El País de España y EFE
En el baqueteado y algo polvoriento Sherlock Holmes Museum, en el 221 B de Baker Street (una de las direcciones más legendarias del mundo), hay cosas como el revólver de Watson y la medalla que ganó el doctor en la batalla de Maiwand, en la segunda guerra afgana; el dedo que le cortaron a Victor Hatherley en La aventura del pulgar del ingeniero; las orejas de Miss Mary Cushing de La caja de cartón o la cabeza del mastín de los Baskerville.
Pero los fans de Holmes que se apretujaban un mediodía en el local que reproduce con extraordinaria minuciosidad la vivienda del célebre detective y su fiel ayudante no podían ni imaginar que la verdadera aventura del día estaba en el pub de al lado.
Efectivamente, allí, en The volunteer, a dos puertas del 221 B de Baker Street, había recalado el escritor Arturo Pérez-Reverte, cuya nueva novela, El problema final (Alfaguara, 980 pesos), es una personalísima vuelta de tuerca sobre el personaje inventado por Conan Doyle y su forma de investigar.
Su novela transcurre en un espacio cerrado, en una isla de un kilómetro cuadrado en el Mediterráneo donde un temporal deja a nueve huéspedes alojados en un hotel, y en el que uno de ellos, una discreta turista inglesa, aparece asesinada. Todos los indicios apuntan a un suicidio pero Hopalong Basil, un actor británico en decadencia que se hizo famoso por interpretar a Holmes en la gran pantalla, sospecha que detrás hay un crimen.
Y aplicando los métodos que aprendió interpretando al famoso detective, inicia una investigación para desenmascarar al autor del asesinato en un lugar del que nadie puede salir ni entrar.
El pastiche, narrado en primera persona por Basil está servido y lleno de guiños y referencias literarias y cinematográficas, funciona bárbaro. Hasta hay una conexión nazi.
La tentación de comparar a Pérez-Reverte con el detective era grande, aunque el escritor declinó lucirse con la icónica gorra deer stalker hat de Sherlock Holmes (un modelo exclusivo se vende en el museo a la friolera de 49 libras) y tampoco quiso visitar las habitaciones, lo que imposibilitó verle a sus anchas (aunque fuera como un lugar así de estrecho) en el entorno holmesiano por naturaleza.
En todo caso, el novelista -que prefirió una pinta de cerveza a la solución de cocaína al siete por ciento que elegía Holmes y tuvo el detalle de no usar en demasía la palabra “elemental”- cortó cualquier atisbo de identificación entre él y Sherlock Holmes: “Para nada, las mentes matemáticas me asombran, admiro a quienes las tienen, me parecen gente superior, pero yo incluso me equivoco al dividir”.
Reconoce, en todo caso, que nunca llegaría a ser Holmes sino, en todo caso, el “humilde Watson” porque, sostiene, “cuanto hay de talento en esta novela” no es suyo sino que lo ha “robado de una forma flagrante y gozosa” de los grandes maestros.
Lo ha hecho a través de lecturas y relecturas de autores como Agatha Christie y Conan Doyle, pero también de Jacques Frutelle, Edgar Allan Poe o Gaston Leroux, novelas donde la trama transcurría en un lugar cerrado que hacía el crimen en apariencia imposible, en un desafío a la razón y a las leyes físicas.
Alejado de los asesinos en serie y de los “huesos enterrados”, Pérez-Reverte quiso regresar a novelas “como las de antes” para ver si el lector del siglo XXI era capaz de disfrutar del juego que se plantea en ellas: “le digo al lector, vamos a jugar a la novela-problema”.
“El problema final es una reacción a la saturación de novela negra que hay en el mercado, el policial moderno, más de músculo que de cerebro, y un deseo de volver a la novela problema original, la de enigma inteligente y elegante, la que representan las de Sherlock Holmes de Conan Doyle, pero también las de muchos otros, como Poe, Agatha Christie, Ellery Queen o Gaboriau, al que cita el propio Holmes”, dijo el español.
Los métodos de Holmes son utilizados en esta historia en la que el escritar propone un juego al lector para reivindicar la investigación inteligente.
Para probar este desafío, relató Pérez-Reverte, envió su manuscrito a la editorial sin el último capítulo con el objetivo de comprobar si había alguien capaz de adivinar el nombre del asesino de su trama. Y, aseguró, nadie lo hizo.
Recordó cómo con esta historia regresó a lo que leyó siendo un niño y cuya relectura le ha devuelto “el aroma del hogar y la sensación que tenía cuando la literatura era un mundo por descubrir”.
Es, explicó Pérez-Reverte en el encuentro londinense con la prensa, una novela aparentemente fácil que puede leer un lector de tipo medio, pero donde el lector cualificado “disfrutará como un gorrino en un maizal”. O sea, mucho.
“Esta no es una novela onanista, sino que, como el buen sexo, requiere de dos”, dijo.
Aunque dejar de escribir novelas será una “tragedia intelectual importante” para Arturo Pérez-Reverte, el autor español asegura que será el lector el que le avise del final de su carrera porque “no hay nada más triste que un escritor que está muerto y no lo sabe”.
“Las agonías en las que pierdes los papeles son muy tristes”, destacó Pérez-Reverte (que nació en la española Cartagena, 1951), que sostuvo que le daría mucha pena acabar así aunque reconoció que para él será muy duro cuando llegue el momento de dejar de escribir.
Y aunque no sabe lo que le queda de vida literaria, sostuvo que le gustaría “rematar” su serie sobre las aventuras del capitán Alatriste, de la que publicó siete novelas y de la que aún le quedan dos entregas.
A la pregunta de si él ha hecho un poco con su Alatriste como Conan Doyle con Holmes, respondió que en absoluto. Que lo dejó porque percibió que sus lectores estaban saturados, “y el lector es un amigo al que hay que escuchar”. No obstante, aseguró que va a terminar las dos novelas que faltan.
Es consciente, eso sí, que algún día dejará de escribir, “y será duro cuando llegue, pero pasaré más tiempo en el mar”. Aunque de momento “escribir me mantiene, no diré que vivo, pero sí atento y despierto, activo”.
Y ahora en El problema final, Pérez-Reverte propone un relato de apariencia canónica, “un juego” para su disfrute, como una buena partida de ajedrez. Es una novela “de muchas capas y trampantojos” en la que se anima al lector a resolver el caso que se plantea, tiene un sabor a la Highsmith), el cómo más que el quién o el por qué. “Insisto en la palabra juego; ¡empieza el juego, Watson!”.
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