaído gravemente, insinuando un agotamiento del que ahora renace. Su europeización alcanza a desterrar todo el jazz que poblaba sus fondos musicales para suplantarlo por una catarata de lírica italiana que llega al extremo arqueológico de una grabación de Caruso con las impurezas propias de la edad del registro, como si esa fuera la sonoridad adecuada al viejo mundo en que ha desembarcado. Allí sigue manejando un estilo personal hecho de giros irónicos, flotante sabiduría y datos casuales para tejer la vida de sus criaturas. Con ese equipaje llegó a Londres para quedarse por un tiempo, acompañado en el caso por la única norteamericana del elenco, Scarlett Johansson, que no sólo es provocativa como pide su papel sino que tiene la energía necesaria en sus pasajes de crisis. El viaje valió la pena.