Diego Fischer (*)
Hay quienes sostienen que fue la más talentosa de las tres poetisas que signaron, a comienzos del siglo XX, el camino de la poesía femenina en Uruguay. Con el transcurso del tiempo, la crítica las unió para siempre en una tríada lírica: María Eugenia, Delmira y Juana. No obstante, Agustini e Ibarbourou permanecen en el imaginario colectivo, mientras que Vaz Ferreira ha sido olvidada, cumpliéndose con su anhelo de no dejar en este mundo más huellas que el olvido. Quizás por ello muy pocos se acordaron de que el pasado lunes 20 de mayo se cumplieron cien años de su muerte.
María Eugenia fue la primera de las poetisas en brillar con sus versos en una Montevideo que había sido tomada por los escritores y los pintores más notables que ha conocido el Uruguay, hasta la fecha.
Era la Generación del 900 que irrumpía en el panorama literario y artístico, en un país que no superaba el millón de habitantes y cuya capital con tan solo 360 mil pobladores (la mitad inmigrantes de primera generación) miraba a París y emulaba a su belle époque. En ese Montevideo de cafés y cenáculos, era habitual ver por sus calles a figuras que hoy son leyenda.
José Enrique Rodó, Julio Herrera y Reissig, Horacio Quiroga, Florencio Sánchez, Carlos Vaz Ferreira, Pedro Blanes Viale, Carlos Federico Sáez y Eduardo Fabini, formaban ese mundo de escritores, poetas, pintores y músicos que sentó las bases de la mejor cultura uruguaya. Uno solo de estos nombres, hubiera sido suficiente para darle prestigio y trascendencia internacional a las letras y el arte nacional, pero fueron más de una docena los que brillaron casi con la misma intensidad y lograron que Uruguay comenzara a ser conocido y considerado en el mundo entero por su cultura.
En ese ámbito, hubo también espacio para dos mujeres, que conquistaron su lugar a fuerza de talento. En orden cronológico llegó primero María Eugenia y luego Delmira Agustini. Casi una década y media más tarde se sumaría Juana de Ibarbourou. Para entonces Delmira había muerto y María Eugenia vivía el final de sus días signados por la soledad y el alcohol. Delmira y Juana deslumbrarían por su belleza, mientras que Maria Eugenia poco agraciada tendría en su misteriosa, insondable y metafísica poesía su mayor carta de presentación y reconocimiento.
Hija del arte y la libertad
(…) “Una estrella de mar, la más lunática, la más rebelde, hija del arte y la libertad” …, así podría definirse a María Eugenia, tomando uno de sus versos. Es que esta mujer, nacida en 1875, en una familia culta y acaudalada de comerciantes y diplomáticos de ascendencia portuguesa, fue una niña solitaria, inteligente y, a su manera, desafiante de las normas que la sociedad de su tiempo le imponía.
Su vida estuvo marcada por la ausencia de su padre y la presencia asfixiante de una madre neurótica, que debió hacerse cargo de un hogar con dos hijos. Tras quebrar el negocio familiar, su padre se marchó a Brasil en búsqueda de nuevas oportunidades y nunca más volvió. “Pel” la apodaban y “Quele”, le decían a su hermano Carlos.
En el enclaustramiento de su casa, Pel aprendió a leer y escribir, a pintar y a tocar el piano. Llegaría a componer piezas musicales y a escribir obras de teatro que se estrenarían, años más tarde, en el Teatro Solís.
En la enorme biblioteca familiar, único tesoro que sobrevivió al descalabro económico familiar, encontró refugio para sus carencias afectivas. Y en esos textos aprendió a descubrir el mundo y a manejarse con gran solvencia en alemán, francés, portugués e inglés. Su universo interior era riquísimo, y asomaría, después, en sus poesías siempre en lenguaje metafórico.
Una insomne prematura
María Eugenia fue también una joven diferente, porque mientras la mayoría de las jovencitas de su edad soñaban con la presentación en sociedad a ella nunca le interesó.
El insomnio la acompañó tempranamente y en esas noches de sueño esquivo, a la luz de la vela, comenzó a escribir poemas en un cuaderno que escondía luego en su ropero para que nadie se enterara.
(…) Solo tú, noche profunda,
Me fuiste siempre propicia;
Noche misteriosa y suave,
Noche muda y sin pupila,
Que en la quietud de tu sombra
Guardas tu inmortal caricia.
Cuando su madre la descubrió, lejos de reprenderla le advirtió: “te quedaras soltera, si escribes poemas”. Poco le importó, el matrimonio nunca estuvo en sus planes.
Aun así, tuvo un breve noviazgo con Luis Alberto de Herrera cuando ambos rondaban los veintitrés años. Herrera y Carlos Vaz Ferreira, cursaban juntos la carrera de Abogacía y además eran vecinos. Ambas familias vivían en la Calle Colón a un par de cuadras de distancia. El noviazgo, celebrado por la madre de María Eugenia duró poco más de un año. La poeta puso fin a la relación.
María Eugenia comenzó a publicar sus poesías en las revistas literarias, de una y otra margen del Río de la Plata. Sus versos eran celebrados por Herrera y Reissig y Rodó. Herrera y Reissig le pedía siempre que colaborara en La Revista, publicación literaria que el poeta modernista dirigía. Colocaba las poesías de María Eugenia, a continuación de sus editoriales, hecho revelador de la importancia que le asignaba a dichos poemas.
“Mamá sigue enferma y creo que será cosa de tiempo; hágase alguna escapada, con eso nos reímos agarrando para la farsa mutuos líos”, en estos términos, María Eugenia le escribía a Delmira. Ambas sentían fascinación la una por la otra. María Eugenia admiraba la belleza, la frescura y la candidez de Delmira, y Agustini la inteligencia y el nivel intelectual de Pel. Fueron amigas y confidentes. Y tal vez Delmira haya sido el amor no correspondido de María Eugenia.
Los mendigos son amigos
Luego de la muerte de Delmira y con el paso de los años, María Eugenia fue abandonando su nunca cuidada apariencia física. Por las noches salía de su casa de la Ciudad Vieja y se dirigía al Mercado del Puerto, donde bebía con un grupo de mendigos que vivían en la calle. Allí retribuía el vino que le daban recitando sus poesías. Los mendigos agradecían la compañía de aquella mujer que los trataba como personas y los premiaba con sus versos. Eran almas solas que compartían el dolor de sus desgraciadas vidas.
Pese a las innumerables y permanentes propuestas que recibió de editoriales de Montevideo y Buenos Aires, nunca quiso publicar un libro. Finalmente accedió a hacerlo cuando su muerte era inminente. Hizo la selección de las poesías y llegó a corregir las pruebas de imprenta de La Isla de los Cánticos. Y le encargó a su hermano su publicación. Carlos respetó su voluntad y publicó la antología poética tal cual ella la había dispuesto, aunque como consignó en el prólogo de la primera edición, él “hubiera preferido que algunos poemas no se editaran”.
María Eugenia murió el 20 de mayo de 1924. Tenía 48 años. Se marchó “al impulso de un arcano deseo, con el alma a media luz, sola y distante”….
(*) Periodista y escritor, autor de Sufrir en el silencio, una biografía novelada de María Eugenia Vaz Ferreira.