Detrás de la primera vez que vino a Uruguay, a la entonces pequeñez de Punta del Diablo a fines de los 80. En su primer encuentro con un libro de Filosofía, Humano, demasiado humano, de Friederich Nietzsche. Adentro del comienzo de su nuevo texto, por el orden y el aporte de su novia, la periodista Soledad Barruti. Y ahí, en el centro y en los costados y arriba y abajo de toda su obra. Todo, en el camino y en la historia de Darío Sztajnszrajber, está cruzado por el amor.
Todo, “porque la filosofía es amor. Es un acto de amor. Es querer saber. Es deseo puro”, dice a El País el más popular de los divulgadores filosóficos argentinos del último tiempo. Docente y escritor, ha cosechado el éxito de ventas y de convocatoria en sus propuestas multiplataforma: hace libros, hace programas de televisión, hace podcasts, hace talleres y hace, a su forma, espectáculos. Hace cosas para provocar una sola, siempre la misma: pensar.
Ahora, el foco está otra vez sobre el amor, quizás para darle un cierre al tema que lo ha ocupado demasiado tiempo. De eso va El amor es imposible. Ocho tesis filosóficas (Planeta), en el que explora desde distintos puntos de vista la imposibilidad del sentimiento más contradictorio y universal.
En junio, de paso por Montevideo para presentar este libro, Darío Z —hincha de Estudiantes; de Géminis con ascendente en Libra y Luna en Piscis, una combinación que, asegura, “dice mucho”— charló con El País y respondió, así, ocho preguntas sobre el amor
—¿Cómo se piensa, desde la filosofía, la relación de amor y odio que existe entre uruguayos y argentinos?
—Creo que el de las rivalidades nacionales es un esquema que se da en un plano más bien público. En esa línea muy schmittiana de que la política es siempre una cuestión de amigos y enemigos, es importante diferenciar lo público de lo personal. En el modo en que se gestan las identidades en nuestro tiempo, lamentablemente hay una necesidad de construir al otro como un rival, necesidad que tiene más el objetivo de ratificarse uno en su propia identidad que de algún modo se vuelve violenta. No me interesa para nada ese tipo de rivalidad, y me parece que es casi una exigencia ético-política deconstruirlo, desarmarlo y, en ese desarme, entender que conceptos como la patria son conceptos artificiales.
—Decimos que amamos a nuestros ídolos. ¿Dónde se establece el límite entre el fanatismo y el amor?
—Lo impropio de los fanatismos es creer que aquel ídolo representa cierto purismo sin contradicciones ni conflictos. Mis ídolos no tienen nada que los coloque en un pedestal por encima del humano: cuanto más humano, más lo idolatro, porque expresa las virtudes y miserias de cualquier ser humano. Por eso le tomo prestado al amor, tal como a mí me gusta pensarlo, con su ambigüedad, con sus desamores. Humanizar, recuperar lo humano, profanar esa especie de divinización, algo tan propio del fetichismo de nuestra sociedad de consumo. Nos olvidamos de nosotros y nuestras contradicciones idolatrando íconos.
—¿Es posible construir el amor propio en la era del “body positive”, la presión que impone la virtualidad y la exigencia de quererse?
—El eje de este libro es cuestionar esos dispositivos sociales que permanentemente intentan o buscan consolidar un modelo de lo humano basado en un sujeto firme, estable, tan guardián de sí mismo que no hace otra cosa que utilizar al otro para su propia necesidad. Entonces la irrupción del otro tiene como principal objetivo desarmarnos a nosotros mismos de esa especie de devoción de creerse el ombligo del mundo. Me parece que en la medida en que apostemos, en el amor, a la prioridad del otro, hay algo de esas categorías hegemónicas que pueden empezar a resquebrajarse. Sobre todo la idea de que el otro es un mero medio para nuestra propia necesidad.
—¿Por qué nos genera tanta fascinación el concepto de “el amor después del amor”?
—Todo depende de cómo analicemos a ese segundo amor, si es una segunda temporada o una revolución copernicana. Porque si el amor después del amor es que sale uno y entra otro, que ocupa el mismo lugar y la misma matriz amorosa pero con otra ropa, no cambió nada: es el amor después del amor después del amor, que es el mismo amor. En la tesis uno de mi libro trabajo eso con cierta ironía, porque planteo que el amor es imposible porque todo amor es la repetición del único amor verdadero, que es el primero y que además nunca existió. Me parece que en el amor después del amor hay algo de eso, que supone la posibilidad de replantear de cuajo esa matriz, y me erotiza mucho poder ir a fondo en revolucionar el acontecimiento amoroso. Y para que eso suceda, tiene que colapsar el amor instituido, por lo que el desamor es fundamental para un amor emancipado. No es cierto que el amor tiene que sacarse de encima lo doloroso. El amor tiene, siempre, un dejo de algo que no cierra.
—¿Se puede concebir un amor realmente libre?
—Es importante subrayar cómo el sentido común entiende el amor libre de un modo hasta estereotipado. Todo imaginario que nos hacemos del amor libre es como lo otro de la monogamia, o peor: con una relación con el amor de un desapego que mata lo amoroso. Me parece que no es real que el desapego es lo contrario del amor. Lo interesante es pensar por qué asociamos “amor” con “apropiación”, si el amor es básicamente un acto de dar. No es desapego en el sentido de que no me interesa el otro: es desapego de mí mismo, porque el prioritario es el otro. Que es todo lo contrario a las narrativas que se instalan en lo público, y ese vendernos el amor libre casi que como una orgía en que nadie está interesado con el otro. ¡Es al revés! Hay demasiado interés en el otro para que pueda haber amor libre.
—En el tejido diverso de posibles formas de vincularse, ¿se está configurando un nuevo paradigma del amor?
—Creo que estamos viviendo una época de cierto descentramiento amoroso. El descentramiento es una figura siempre ligada a los derrumbes, las muertes. Cuando Nietzsche anuncia la muerte de Dios, lo que se provoca es un descentramiento de las creencias: el Dios que muere es el que monopolizaba las creencias en una única dirección. Y hay una idea de Nietzsche de que cuando Dios muere, el ser humano puede volver a creer, porque se le libera el monopolio de la creencia. Acá hay algo parecido: cierto descentramiento del amor permite que nos relacionemos con lo amoroso de maneras muy distintas. Ahora, en términos socioinstitucionales, la monogamia y la idea de pareja perviven como unidad sistémica. La monogamia no es una cuestión afectiva, es una cuestión política; tiene más que ver con cómo administrar una relación social que con lo que me pasa, entonces, como sistema social, no se ve herida.
—¿Tenés un concepto filosófico o momento histórico favorito en relación al amor?
—Me fascinó siempre El Banquete de Platón. Dicen que todo lo que se ha pensado sobre el amor ya está ahí, y si lo forzás, es verdad. Me gustan mucho los mitos, más que los tratamientos contemporáneos. El del nacimiento de Afrodita, por ejemplo, la diosa del amor, que su historia está en Hesíodo, y nace a partir de una castración. Porque Urano y Gea, el cielo y la tierra, estaban todo el tiempo uno encima del otro, teniendo relaciones y procreando deidades; Gea se harta de Urano y le pide a sus hijos que se lo saquen de encima, y es su hijo Cronos el que decide resolver el problema con una hoz de hierro, castrando al padre. El relato es tremendo: la caída de los testículos, desde el cielo al mar, hacen que el mar se abra. Y de ahí nace Afrodita. La diosa de un amor absolutamente empapado de todo: sangre, deseo, violencia.
—Una breve biografía tuya dice que llorás con las películas de amor. ¿Por qué sucede? ¿Por qué lloramos con las películas de amor?
—Lloro con las películas de amor más pedorras, por ejemplo, Rocky 2: gana y su esposa no va a verlo, porque no quiere verlo destruido, y él agarra el cinturón, mira a cámara y dice (actúa y grita): “¡Adriaaaan!”. Y yo lloro, porque no entiendo qué, pero algo del amor está ahí. (Jacques) Derridá tiene una frase en el libro Memorias del ciego, que dice que siempre creímos que la función del ojo era ver, pero hay una función más ancestral y originaria: los ojos están para llorar. Y yo creo que si le damos más lugar al llanto que a la vista, por ahí nos podemos encontrar más con nosotros mismos.